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LA VIDA SIGUE

Ya no suelo pasar mucho tiempo en mi piso. Desde que me mudé el pasado mes de mayo, solo vengo cuando estoy agobiada o cuando no me concentro en mi casa para trabajar.

Trabajar. Bueno, si se puede decir que trabajo.

Me lo he tomado con mucha calma, la verdad. Me sorprende incluso poder hacerlo, pero cuando volví, con eso del boom que despertaron las noticias que llegaban de Gabriel, me salieron amigos por todas partes. Me dan completamente igual sus jodidas opiniones, su idea de lo que creen que fue mi vida, pero a nadie le amarga un dulce. Con eso quiero decir que sé que no son mis amigos, pero que si me ofrecen algo que me beneficie, lo cogeré. He evolucionado, como los Pokemon, y este es el resultado.

Sin darle más vueltas a la cuestión, resulta que soy ilustradora freelance. Sirvo para un roto como para un descosido, pero la verdad es que disfruto muchísimo todos mis trabajos. Tanto los de cuentos para niños como los dibujos que hago porque sí y que empiezan a acumularse en carpetas. Bea no deja de repetir que deberíamos montar una exposición e invitar a gente famosa. Lo que puede llegar a hacer por beber gratis… El caso es que trabajo en casa.

Lo hago más por sentirme útil que por necesidad. Ahorré muchísimo dinero durante el tiempo que estuve en Estados Unidos. No suelo pensar mucho en ello, porque si lo hago me siento… vacía. Después de haber vivido todas aquellas experiencias, me he convencido de que la felicidad solo es un estado que depende de nosotros mismos y de cómo nos planteemos la vida. Por eso no pienso demasiado en aquello.

La cuestión es que, a esos cientos de miles que gané y ahorré durante mis siete meses como asistente personal, hay que sumarle el dinero que me correspondió en el divorcio, que fue mucho. Él y yo no nos vimos para firmar los papeles. Solo tuve que ponerme en contacto con el señor Moore, su abogado, y él lo arregló todo. Cuando me devolvió la llamada, me dijo que Gabriel quería llegar a un acuerdo, siempre y cuando yo aceptara todo lo que quisiera darme. Y fue mucho. No tuve otra posibilidad, porque no estaba preparada para verle y discutirlo. Acepté todo lo que él me asignó: la cantidad que estipulamos en caso de divorcio cuando nos casamos, la mitad del dinero que recibió por la casa de Toluka Lake (que os aseguro que tenía muchos ceros) y todo lo que le dieron por el piso de Venice, que después de que se corriera la voz de que fue allí donde lo encontré casi muerto, subió bastante su valor de mercado. Hay gente para todo. Además, detallado en los papeles que firmé, venía estipulada una cantidad en concepto de «anillo de compromiso». El valor total de mi anillo, que no sé si lo vendió, si lo conserva, si lo tiró al lago o si lo ha reciclado y ahora lo luce alguna otra mujer. No me gusta pensarlo, pero es inevitable que me cruce por la cabeza la idea de que intentó compensar todo aquello con lo único que podía darme: dinero. Y yo no quería dinero, pero lo cogí por no tener que discutir el tema con él.

Aquel momento no fue uno de los más fáciles de mi vida, la verdad. Sentarme en aquel despacho de abogados para firmar los papeles que romperían del todo el vínculo que quedaba con Gabriel fue un golpe para mí, a pesar de que fui yo la que movió todo el asunto. Fue como cortar un cordón umbilical. Fue como acabar con las últimas y absurdas esperanzas que albergaba mi Silvia inconsciente.

El hecho es que, dado que Álvaro sigue trabajando por un buen sueldo y que solo tengo que hacerme cargo de los gastos de nuestra casa (la hipoteca la paga él y está a su nombre), mi situación económica es francamente buena. No tendría por qué trabajar; hay muchos dígitos en mi cuenta corriente. Y los hay gracias a él. Él. No Álvaro, sino aquel del que ya nunca hablo. Así es mejor para todos.

