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DESPEDIRME DE TODO LO QUE QUISE

Escucho a Álvaro hablar por teléfono en el piso de abajo. Está contándole a alguien que volvemos a España y que solo necesitamos cerrar unas cuantas cosas aquí. Habla como si fuéramos uno solo, una pareja. Estoy sentada en la cama de mi habitación y apenas puedo hacer más que respirar. Es como si el aire llevara a mis pulmones pena, no oxígeno. Y esta se va quedando dentro de mi cuerpo, concentrándose en cada célula. Es mi proceso de duelo. Lo sé, Gabriel está vivo, pero para mí, en mi interior, hay algo que ha muerto. Nosotros hemos muerto. Las promesas y la vida que íbamos a tener han muerto. Esos hijos que ya no nacerán… Estoy de luto y me pongo enferma cada vez que escucho a Álvaro hablar de ese nosotros. Soy una viuda que no lo es. ¿Tiene sentido algo de lo que estoy diciendo?

A los pies de la cama tengo una maleta abierta llena de ropa. Cada pieza que he ido descolgando del armario ha sido un recuerdo. Me los llevo todos porque soy incapaz de no hacerlo. Me voy porque tengo que hacerlo, porque después de esto no tiene sentido quedarme. Gabriel quería morir y mi vida aquí ha terminado. ¿De qué serviría esperar junto a su cama y rezar para que cuando despierte todo sea como antes? Él tiene un camino que emprender solo, en el que no puedo acompañarle. No necesita que nadie le espere porque tiene que hacerlo por sí mismo. Si no aprende a valorar su propia vida, nunca nadie tendrá cabida en ella. Y yo quiero que sea feliz, aunque no sea conmigo. Aunque yo ya no pueda serlo sin él.

Suspiro hondo y me levanto. Abro todos los cajones, revisando que no me he dejado nada. El día de ayer lo pasé tirando cosas que no tiene sentido conservar. Hasta me reí al encontrar el vibrador que me regaló Gabriel al poco de conocernos. Ese recuerdo, a día de hoy, me parece absurdo.

Sin embargo, no voy a mentir y decir que he podido deshacerme de mucho. He guardado cosas que no debería. Y ahora que mi habitación está vacía, que no queda más que el eco de lo que vivimos aquí, lo único que me llena es la tristeza. Pero es una tristeza plena que al menos me hace sentir que sigo viva.

Reviso con frialdad el cuarto de baño. Evito pensar en cómo nos abrazamos la primera vez que nos tocamos hasta el orgasmo dentro de esa ducha. Le doy un manotazo a esa imagen y sigo inspeccionando cada rincón. Solo quedan sus cosas. Va quedando menos que hacer.

—Silvia, ¿necesitas ayuda con lo de arriba? —pregunta Álvaro, que ahora que ha colgado debe de estar numerando las cajas que ya están preparadas para la empresa de mudanzas.

—No. Bajaré en un momento.

Esto debo hacerlo sola, pero no puedo alargarlo demasiado. Volamos esta misma noche y antes quiero pasar por el hospital.

Miro debajo de la cama que no se me haya caído nada. El suelo está pulcro y la madera brillante. Nada. Levanto los cojines y descubro que me dejaba el pijama. Lo cojo y algo sale con él. Es algo negro: la camiseta que guardaba de Gabriel, que me hizo más llevaderas las noches cuando ingresó en la clínica y la que me salvó de volverme loca cuando salió y todo carecía de sentido. Quiero levantar la almohada y volver a dejarla allí, pero alargo la mano y la toco. No puedo evitar llevarla hasta mi pecho, abrazarla, como si pudiera hacerlo con él. La huelo. Sigue oliendo a su perfume y a su piel; odiaré cada minuto que transcurra y que borre un poco ese aroma. Y un día me olvidaré de cómo olía Gabriel recién levantado y me odiaré a mí misma por ello también. Como una masoquista, voy hasta el cuarto de baño con ella en la mano y la rocío de nuevo con su colonia. Después, plegada, la guardo en lo más recóndito de mi maleta, dentro de una bolsa. Quiero que nunca deje de oler a él. Quiero tener esa parte de Gabriel conmigo de por vida, ya que nunca podré tener nada más.

Cierro la maleta. Sobre la mesa que hay al lado del sillón veo el marco con la foto que nos hicimos el día que nos conocimos. No puedo llevármela si aspiro a superar algún día este duelo. Además, no quiero quitársela, porque es suya. Ya tengo una en casa, colgada en la pared, con la que tendré que lidiar en cuanto llegue.

Cuando dejo el marco otra vez en su sitio me doy cuenta de que sigo llevando mi anillo de compromiso. No tiene sentido llevarlo conmigo. ¿O sí? No sé qué hacer.

Tina carraspea en la puerta y con una sonrisa triste me pregunta si de verdad no quiero que me ayuden. Niego con la cabeza y, sin más, me pongo a llorar. Me siento tonta y me río a la vez, para quitarle hierro. Pero lloro porque me siento tan desgraciada que creo que podría morirme.

—No llore —me pide llorando también—. Esta casa ya ha vivido demasiadas cosas malas.

Me apoyo en su hombro y la abrazo. Sé que ella se siente como yo, perdida, asustada y melancólica. Es el fin de algo que fue grande. Es como el final del mejor verano de tu vida, ese en el que te enamoraste y te rompieron el corazón. Es como esos días de septiembre en los que empieza a refrescar y nadie tiene ánimo de meterse en la piscina, que acumula hojas secas en el fondo.

