EL FINAL
Para: Silvita GU
Fecha: jueves, 4 de julio, 17:30
De: Álvaro Arranz
Asunto: On board
Lo único en lo que puedo pensar es en abrazarte.
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Mientras espero en la terminal a que aparezca el vuelo de Álvaro, me doy cuenta de que estoy nerviosa. Hace siete meses que no le veo.
Plancho con la mano la tela de mi blusa de color coral y confío en que el tono de mi ropa y el maquillaje sean suficiente para no hacerme parecer una muerta. Me toqueteo el pelo y muevo nerviosa mis pies subidos, por primera vez en mucho tiempo, a unas sandalias de cuña. El solo intento de parecer la Silvia de antes me parece patético.
Le veo aparecer entre la gente. Aún es más alto de lo que recordaba. Tiene el pelo algo más largo y le cae sobre los ojos, que me buscan. Levanto la mano para que me localice y viene decidido hacia mí, vestido con unas zapatillas Adidas de las clásicas, tan impolutas que me da la risa, un vaquero caído de cintura, una camiseta blanca y una sudadera con capucha gris, que lleva desabrochada.
Respiro hondo cuando se acerca y puedo verle los ojos. Tan grises… me devuelven al momento en el que me perdía en ellos y le quería más que a mí misma. Se ha dejado una barba de tres días, en la que ya se adivina alguna cana, y está guapísimo.
Al llegar frente a mí, deja la maleta a un lado y me abraza. Es un abrazo muy intenso que tengo la tentación de rechazar. No estoy yo para cosas intensas, pero me dejo llevar. Y le huelo. Huele como todos los recuerdos que tengo de los años más felices en Madrid y también de los más duros. Huele a él y al suavizante que usa para la ropa, a los besos entre sus sábanas, a las peleas en su coche y a recuerdos. Me hundo en su cuello y le huelo mucho más a fondo hasta que me mareo.
Sus brazos me han rodeado por completo y me doy cuenta, ahora, de que ciertamente mi volumen ha menguado, porque me envuelven de una manera en la que antes no lo hacían. Me apoyo en su pecho y vuelvo a sentirme pequeña y frágil. No sé si con él puedo permitirme el lujo de sentirme así o es que él es quien me hace sentir de ese modo. Es extraño.
—Mi vida… —dice y siento que me desquebrajo un poco—. ¿Qué te ha pasado? Ni siquiera pareces tú.
—Son solo… las preocupaciones.
Nos separamos y Álvaro se inclina para besarme en los labios, pero le pongo la mejilla. Soy una mujer casada y me siento una mujer casada. No le encuentro sentido a nada. Ni siquiera a que él esté aquí. ¿Por qué le pedí ayuda? Solo espero que no salga con el clásico «te lo dije», porque en este estado no sé cómo me enfrentaría a él. No sé si le gritaría, si perdería la poquita cabeza que me queda o si terminaría de hundirme. Sin embargo, por cómo me mira, creo que no tiene intención de meter el dedo en la llaga. Le sonrío, porque se ha hecho diez mil kilómetros por el simple hecho de recibir un mensaje mío diciéndole que la situación se me ha ido de las manos, que no sé qué hacer y que necesito ayuda, o apoyo o un abrazo.
—Muchas gracias por venir. Iremos a casa, ¿vale? Mañana te enseñaré la zona de la playa. Es muy bonita. —Sonrío.
—No he venido a hacer turismo, Silvia, solo a llevarte a casa.
—¿Cuándo vuelves?
—Tengo la vuelta para el día 10, pero es flexible. Admite cambios. Esperaré el tiempo que necesites para dejarlo todo solucionado. Y después volveremos.
Le palmeo el pecho dando el visto bueno y le animo a que salgamos de allí. Es un sitio que me trae recuerdos. Y no quiero pensar en que puede que dentro de una semana yo haya abandonado mi vida y a Gabriel. Después de todo, la sola idea me sigue rompiendo el corazón.