He dejado atrás los gastos excéntricos de «esposa de estrella del rock» y, aunque conservo buena parte de lo que compré estando con él, ha dejado de interesarme el lujo y la buena vida. Supongo que porque sé la otra cara que se esconde detrás. Por eso me gusta trabajar, por no sentir que conocerle me solucionó la vida, por no sentir dependencia y por no… flaquear.

Cuando hablo de flaquear, hablo de la tentación de saber de él, de escuchar su voz, de preguntarle si está bien y… si piensa en mí. Antes de pedir el divorcio formalmente a través de su abogado, tuve una debilidad y llamé a la que fue nuestra casa, pero no contestó nadie. Llamé también a nuestra casa en Venice, con el mismo resultado. En realidad, creo que no quería hablar con él, porque de haberlo querido solamente tenía que haber marcado el número de su teléfono móvil.

Pero no quiero pensar en él.

Cuando me doy cuenta, me he concentrado tanto en lo que estaba haciendo que el tiempo ha pasado volando. Fuera se está haciendo de noche y yo debería volver a casa antes de que Álvaro me llame y repita ese comentario, que él encuentra gracioso, sobre el hecho de que vuelva a mi casa de vez en cuando.

—Ven antes de que te des cuenta de que vives mejor sin mí, anda.

Yo no le encuentro la gracia, pero finjo que me río de soslayo. Me he convertido en una persona bastante cínica, lo sé. Hasta Bea lo ha notado. Me dice que me he hecho adulta de un solo puñetazo y que, aunque se alegra de que me haya servido para superar lo que pasó hace casi dos años…, echa de menos esas ideas de bombero que me caracterizaban. Yo también las echo de menos, pero es que no soy la misma persona.

—Prometimos no madurar lo suficiente, Sil… —me reprocha.

Apago el ordenador, cojo el bolso que he dejado tirado en el sillón orejero y me voy, cerrando las puertas detrás de mí.

Cuando llego a la calle un olor me recuerda a él, pero lo obvio. No me doy oportunidad de ahondar en la sensación. He aprendido a hacerlo desaparecer bloqueando los recuerdos, así que cojo el móvil y llamo a Álvaro.

—Hola, cariño. Iba a llamarte ahora. Seguro que estabas en tu casa —dice y lo imagino haciendo un mohín.

—Sí, estaba trabajando. En tu ordenador no me concentro, porque siento la constante necesidad de averiguar qué clase de porno ves.

—No veo porno, no me hace falta. Ven, anda. Ven antes de que te des cuenta de que vives mejor sin mí.

Pongo los ojos en blanco y doy el alto a un taxi.

El sexo ha cambiado mucho en mi vida. No sabría decir en qué es diferente, pero lo es.

Ahora mismo tengo a Álvaro debajo de mi cuerpo. Tiene los ojos cerrados, la boca entreabierta y lanza un gemido hondo cada vez que lo clavo en mí. Es placentero, sí. Y sí, siempre termino corriéndome, pero le falta un no sé qué… que no sé yo. Cada vez que lo pienso, lo achaco al frenesí. Ya no soy una persona frenética, por lo que imagino que no hago el amor de la misma manera que antes.

No sé si Álvaro ha notado algo o si prefiere hacer como que no lo nota. El caso es que no he recibido queja por su parte. Y menos en este tipo de ocasiones, cuando entra y sale de mí con suavidad y contundencia. Levanta las manos y me agarra los pechos fuertemente. Gimo y él empieza a jadear rítmicamente.

Álvaro sigue siendo un hombre guapo. Lo es sin vuelta de hoja: tiene unos ojos grises preciosos, un espeso pelo de color caramelo y unos rasgos elegantes y armoniosos. Tiene un cuerpo atractivo y es alto. Y folla como un animal. La Silvia carnal no tiene queja, desde luego.

—Así, nena. No pares… no pares —dice empezando a perder el control.

Me muevo atrás y arriba. Lo aprieto en mi interior y, cuando mi mano derecha se mete entre mis piernas, pienso en otra piel. Cierro los ojos, lo recuerdo respirando agitadamente junto a mi cuello, diciéndome que mi cuerpo es su casa y… me corro. Álvaro se corre después.

