EL AQUÍ Y AHORA
Cuando entro en mi casa siento que lo hago a un universo paralelo en el que el tiempo se ha quedado congelado y no ha pasado nada desde enero. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que, en poco más de siete meses me ha dado tiempo para enamorarme y romperme. En siete meses, he madurado el equivalente a años. Es como si dentro de mí viviera una Silvia vieja, de vuelta de todo, que ya no tiene interés por seguir aprendiendo.
Dejo mi maleta en la habitación, subo las persianas y abro las ventanas de toda la casa. Mi casa. Debo metérmelo en la cabeza. Esta es mi casa y mi vida.
Haber estado un par de días con mi madre me ha ayudado a enfrentarme a todo esto de una manera menos dramática. Es la decisión que he tomado, es la única manera de seguir y tengo que hacerlo por mí. Y por él. No sé si lo conseguiré, pero quiero empezar a preocuparme solo por mi persona, al menos durante una temporada.
Entro en la habitación de pensar y descuelgo la foto con Gabriel sin darme tiempo a mirarla. No puedo romperla ni tirarla, así que la escondo en el último cajón del armario, debajo de unas mantas. Habrá un día en el que esto deje de dolerme, creo. Seguro que en ese momento me gustará tener algo con lo que recordar esta parte de mí. Y al amor de mi vida.
Aparto el pensamiento y vuelvo a mi dormitorio. Enciendo la cadena de música y me doy cuenta de que dejé dentro un cedé. Es el acústico de Metallica.
El timbre de casa suena y sonrío al pensar que sé a quién voy a encontrar al otro lado de la puerta. Cómo no, ahí está Bea, cargada de una botella de tequila y sonriendo.
—¡Yija! —exclama a voz en grito—. ¡¡¡Hagamos sentadillas mientras bebemos tequilaaa!!! ¡¡¡No rompas más, mi pobre corazón, lalalalalala, entiéndelo!!! —canta como una psicópata, a pesar de que ni siquiera se sabe bien la letra.
—Dios, estás fatal. ¿Coyote Dax?
La hago pasar y le pido que me ayude a colgar la ropa. Ella deja a regañadientes la botella sobre la mesa del salón y me sigue arrastrando los pies.
—Eres una aburrida.
—Si hubieras cantado otra cosa, a lo mejor te habría seguido la corriente pero, jodo, ¿Coyote Dax?
—Sí, una elección poco acertada. Pero ¿deshacer la maleta ahora?
—Tengo que hacerlo sí o sí. Cuanto más lo retrase, más pereza me va a dar. Quiero tenerlo todo colocado cuando empiecen a llegar el resto de cajas.
Bea no dice nada, supongo que por miedo a despertar algún sentimiento encontrado en relación con esta mudanza.
—¿Cómo estás? —pregunta empezando a sacar piezas de ropa.
Le paso unas cuantas perchas.
—Bien.
—Es posible que con los demás eso funcione, pero no conmigo. No quiero quedarme tranquila, quiero que lo estés tú. Si no estás bien es mejor que lo digas.
Cojo la bolsa donde está guardada la camiseta de Gabriel y sin sacarla voy a la otra habitación, donde la guardo junto a la foto. Cuando vuelvo, Bea me mira y yo sigo hablando.
—Bueno, pues supongo que bien no es la palabra. Pero no creo que cómo me siento sea definible con la cutre nomenclatura de un estado de ánimo.
—Por lo que recuerdo, puedes ser bastante vehemente y yo soy toda oídos.
Bea se entretiene colgando pantalones vaqueros con minuciosidad. Yo coloco jerséis y camisetas en los estantes. Durante un rato ninguna dice nada. Lo único que se oye en la habitación es el disco de Metallica y el entrechocar de perchas. En realidad, sé que tiene razón. Tendré que ir sacando de dentro poco a poco lo que me traje conmigo. Todos esos sentimientos y frustraciones no pueden hacer nada más que explotar un día. Si aspiro a ser feliz, esta carga no puede venir conmigo. Empiezo a hablar sin darme mucha cuenta.
