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EL FINAL SE ADIVINA

Para: Silvita GU

Fecha: miércoles, 3 de julio, 17:49

De: Álvaro Arranz

Asunto: Hola mi vida

Hoy hace 183 días que te fuiste. Creo que este es mi mensaje número 153.

Sigo pensando lo mismo que cuando empecé a escribirte. Es posible que esto se haya convertido en una obsesión enfermiza para mí, pero soy sincero cuando te digo que haré lo que sea por ti. Solo espero que me des una señal… e iré a por ti. Iré y te abrazaré. No sabes cuánto lo necesito.

Te quiero.

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

Fuera hace un sol de justicia. Lo sé porque entran unos rayos de sol intensos a través de las pequeñas ranuras que quedan entre las cortinas. Yo estoy sentada en el borde de mi cama, mirando hacia la ventana, aunque no se vea más que tela opaca. Estoy tratando de olvidar que hubo un día en el que Gabriel dormía junto a mí en esta cama y que, al despertar, me besaba y me veneraba. Me cuesta creer, en el fondo, que hubiera un día en el que fuéramos felices sin barruntar la tormenta que se cerniría encima de esta casa y de nuestra relación.

Hace un mes que salió de la clínica. Y la situación no solo no ha mejorado, sino que ha empeorado. El crack podía parecerme una posibilidad demasiado fuerte, pero se ajusta bastante bien a la realidad de las rutinas del que aún es mi marido.

Ya me he hecho a la idea. Sé que no tardaré mucho tiempo en volver a España. Lo que sea a partir de ese momento no lo sé muy bien, pero sé que Gabriel no va a salir de esta, porque no quiere. El Gabriel que yo conozco ya está muerto en realidad. Lo que queda no es él.

Hace unos días Volte, que viene a diario a hacerme compañía, llamó mi atención sobre algo que probablemente había bloqueado para no ver. Ella lleva marcas de pinchazos en las muñecas. Casi siempre las lleva tapadas por un montón de pulseras, pero ahí están. Así que supongo que, si Gabriel no se pincha, lo hará pronto. Y en una de esas… se le irá la mano. He leído que es bastante común.

Me levanto de la cama y me doy una ducha. No me preocupo ni por arreglarme. Me pongo un pantalón vaquero y una camiseta negra lisa y bajo descalza a la cocina, donde me sirvo un café y me fumo un cigarrillo. Después otro. Me miro los dedos y me entretengo en darle vueltas a mis anillos, que bailan considerablemente. Supongo que he perdido algo de peso y me hace gracia pensarlo, porque siempre me he reído de todas esas novelas románticas en las que el héroe tiene que recordarle a ella que coma, porque es tan lánguida y frágil que ni siquiera sabe hacerlo sola. Nada, en eso me he convertido. Pero no es que no me acuerde de comer. Me acuerdo y muy a menudo. Intento desayunar, almorzar, comer, merendar y cenar. Pero la cantidad de comida que tolero es poca, la verdad. Se me cierra el estómago y es completamente imposible que siga haciéndolo sin vomitar. Y ya estoy harta. Poco a poco saldré de esta. Claro que sí. Bea me llama desesperada día sí, día no. Yo le cuelgo y luego la vuelvo a llamar, fingiendo que todo esto es mucho menos grave y contándole milongas. De Lucy no le he hablado. No quiero dar más lástima, ni preocuparles más. Solo digo que Gabriel está pachucho y que necesita muchos mimos. Ella no me cree.

—Coge un avión y vuelve —me pidió ayer entre lágrimas—. Esto no va a terminar bien y lo sabes. Silvia, por el amor de Dios, te vas a terminar matando.

—No es verdad. Solo… dejadme hacer esto bien. No quiero castigarme el resto de mi vida por lo que pase de aquí en adelante.