—Nena —gime con placer cuando me tumbo a su lado—. Ha sido genial.

—Sí —suspiro.

—Ven —dice lanzando los brazos a mi alrededor, esperando que me apoye en su pecho.

—Ahora…, espera, espera. Voy al baño.

No. Sigo sin poder acurrucarme al lado de Álvaro después de un polvo. Necesito que no me toque, ni me mire y que apenas me hable, porque soy demasiado vulnerable. Echo de menos sentirme tan cómoda como para dejar que alguien me abrace después de robarme el placer. Pero eso solo podrá pasarme con él y ya no pasará jamás. Ni siquiera antes de conocerle pude, así que creo que, sencillamente, he vuelto a ponerme en sintonía con la Silvia de aquel momento.

En el cuarto de baño me siento sobre la taza del váter y encojo las piernas. Es como masturbarme con un consolador humano; es una sensación parecida, inquietante. No sé si sentirme culpable, vacía o satisfecha.

Se me pasará. Lo sé. Se me pasará. Siempre se me pasa.

Álvaro me despierta con un beso en el cuello y apretándome contra él. Yo sonrío.

—Dios… —me quejo entre risas—. Es imposible que me estés pidiendo más sexo.

—Hummm. Uno rapidito antes de irnos.

Me giro. Está muy guapo con todo ese pelo revuelto. Me desperezo y él aprovecha para maniobrar con mi cuerpo y ponerse encima.

—Voy a empezar a suministrarte bromuro en las comidas.

—Ay, pobre Silvia. ¡Qué dura es tu vida! Tu hombre está empeñado en hacer que te corras de buena mañana —se burla él.

Me entra la risa con lo de «tu hombre» y a él le brillan los ojos al ver cómo me carcajeo. Intenta quitarme la ropa interior pero me hace cosquillas y pataleo.

—¡Que no me gusta el sexo matutino! —grito con sus dedos surcando mis curvas.

—A ti te gusta a todas horas, pervertida, no mientas.

El teléfono empieza a sonar. Los dos miramos sorprendidos hacia el reloj que tiene Álvaro en su mesita; son las nueve y veinte de un sábado y, por eso, la persona que llama no puede ser nadie más que su madre.

—Joder —se queja—. ¿Sí?

Me levanto de la cama y me quito la camiseta de dormir fingiendo que hago un striptease. Él se muerde con deseo el labio inferior y, con señas, me pide que me acerque a la cama, pero yo le enseño el dedo corazón erguido.

—Mamá… si te dije que estaríamos allí a la hora de comer, estaremos allí a la hora de comer —hace una pausa—. ¡Claro que estábamos en la cama! ¡Son las nueve de la mañana de un jodido sábado!

Pierdo el hilo de la conversación. Prefiero meterme ya en la ducha y empezar a arreglarme porque, conociendo como conozco la relación que mantienen, sé que ella quiere que lleguemos a la hora del aperitivo y que él acabará cediendo.

Nos damos el relevo en la ducha.

—Que dice que es mejor que lleguemos a la hora del aperitivo —me confirma él completamente desnudo—. Pero si te sirve de consuelo, habrá alcohol.

Hoy me siento magnánima y, además de decirle que no pasa nada, me meto de nuevo en la ducha con él y le regalo una mamada.

Estoy de pie en la cocina de casa de los padres de Álvaro. Sonsoles, quién lo diría, es todo sonrisas conmigo. Aunque creo que, en lugar de verme a mí, ve un símbolo del dólar enorme. Me consta que sigue teniendo problemas con mi falta de pedigrí, pero supongo que los ceros de mi cuenta bancaria le ayudan a pasarlo por alto. Y hay muchos más que en la suya. Que se joda y se arrastre ahora. Sigue igual que el día que la conocí. Es estirada, falsa y a veces dudo que ni siquiera quiera a sus hijos más allá de lo «socialmente exigido». Ella cumple como madre, pero jamás la he visto dar un mimo o hacer una carantoña ni a Jimena ni a Álvaro. A Jimena, la única atención especial que le brinda es un gesto con la cabeza durante las comidas para darle a entender que no debe comer más. Así de escuálidas están. Ahora me explico mucho por qué Álvaro no quiere hijos.