Conduzco el Mustang a velocidad moderada y Álvaro mira el interior del coche con admiración. Me pregunta cosas sobre a qué velocidad lo he puesto, cuántos caballos tiene… y yo contesto de manera automática, recordando a Gabriel hablarme de su coche preferido con brillo en los ojos.
—Este coche le encantaba, ¿sabes? Ahora intento esconderle las llaves, porque no quiero que se mate —digo más allá que acá.
—¿Él está en casa? —pregunta.
—No creo. Hace ya días que entra y sale, pero nunca se queda más de veinte minutos.
—Es que no me gustaría cruzarme con él.
—Con suerte, ni lo verás.
—Es su casa —apunta—. Quizá debería irme a un hotel.
—Es también mi casa.
—Cuando os separéis, ya se verá de quién es.
Le miro de soslayo. Yo no voy a separarme. Solo me separaré cuando lo vea bien. E insisto en que no es por el dinero, es por ella. Por esa y por los buitres. No quiero que toquen nada que haya sido suyo. No quiero que hagan negocio con él. Y cuando me doy cuenta de lo que estoy pensando, en la situación en la que me estoy poniendo, entiendo lo frágil que es todo. ¿De verdad voy a marcharme a España dejando las cosas así? ¿Y qué va a ser de Gabriel entonces? Silvia…, sabes muy bien qué va a ser de él. Es cuestión de tiempo.
Cuando llegamos le enseño un poco la casa y le presento a Frida y a Tina. Soy franca y planteo la situación con honestidad, no me ando con verdades a medias.
—Este es Álvaro. Fue mi jefe en España y mi pareja durante dos años. —Las dos lo miran con los ojos bien abiertos. No entienden nada, supongo—. Ha venido a por mí.
—¿Se va? —pregunta Frida aterrorizada.
—No lo sé. Pero si me voy, vosotras no tendréis que volver. Lo arreglaremos bien.
—¿Y el señor Gabriel?
Me froto la cara con las manos y después, dejándolas caer, me encojo de hombros.
—No lo sé. Ojalá lo supiera.
Dejamos sus cosas en una de las habitaciones de invitados cerca de la mía, casi en la otra punta de la de Gabriel. Quisiera evitar que se encuentren por el pasillo, además de por lo evidente, porque no sé cómo reaccionaría alguien bajo el efecto de las drogas a una situación así de tensa.
Tina ofrece sacarnos algo de beber y de comer a la terraza y le doy las gracias con un beso en la mejilla. Tal vez le parece moralmente reprochable que meta a mi exnovio en casa, pero está tan asustada por la situación que se siente aliviada de que esté aquí. Puedo notarlo en su expresión.
Nos sentamos en dos hamacas, pero de lado, mirándonos el uno al otro. Es Frida la que nos saca una bandeja con un par de cervezas y algo de picar. Yo me enciendo un cigarrillo y me agarro a la cerveza.
No decimos nada. Yo voy consumiendo, calada a calada, mi cigarro y él me mira. Ni bebe, ni come, ni fuma. Solo me mira. Y yo voy sintiendo algo parecido a un lazo que resbala y se deshace dentro de mi estómago. Aparto el cenicero, le doy un trago a la cerveza fría y después la aparto también. Miro el césped…, siento los ojos de Álvaro clavados en mí y… me siento cansada, muy cansada. Dentro de mi cabeza se suceden sin parar imágenes del último año de mi vida. Álvaro, Gabriel, Bea, mi madre, Varo, Óscar…
Miro hacia el cielo cuando siento que me falta el aire. Lo busco en una bocanada y así, sin más… me echo a llorar. Estoy tan sorprendida como aliviada. Por fin. Pero… ¿por qué delante de él? Quizá esta es una historia circular. Quizá este sea el momento de demostrarme a mí misma que no me molesta que él sepa que soy humana, frágil y que sé llorar cuando algo me desborda.
—Perdona… —le pido entre sollozos. No se me olvida que es Álvaro—. Lo siento.
—¿Por qué me pides perdón?
—Porque sé que no te gustan las lágrimas.