—Quiere morirse. ¿Qué crees que puedes hacer? ¿Sabes cómo terminan estas cosas? —y lo dice empapada en llantos y con la respiración entrecortada—. Terminan contigo enganchada al puto caballo y él muerto en el suelo de un cuarto de baño.

Cierro los ojos y los aprieto con fuerza. Esa visión me persigue allí donde vaya. Gabriel muerto. A veces incluso sueño que ya ha pasado y que parte de mí al menos ya sabe a qué atenerse. ¿Qué es peor, la pena, el miedo o la desesperación? Son emociones peligrosas, sin duda.

La maldita Barbie Malibú yonqui entra en la cocina. Lleva la parte de arriba de un biquini con la bandera estadounidense y un short vaquero deshilachado. Poca ropa, sí, pero tampoco es que tenga mucho cuerpo que tapar. Apenas dos higos mustios como pechos y los huesos de las costillas y las caderas. Sus rodillas son angulosas. Me miro y me alegro de seguir siendo como soy: carnosa y humana. La miro a ella y me da pena pensar que un día fue bonita y lo tuvo todo en una ciudad como esta.

No me saluda. Solo abre la nevera y se pone a beber de la garrafa de zumo a morro. Aquí todo es a lo grande. Garrafas de zumo, de leche, de sirope. Tengo que recordarme a mí misma no beber ni comer nada que haya aquí a mano. Seguro que esta chica tiene de todo menos salud.

De pronto me acuerdo de cómo era la cocina antes. Era igual, al menos en cuanto a la forma. Pero el contenido… hasta la luz entraba de diferente manera. Y recuerdo a Gabriel cocinándome un crep de chocolate con plátano. Aquella noche lo hicimos por primera vez. ¿Y esa devoción con la que me miraba?

Cierro los ojos y me prometo que nada de lo que está pasando va a estropearme el recuerdo de Gabriel tal y como era. Ahora no es él, porque está enfermo. Y sí, estoy enfadada, y cuando la rabia me desborda, le culpo por todo. Hasta por cosas que no tienen nada que ver con él. Le culpo por no encontrar mi sitio en el mundo, por hacerme sufrir, por quitarme la fe en el amor. Luego me doy cuenta de que, incluso con todo esto, sigo creyendo en él.

Lucy se sienta delante de mí en la barra y me coge un cigarrillo del paquete. La miro y le aguanto la mirada de reto que sostiene.

—¿Por qué no te largas? —me dice despacio—. ¿Por qué sigues aquí? Eres patética. —Cojo mi cigarrillo y le doy una calada larga. Después echo el humo hacia un lado, ignorándola—. A él le das pena, vergüenza y asco. ¿Lo sabes?

—Mira, justo lo que siento yo por ti. —Y sonrío.

—Firma los putos papeles —espeta—. Divórciate. Eres una aprovechada que quiere vivir de él.

—¿Y tú qué eres?

—Yo le comprendo. Y se quiere casar conmigo. A nuestro primer hijo le llamaremos Gabriel.

No sé si reírme o llorar. Aunque… ojalá pudiese llorar. ¿Que a su primer hijo le llamarán Gabriel? A él no le gusta su nombre. De pequeño le daba vergüenza llamarse como un ángel; me lo contó una noche, después de hacer el amor. Sé que quiere ser padre, o al menos quería serlo, pero ¿con ella? No creo que la naturaleza la deje nunca embarazada. Esta chica morirá joven; está condenándose a ello.

Sigo su mirada y me doy cuenta de que mira mi anillo de compromiso. Podría llegar a pensar que es una grupi colgada de su ídolo, pero solo es una yonqui que quiere pasta. Para mí este anillo es un recuerdo precioso y para ella solo es el equivalente a gramos de droga.

Me levanto y me voy.