Mis zapatos de firma y mi ropa de diseñador parecen haber sido el pase VIP en esta familia. Jimena se deshace en halagos hacia mis modelitos y alaba mis curvas cada vez que puede. Ella no tiene ninguna y tampoco creo que quisiera tenerlas. Solo está preocupada por no ponerse gorda ahora que está embarazada. Hasta ahí le llega la inquietud vital.

Sonsoles y Jimena desde que Álvaro y yo volvimos llevan tiempo tratando de averiguar a cuánto asciende mi fortuna. Lo han intentado de todas las maneras, pero yo solo contesto con evasivas. Y ellas insisten en por qué seguimos viviendo en ese piso de setenta metros cuadrados pudiendo comprar un chalet en La Finca. Yo siempre les digo que esas casas implican mucho trabajo de mantenimiento y añado como coletilla «bien lo sé yo», para que no se olviden de lo que estamos hablando en realidad.

El padre de Álvaro me trae una copa de vino blanco frío y se lo agradezco con una sonrisa. Aunque es seco, me recuerda mucho a Álvaro. Debajo de esa apariencia tan «educadamente tirante» hay un hombre que mandaría al mundo entero al garete si encontrara algo que le apasionara. Pagaría una verdadera fortuna por que se enamorara de una mulata cubana de veintidós años y dejara tirada a su mujer. Estoy por arreglarlo yo…

Brindo con él primero y después con los demás, que se acercan al escuchar ese brindis espontáneo. Álvaro vuelve sonriendo desde la otra habitación mientras se guarda el teléfono móvil en el bolsillo.

—¿Celebrando sin mí? —dice con una sonrisa que me dedica por entero a mí.

—Ahora brindamos contigo. Cualquier excusa es buena para poder beber más de la cuenta —bromea su padre.

Yo me río y le doy una palmada en la espalda a la vez que Álvaro me rodea la cintura con un brazo.

—Pues nada…, por nosotros —me dice mientras su padre le sirve una copa.

Nos besamos en los labios y suena un pasteloso «ooohhh» en la sala. Y sonreímos como dos tontos.

—¿Habéis pensado ya una fecha? —pregunta Jimena.

—Finales del verano que viene —decimos los dos a la vez.

Nos echamos a reír y volvemos a besarnos.

Sonsoles y Jimena se ponen a charlar sobre los vestidos y el protocolo y yo me abstraigo mirando mi anillo. Es el primer anillo de compromiso que llevé en la mano, el de Tiffany’s. Álvaro volvió a pedírmelo, esta vez en París, en el último viaje que hicimos. Fue bonito y casi de revista: se hacía de noche mientras paseábamos por las amplias aceras de los Campos Elíseos. Yo iba contándole algo sobre mi último trabajo mientras me comía un helado con el que me había encaprichado.

—Qué bonito es esto —farfullé con la boca llena y la lengua medio congelada.

Y él, como contestación, se paró, hincó la rodilla en el suelo y me preguntó si quería casarme con él, pasar el resto de mi vida a su lado y envejecer codo con codo. Lo llevaba aprendido de memoria y a mí me dio la risa y por poco no se me salió el helado de limón por la nariz. Un montón de gente nos aplaudió cuando, después de deslizar el anillo en mi dedo anular, nos besamos. Esa noche follamos como animales con el ruido de la gran Ciudad de la Luz entrando por las ventanas abiertas de nuestra suite.

Miro el solitario de oro blanco coronado por un brillante y… a pesar de que me acuerdo de que hubo un día en el que había otro vistiendo mi mano, no me entristezco. Me doy mentalmente dos palmaditas en la espalda y la enhorabuena por saber superar una historia como la que vivimos nosotros. Y cuando hablo de nosotros, no hablo de Álvaro y de mí.