Álvaro sonríe con resignación.
—Silvia… a mí nunca me molestó que lloraras. Lo que me molesta es pensar que no sé qué hacer, porque soy un cobarde.
—No hagas nada. Solo… abrázame.
Me agarro a él y me dejo llevar. Es un llanto histérico, nervioso, que me remueve todo el cuerpo y que me hace sollozar con fuerza. Álvaro trata de calmarme, pero necesito llorar y llorar y llorar durante horas. Me apoyo en su pecho y sigo gimiendo y rasgándome la voz con fuerza. Quiero sacar de dentro de mí toda la ansiedad de los últimos siete meses. Y salen, una a una, todas las lágrimas que he aguantado en este tiempo. Lloro por nuestra relación fallida, por el daño que nos hicimos, por la persona en la que me convertí. Lloro por mi madre, por mis hermanos, por Bea. Lloro por Gabriel, porque no ha sabido ser mejor para sí mismo. Lloro porque le quiero y porque pronto no estará. ¿Qué haré yo en un mundo en el que no esté él? ¿Y los recuerdos? Lloro por los recuerdos y por los sueños que nunca se harán realidad.
Oigo la puerta cerrarse y levanto la cabeza, despegándola de la ya empapada camiseta de Álvaro. Él también mira hacia allá. Lucy, la yonqui, se contonea medio desnuda hacia la entrada y Gabriel está parado en mitad del camino, mirándonos. No nos mira en realidad a los dos, me mira a mí. Y de pronto, él también parece cansado. Esa carga imaginaria que hace ceder sus hombros hacia delante parece más pesada hoy y me mira, ceñudo. Ojalá pudiera dejar de llorar ahora, pero al mirarlo un quejido amargo se me escapa entre los labios. Esa parte masoquista y que siente pena de mí misma me dice que le mire bien, porque pronto tendremos que despedirnos, por uno u otro motivo. Gabriel se mete en casa después de dar un portazo y poco después vuelve a salir, seguido de Lucy.
Álvaro y yo nos quedamos anoche hablando hasta las tantas, sentados en la cocina. Casi se me olvidó todo eso de que la vida es una mierda y que todo me sale mal. Estuvimos recordando cosas de la oficina y, ahora que ya no tengo la obligación de volver, todo me parece divertidísimo.
Ha dejado caer la posibilidad de que haga uso de ese régimen de «excedencia» y que vuelva a trabajar allí, pero eso ni se contempla. Volver a España sí, por supuesto, pero no volveré a esa oficina sabiendo, como sé ahora, que la vida es muy corta y que, si no me preocupo por perseguir yo mi propia felicidad, no será ella la que me persiga a mí. Y sobre lo nuestro… lo nuestro no puedo saberlo ahora. Creí que nunca diría esto, pero la verdad es que no estoy en situación de pensar ni siquiera en esas cosas. Lo que me preocupa es Gabriel, no mi situación sentimental. A quien quiero es a Gabriel, por el amor de Dios.
Ahora estamos desayunando. Tina ha montado un despliegue que es el equivalente desayunístico de una operación de los GEO. Y yo… con el estómago así como lo tengo, maldita sea. Hasta gofres hay… Y Álvaro tampoco es de mucho comer, así que me temo que esto va a durar días en la nevera. Nos estamos tomando un café con calma, disfrutándolo. A Álvaro no le gusta el café americano, pero finge que sí. Hasta me pide permiso para servirse una segunda taza.
Desde que me he levantado, a pesar de que el día de ayer fue reconfortante, tengo una mala sensación en la garganta y en el estómago. No es que tenga premoniciones, pero es que… hay algo que no me encaja aquí y Gabriel no ha vuelto aún. Eso no es lo normal, si es que algo de lo que nos está sucediendo puede serlo. ¿Dónde estás, Gabriel?
Pasan las horas y el sentimiento funesto crece en mi interior.