—Tina —pregunto secándome las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Qué se supone que debo hacer con esto?

Las dos miramos el anillo y se encoge de hombros.

—Ojalá supiera decírselo. —Se echa a llorar de nuevo—. Aún me acuerdo cuando se lo compró. Nos lo enseñó tan sonriente. Y ya sabe usted cómo es; no suele contar muchas cosas. Pero con esto fue siempre tan…

Le pido que se calle con una sonrisa. Me lo quito y lo dejo frente a nuestra foto. Les pertenece a ellos, a ese Gabriel y a esa Silvia que ya nada tienen que ver con la realidad.

Sin mirar atrás, tiro de la maleta. Tina, tan pequeña y rechonchita como siempre, me ayuda y, entre las dos, la bajamos. Ya en el vestíbulo, miro a mi alrededor por última vez. No volveré a pisar esta casa jamás. Estoy tan segura de ello como de que Gabriel la venderá en cuanto pueda. Y estas paredes, el jardín, las vistas al lago… todo será para otras personas que tendrán otras oportunidades y que vivirán otras vidas. Me alegro de ello, porque a nosotros no nos trajo suerte y contiene demasiados recuerdos difíciles de gestionar.

Álvaro me mira sin decir nada. Está acostumbrándose a verme llorar. Asiento, como si me dijera a mí misma que tengo que irme ya. Él lo entiende y se despide con educación de Tina, que se seca las lágrimas con el mandil. Después se marcha hacia el coche de alquiler cargando con mi maleta. Tantas cosas vividas y solo quedan trastos y cajas. ¿Adónde van las sensaciones cuando ya no puedes vivir con ellas en tu interior?

Adiós, me digo a mí misma. Adiós, recuerdos, que corren escaleras arriba, como lo hicimos una vez Gabriel y yo. Son fantasmas, que se quedarán por siempre viviendo en una realidad paralela que jamás se materializará. Nos veo, nos oigo, nos huelo, nos siento. Tengo que marcharme ya. Beso a Tina en la mejilla y la abrazo. Ella rompe en llantos otra vez. Frida acude también lloriqueando. Eso me hace sonreír. Las abrazo a las dos.

—Gracias por todo —les digo—. Cuidaos mucho.

Me voy hacia la puerta y miro un segundo en dirección hacia el interior. Pienso que no puedo irme sin hacerlo y ando hacia la habitación de los premios. Está exactamente igual que la dejé justo antes de salir de gira. Y allí, impertérrito, encuentro al Gabriel de la portada de su último disco, mirando hacia abajo, con parte de su flequillo en la cara. Me apoyo en el cristal y le digo que le quiero. Qué estupidez. Es solo una fotografía.

Salgo de la casa con paso decidido. Cuando ya casi estoy en el coche, Tina corre hacia mí.

—Silvia… Silvia… —me llama.

—¿Qué?

—¿Qué le decimos cuando vuelva?

Me quedo mirándola sin saber qué contestar. Mis ojos viajan de su cara al suelo, al césped del jardín, a la piscina, a la fachada de la casa.

—Que sea feliz. Por mí.

Me meto en el coche. Álvaro no dice nada y yo, a su lado, sollozo con la frente pegada en la ventanilla, alejándome de lo poco que me queda de él.

En el hospital, sus médicos me dicen que está estable y que lo más probable es que despierte en las siguientes horas. Yo asiento y les digo que avisaré a un amigo de la familia para que esté con él. No puedo quedarme, pero no quiero que se encuentre solo. Volte esperará a su lado.

Les pido que vuelvan a asegurarme que mejorará y ellos insisten en que está fuera de peligro y que a partir de ahora decide él.

—¿Podrían darle esto de mi parte?

Me cuesta desprenderme del sobre pero termino dejándolo sobre su mano. Me preguntan si quiero pasar a su habitación, pero niego con la cabeza. Ya soy incapaz de decir nada más.

Doy media vuelta y me voy pensando en lo que Gabriel leerá cuando despierte. Son solo palabras, lo sé, pero también sé que servirán de algo. He evitado las frases vacías y los formulismos. Sé que esto funcionará:

Gabriel:

Me voy. Si no me despido de ti es porque no puedo. Si lo hago, seré incapaz de coger el avión y sé que lo sabes, tal y como sé que entenderás por qué hago esto ahora. Tienes que comprender el motivo por el que no me quedo y espero a que te recuperes.

Tienes por delante un camino que emprender solo. Será duro y nadie podrá ayudarte, pero es el único modo de que seas feliz. Quiérete tanto como te quiero yo. Acepta que no puedes volver a hacerlo porque me matarás si lo haces. Ese «tú y yo» al final no pudo ser, no porque no nos queramos lo suficiente, sino porque las promesas que construimos no tenían cimientos. Trabaja en ellos para que, un día, esos sueños puedan cumplirse. Sé que sabrás hacer a alguien tan feliz como soñamos serlo juntos y lo fuimos durante un tiempo. Te quiero y siempre lo haré. Cuida eso mío que dejo contigo. Yo haré lo mismo con el Gabriel que me llevo. Nunca volveré a querer de este modo.

La vida empieza hoy.

Silvia.