EL CORAZÓN DE GABRIEL
Me acuerdo en este momento de muchas cosas. Vienen en tropel y no las puedo bloquear, aunque debería. Son cosas que no voy a poder repetir nunca. Acariciar su pelo negro y sedoso, haciéndolo resbalar entre mis dedos. Besar su cuello y aspirar su olor. Contar los tatuajes de su pecho sentada a horcajadas sobre él. Dejar que el sabor de su saliva invada toda mi boca. Hacer el amor con él y verlo deshacerse en un orgasmo en mi interior, cerrando los ojos. Cosas que voy a echar de menos. Su risa en cascada. Sus ojos deslizándose sobre mi cuerpo en la cama. Su voz jurando que me quiere. Ver la devoción con la que me mira.
Estoy paralizada. No puedo moverme, ni hablar, ni llorar. Por dentro me digo muchas cosas y todas las digo muy rápido y se contraponen entre sí.
«Ya lo sabías, Silvia. Acabaría pasando antes o después». «No puede ser. No puede ser». «¿Y ahora qué hago?». «¿A quién voy a querer como le quiero a él?». «No. Esto no está pasando». «Dios, por favor, devuélvemelo». «Me quiero morir».
Y así se van sucediendo sin parar dentro de mi cabeza frases, rezos, gritos y súplicas mientras llegan con el carro de paradas y le aplican descargas sobre el pecho. Me parece que se mueven a cámara lenta y que el cuerpo de Gabriel está a kilómetros de mí.
Le presionan el pecho, intentando recuperarlo. Le aplican descargas. Más masaje de reanimación. Más descargas. El pitido se mantiene. Pasan los minutos y ellos siguen moviéndose.
Me gustaría apartar la mirada y salir de aquí, olvidar todo lo que he visto y recordarle vivo y lleno de ilusión. Olvidar la gira, las drogas, a Lucy. Olvidar todo lo que no nos tenga a los dos riéndonos, besándonos, abrazados o haciendo planes. Planes que nunca llegarán, porque se le escapa la vida. Flota en el aire la asfixia y cada bocanada que doy me ahoga.
¿Y qué será ahora de esa casa que íbamos a comprar en San Francisco, del perro que íbamos a adoptar y de la vida que habíamos planeado vivir allí? ¿Y los hijos que nunca tendremos? ¿Qué va a ser de ese padre que Gabriel quería ser? ¿Dónde se habrá ido la felicidad ahora? ¿Qué sentido tiene seguir en el mundo sin él?
No sé cuánto tiempo ha pasado cuando uno de ellos le pide al que tiene las palas que lo deje.
—Para. Déjalo ya. Está muerto.
Gabriel, con sus ojos del color del caramelo líquido y esa expresión melancólica, está muerto.
—Hora de la muerte, doce treinta y seis.
Le recuerdo ahora sentado en la terraza, vestido con unos vaqueros y una camisa de cuadros, abrazado a la guitarra, cantándome su propia versión del clásico «Jolene». Y parece que aún suena en mi cabeza.
El hombre al que más he querido en la vida está muerto. Él que quiso dármelo todo, que me trajo con él para que los dos fuéramos felices, que me besó por primera vez en Las Vegas, junto a la fuente del hotel Bellagio. El hombre que me abrazaba, que me adoraba, que me admiraba por ser como era y que me estrechaba entre las sábanas. La única persona en el mundo con la que quiero estar. Está muerto.
Me acuerdo de la luz amarilla que entraba en el dormitorio del piso de Venice y de una mañana que desperté allí enroscada a su delgado cuerpo. Él me estaba mirando y, cuando sonriendo le di los buenos días, me dijo que el amor ya no le cabía dentro.
—La vida entera, cariño…, la vida entera significa tan poco a tu lado. Solo tú y yo.
Lo tomé por loco y le besé. Con él me daba igual que fueran besos somnolientos y que ninguno de los dos se hubiera lavado aún los dientes. Ese era Gabriel, que se había tatuado un amanecer en la muñeca para tenerme cerca de las venas.
Gabriel, que no creía en el amor, que me quiso sin creer en que lo que estaba haciendo me devolvía la fe. El hombre que me descubrió que la vida está para quererse. La persona que puso a mis pies todo cuanto quise y que se asustó por su propio temor a no estar a la altura. El Gabriel sano, el enfermo, el amante, el amigo, el cantante, el chico. Mi marido. El amor de mi vida. Ese chico al que, cuando lo conocí, le costaba sonreír. Todos se han marchado. Todos han muerto.
¿Por qué no pude salvarle de sí mismo? ¿Por qué con querernos no bastó?
¿Adónde ha ido la Silvia que era con él? ¿Habrá muerto también? Sí. Yo también me he muerto. Quiero irme tras él. Quiero abrazarme a su pecho y que me susurre que no hay que tener miedo. No me importa adónde me lleve eso, pero quiero marcharme con él. No tiene sentido. No puede estar pasando. Ya nunca podré escuchar su voz. Ni cantará en susurros para mí, agarrado a esa guitarra de la que nunca se desprendía. Y nunca más podré ser feliz. Gabriel ya no existe.
Ni siquiera soy consciente de mi cuerpo hasta que oigo mi propio aullido de dolor. Es un sonido tan animal… Se coge a mi garganta, rasgando mis cuerdas vocales mientras pido a Dios que no me haga esto, que no me destroce la vida llevándoselo de mi lado, que me lo devuelva. Sollozo, me caigo de rodillas y uno de los médicos viene hacia mí para sacarme de allí. Pero no puedo dejarle; no quiero dejarle solo ahí dentro con todo ese silencio. Me oigo gritar y estiro la mano hasta rozar la camilla y los dedos de su mano, que ha resbalado y cuelga inerte. La cojo, la aprieto, gimo y entonces tiran de mí y yo de él… sollozo y aprieto su mano entre mis dedos. Vuelven a tirar de mí.
… Bip…
Bip. Un pitido de nuevo. Bip. Otro. Me sueltan. Bip. Corren hacia él. Bip. Corto. Que se repite. Bip. Diferente. Rítmico. Constante.
Es el corazón de Gabriel. Porque Gabriel sigue aquí. Conmigo.