Me relajo cuando escucho la puerta del jardín cerrarse y pasos hasta la entrada. Ya está aquí, como cada día; mi dosis del fantasma de Gabriel. Pero entonces alguien entra como una exhalación y corre escaleras arriba, sin pararse ni a mirarnos. Es Lucy, no él.
Salgo de la terraza cubierta en la que estamos Álvaro y yo y voy hasta los pies de la escalera. Desde allí la oigo farfullar palabras que no entiendo y el corazón se me acelera. Subo los escalones de dos en dos y entro en la habitación de Gabriel, donde ella está revolviendo los cajones. Está histérica, y al verme grita, como una posesa. No entiendo ni lo que dice, y cuando doy un paso hacia atrás, asustada, choco con el pecho de Álvaro, que le pide de manera muy firme que se tranquilice. Ella aprieta los puños y grita, grita y se echa a llorar. Se gira y sigue sacando cajones y revolviendo dentro.
—Hijo de puta, hijo de la gran puta —repite entre respiraciones e hipos.
Después gruñe con rabia, histérica, en tono agudo y empieza a decir que se ha largado, que la dejó tirada en una gasolinera, en mitad de la nada y que se ha llevado algo suyo. Me puedo imaginar qué es eso suyo que se ha llevado; algo que ella necesita y que aprecia por encima del resto de este mundo. Empieza a coger cosas sin ton ni son. No sé si son cosas de Gabriel o suyas, pero me da igual. No quiero que toque nada, que lo ensucie. Son nuestros recuerdos.
—¿Dónde está? —le pregunto.
—¿¿¿Estás sorda, puta??? ¿¿¿Estás sorda???
—¡Que dónde está, te estoy preguntando! —La agarro del brazo sin apenas darme cuenta y la zarandeo con fuerza.
—¡Se fue! ¡Se ha largado! ¡¡¡Y no me lo ha pagado!!! ¡¡¡Es mucho dinero, mucho dinero!!! Me ha dejado… —Mira alrededor, desesperada— sin nada…
Con ella cogida del brazo salgo de la habitación. Sigue gritando y pataleando. La mataría. Siento lo mismo que sentí con el impresentable de Tony. Quiero tirarla escaleras abajo, rodando, esperando que se desnuque, pero en lugar de eso bajo atropelladamente con ella. Llego a la puerta, la echo y cierro. Pongo el pestillo y le pido a Tina que llame a la policía.
—Diles que esta puta se nos ha colado en casa. Que está loca y tiene el mono.
Respiro entrecortadamente mientras abro y cierro cajones de la cocina en busca del manojo de llaves. Doy con él pronto, con su llavero de Las Vegas. Ironías de la vida. Me lo meto en el bolsillo del vaquero y voy atropelladamente hacia el garaje. Allí, en el cajetín que hay junto a las escaleras, cojo las primeras llaves que pillo. Son las de un Porsche relativamente nuevo que no he conducido nunca y que no sé si sabré conducir. Cuando voy a meterme en el asiento del conductor veo que Álvaro me sigue.
—¿Adónde vas? —pregunta.
No puedo hablar. Si hablo me desmorono. Respiro hondo, pero no quiero tranquilizarme porque supondría perder minutos enteros del poco tiempo que tengo. Me obligo a enfriarme y le pido que no venga.
—Voy contigo —me dice firmemente.
Me meto dentro y él también. Salgo como un rayo de la casa y Álvaro coge aire.
—Eh, eh, eh… Silvia, que esto no es de juguete, que esto corre mucho, cielo.
Eso es lo que quiero. No quiero correr. Quiero volar.
Gracias a Dios me conozco el camino de memoria. El coche es automático y no me genera muchas complicaciones. El problema es lo que me voy a encontrar cuando llegue. Me saco el teléfono del bolsillo y le pido a Álvaro que marque el 112 y que envíe una ambulancia a la dirección que le recito. Él no entiende nada.
—Silvia…, vas a tener que explicarme algo… algo aunque sea…
—¡¡¡Llama!!! —y cuando grito la voz se me rompe y empiezo a sollozar.