—Me siento como si volviera a un sitio que no es el mío y como si lo hiciera después de perder una guerra. ¿Sabes la sensación?
—Sí. Sigue.
—Lo añoro. Lo añoro a él y añoro saber cómo está ahora. Me siento como… como si hubiera muerto. Como si me hubiera marchado sin enterrarlo, sin despedirme de él de verdad. Y es una sensación horrible.
—Es normal que vivas tu propio duelo, Sil —dice de espaldas a mí.
—¿Soy cobarde?
Se gira y me mira sorprendida.
—¿Cobarde? Eres de todo menos cobarde. Tía, si fueras un hombre, tendrías dos cojones tan grandes que podríamos hacernos un abrigo tipo Matrix con la piel.
Obvio lo de la chaqueta de piel de testículos.
—Quizá debería haber esperado a que despertara. Haber plantado cara a la situación.
—Si no dejas de castigarte con los «debería haber hecho», no vas a retomar tu vida jamás. Y volviste para hacerlo.
Asiento y le paso un par de tops para que los cuelgue. Después me concentro en la ropa interior, que voy dejando doblada en los cajones de la cómoda.
—¿Y qué debo hacer ahora, Bea? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Buscar trabajo, salir, querer enamorarme de nuevo?
—No suena a que te apetezca mucho.
—Es que no me apetece. Es como si hubiera muerto de verdad. Es como si ese día me hubieran sacado del hospital sin volver a escuchar cómo le latía el corazón. Cuando me acuerdo de él, tengo que hacer un esfuerzo por recordarme que sigue allí. A veces pienso que me agarro a esa idea por no afrontar nuestra ruptura.
—Es que no es una ruptura, Silvia.
—¿Y qué es?
—Pues no lo sé. Nunca me he visto en una situación como la que has vivido. Pero desde luego no puedes parar toda tu vida para averiguarlo. Él está allí y tú aquí. Los dos tenéis que vivir otra vez.
—Me preocupa no poder saber cómo le va. Me preocupa no estar allí para sujetarlo si se tambalea.
—No es un niño que aprende a caminar. Es un adicto que tiene que hacer las cosas por sí mismo. No puedes hacer nada por él y no le ayudaría tenerte detrás.
—Ya lo sé. Por eso me fui.
—Viniste sabiendo que esa historia está acabada. No tiene sentido regodearse en la pérdida.
La pérdida. Es una buena manera de definirlo. No hemos roto. No ha muerto. Solamente nos hemos perdido.
—A veces eres tan sabia que me apabullas.
—La puta ama. Gandalf el Gris, lo que yo te diga. Y déjame decirte una frase suya en la primera peli: «Solo tú puedes decidir qué hacer con el tiempo que se te ha dado».
Bea sonríe y aplaude cuando la maleta queda vacía de nuevo. Voy al baño con todas las cosas y las voy colocando. Ella entra y, después de mirarme unos minutos, me abraza por detrás, apoyando la mejilla en mi espalda.
—La vida sigue, Silvia. Para ti y para todos los que te queremos. Volverás a reírte a carcajadas, volverás a querer emborracharte con tequila y un día volverás a enamorarte.
Me giro y la miro. Cree de verdad en lo que dice. Solo me gustaría tener la misma fe que ella. Ahora comprendo la sensación que llenaba a Gabriel cuando yo creía que iba a mejorar y él… no.
Respiro hondo, asiento y voy al salón, donde abro la botella de tequila y saco dos vasos de chupito. Sirvo el alcohol y las dos brindamos.
—Por nosotras —digo yo.
—Por el futuro —responde Bea—. Y por El señor de los anillos.
Y dentro de mi habitación suena «Nothing else matters». Y… no. Nada más importa ya.