Me limpio las lágrimas a manotazos y sigo conduciendo a una velocidad de vértigo mientras escucho a Álvaro hacer lo que le he pedido. Su inglés es correcto pero se nota que hace tiempo que no lo usa.
—¿Motivo de la solicitud? —me pregunta apartándose el teléfono.
—Sobredosis —gimo.
Al meternos en Venice, pierdo la cuenta de las calles que tengo que cruzar y me paso de largo la nuestra. Maldigo, grito frustrada cogida al volante y al final aparco en el primer hueco que veo. No es la mejor maniobra de aparcamiento que he hecho en mi vida, la verdad. Es posible que se lo lleve la grúa o que algún coche le dé un golpe al pasar, pero me da igual.
Salgo del coche y me pongo a correr. Yo. A correr. No me reconozco. Es como esa madre que pudo levantar un camión para sacar a su hijo de abajo. O algo así. Es la adrenalina. Palpo mi bolsillo mientras corro a grandes zancadas y cojo las llaves que llevo dentro. Freno contra la fachada del edificio de dos plantas. Abro el portal con manos trémulas y subo corriendo. Llego a la puerta e intento abrir. Las manos me tiemblan mucho, así que las llaves se me caen dos veces mientras trato de hacerlo. Grito. Grito su nombre y la garganta me duele. Meto la llave y no gira. Gimo. Lo vuelvo a hacer, pero no gira.
Una mano cálida me aparta un momento y prueba. Es Álvaro, jadeante.
—Hay una llave por dentro. No vas a poder abrir —me dice.
No se puede decir ni que llore. Solo lloriqueo, pidiendo por favor a Dios, por favor, que me ayude.
Álvaro vuelve a apartarme y golpea la puerta. Primero con el brazo, luego con el hombro y más tarde a patadas, hasta que las bisagras empiezan a ceder. Gracias a Dios no es blindada y, en una especie de chasquido, acaba cediendo y abriéndose violentamente.
Entro corriendo a pesar de que Álvaro intenta impedírmelo. Lo busco en el suelo del coqueto salón, decorado al estilo surf de los sesenta. No hay nadie allí, ni nada, ni rastro de que lo haya. La cocina está impecable, como la última vez que estuve allí meses atrás. También está vacío el cuarto de baño, en el que solo suena el leve zumbido de la luz del espejo que nunca llegamos a cambiar. Entro en el dormitorio principal y, cuando ya empezaba a pensar que podría haberme equivocado, lo encuentro de golpe y porrazo. Una fuerza invisible me echa para atrás mientras abro la boca de forma exagerada para coger aire.
Estaba preparada mentalmente para esto, me digo. Lo estaba. Sabía que acabaría sucediendo y… sin embargo, aquí estoy. No hay nada en el mundo que pueda ayudar a alguien a prepararse para esto.
Gabriel está tumbado en la cama, vestido. Lleva unos pantalones vaqueros negros, una camisa blanca, una corbata negra y sus típicas Vans de cordones oscuros aún puestas. Su traje de novio. Parece que está dormido; plácidamente dormido. Un niño. Tiene el pelo incluso peinado. No quiero creer que se haya peinado para hacer esto.
Todo está en calma. Se escucha el piar de unos pajaritos fuera, junto al árbol que hay frente a la ventana. Entra el sol, tamizado por esas cortinas de las que me he reído tanto porque son tan de los sesenta… Y la cama está perfectamente hecha con él encima. No hay ropa tirada por el suelo, ni colillas, ni botellas. Nada. Solo él, tumbado, como dormido, un cenicero con un cigarrillo consumido en la mesita de noche, junto a un sobre y una jeringuilla en el suelo. Su brazo izquierdo tiene la camisa perfectamente arremangada y en la piel luce las marcas amoratadas de los pinchazos. Entre los dedos de su mano derecha, una tira de goma.
Por un momento creo que me estoy desmayando. A decir verdad, mis rodillas tocan el suelo y me agarro al cubrecama de color amarillo suave.
Veo a Álvaro esquivarme y precipitarse hacia la cama, inclinándose sobre Gabriel. Le toca nervioso el cuello. No encuentra el pulso. Le toca las muñecas. Se pega a su pecho.
Antes de que pueda decirme si respira o no, los sanitarios irrumpen en la habitación como un toro en una cristalería. Traen una camilla y una maleta enorme. Nos apartan. Les miro moverse como quien ve una película desarrollándose frente a sus ojos. No me impresiona; en el fondo, ya asistí al ensayo.
—Silvia… ven. Aparta los ojos. No te hagas esto.
Bajo la mirada, alucinada de que esto esté pasando en realidad y reparo en el sobre que hay sobre la mesita. Pone mi nombre. Silvia. Solo Silvia. Él lo escribió antes de hacerlo y no quiero que nadie más que yo lo toque. Alargo la mano, lo cojo y, doblándolo, lo meto en el bolsillo de mi pantalón vaquero. Veo por el rabillo del ojo mucho movimiento y aparto de mis oídos el constante pitido que escucho para atender a lo que está pasando.
—A la de una…, a la de dos…
Lo están moviendo a la camilla. Eso solo puede significar una cosa. Que aún está vivo.
Cuando lo meten en la ambulancia, uno de ellos me corta el paso al intentar subir. Me dice que no puedo ir con ellos. Veo cómo dos paramédicos, inclinados sobre Gabriel, se mueven apresuradamente y mi mente lógica, que sigue aquí agazapada, me dice que lo mejor es que les deje trabajar en paz. Pero no puedo; todo mi cuerpo me pide subir allí.
No sé qué le digo, sé que lo hago de malas maneras y a gritos, pero lo siguiente que siento es que me ayudan a subir y me piden que me quede en un rincón.
—Joder, mierda, mierda… —Le oigo musitar a uno.
Inyectan, ponen una mascarilla, monitorizan. No sé qué hacen, pero por las prisas con las que lo hacen sé que no tiene buena pinta. No tiene pinta de terminar con Gabriel recuperando la conciencia y vomitando, como tras el concierto de Boston.
Es el trayecto más largo de toda mi vida.
Cuando llegamos al hospital, corren por un pasillo y yo corro detrás. Intentan pararme, pero me pongo a gritar como una loca y empujo. Los dos que me retienen se giran hacia la camilla donde acaban de subir a Gabriel cuando alguien pregunta qué le han puesto por el camino y aprovecho para colarme. Y como están más concentrados en Gabriel y me pego a un rincón, me ignoran. Y todo son tubos, goteros, un pitido y yo qué sé qué más…
Les escucho hablar. Uno repite sin parar que en su turno Gabriel no morirá. Aquí son muy peliculeros y estoy tan histérica que me reiría. Sus manos vuelan, hacen cosas que no entiendo mientras rezo; no oigo nada. Todo me viene amortiguado, como si tuviera las orejas colmadas de algodón. Ecos, solo. Y mi voz, por dentro, repitiendo mil veces que no, que me lo devuelvan, que daré mi vida por él si vuelve. Me digo que no puede ser, que ese no puede ser nuestro final. Siempre pensé que nos despediríamos, que podría decirle lo mucho que le quiero. ¿Dónde está nuestro final? ¿Dónde queda ahora toda esa vida que no tendremos? No. No puede ser.
Uno de los médicos pide otra dosis de Narcan. Sé lo que es, he leído sobre él: bloquea el exceso de droga en el cuerpo cuando se trata de una sobredosis por derivados del opio. Espero conteniendo la respiración para que reaccione.
Pero entonces…, entre todo ese vacío, entre el sonido blanco que me ahoga…, vuelve a aparecer: el pitido. Tan continuo, alto, agudo, molesto que no me deja escuchar nada más. Ese pitido que me atraviesa entera, zumbándome en la cabeza y las entrañas. Es la nada, que nos devora. Y la gran diferencia es que ahora no soy la única que lo oye.
Ese pitido es el corazón de Gabriel, que ha dejado de latir.