No me espero encontrarlo tan de golpe y el corazón me cabalga enfermizamente en el pecho al ver a Gabriel fumando, agarrado al vano de la puerta de cristal que da al jardín. Esta imagen hace unos meses me habría calentado el cuerpo al completo. Me habría abrazado a él por detrás, le habría besado sobre la tela y mis manos se habrían adentrado por debajo de esta. Pero ahora solo lo miro. Sus poses siguen siendo sexis y él sigue siendo guapo a pesar de ser solo un eco de lo que fue. Es como un muerto viviente.

Me coloco a su lado y le miro. Acaban de volver de Dios sabe dónde. Su placidez creo que se debe a un chute reciente. Lleva una camiseta negra y un vaquero con la rodilla roída. Mira hacia el agua de la piscina y se lleva despacio el cigarrillo hasta los labios, donde le da caladas hondas y sosegadas.

—Está precioso —dice de pronto.

—¿Qué? —le pregunto confusa. Hace ya muchos días que no cruzamos ni una palabra. Su voz me turba.

—El jardín. Está precioso.

—Sí —asiento—. Echo de menos disfrutarlo contigo.

Desvía la mirada hacia mí y hay algo parecido a una sonrisa triste en su cara. Sé que él también se acuerda de lo que éramos y que piensa en lo que pudimos ser. Pero no hay vuelta atrás.

—Deberías irte antes de que la cosa se ponga peor, Silvia. No quiero que estés aquí entonces.

—¿Qué quieres decir con peor?

Deja caer la mano con el cigarrillo.

—Peor —y no lo dice con rabia sino con pena—. Deberías firmar los papeles y volver a España. Lo haremos bien.

—No me verás hacerlo. —Sonrío.

—En eso tienes razón, no te veré hacerlo. —Siento que me falta el aire y él sigue fumando—. Dime, Silvia, ¿por qué no te vas después de todo?

—Porque te quiero, Gabriel.

Nos miramos y, durante unos segundos muy largos, creo que se va a echar a llorar. Pero no lo hace. Tira el cigarrillo al suelo, lo pisa y después lo recoge y difumina la ceniza con la punta de su zapatilla Converse roñosa.

—Pues no deberías hacerlo. No sé qué más puedo hacer por demostrártelo.

—Tendrías que borrarme la memoria. Yo aún me acuerdo de quién puedes ser.

—De recuerdos no se vive.

—Pero sí de esperanza, ¿no?

Se encoge de hombros y, después, suspira mirando de nuevo hacia el jardín.

—No desaproveches tu vida por alguien como yo. No lo merezco.

Mi mano se acerca a la suya, que cuelga inerte; la acaricio y, durante unos segundos, sus dedos también me acarician a mí. Cierro los ojos con alivio.

—Solo tienes que decirme que no me quieres, Gabriel… —murmuro llena de pena—. Y me iré.

Su mano se aleja de la mía y se frota la cara.

—Vete, Silvia. Lo único que puedo hacer por ti es malo. Ya no puedo decirte más.

Ha empezado la cuenta atrás. No sé cuánto durará. No sé si es cuestión de una semana, de dos o de un mes y siento que no puedo soportarlo. Por primera vez en mucho tiempo me duele tanto por dentro que estoy desesperada. Me arañaría la cara. Necesito llorar.

Me encierro en mi dormitorio. Nunca antes había sentido esto. Tengo taquicardia, mi respiración es superficial y jadeante. Aprieto las uñas contra las palmas de mis manos y gruño, grito, golpeo las paredes. Me acuerdo de Gabriel enseñándome su casa la primera vez que vine y le echo tanto de menos que creo que me voy a morir. Me siento en la cama y trato de calmarme. Cojo mi teléfono móvil y miro fotos, mensajes…, todo lo que he vivido desde que conocí a Gabriel pasa en cascada por delante de mis ojos. Cojo esa camiseta suya que guardo y aspiro su olor hasta que me mareo. Sufro. Me duele. Le quiero de una manera visceral y animal que no puedo evitar. Ojalá pudiera odiarle, olvidarle.

Necesito cuidar de mí misma, pero me siento débil y no puedo más. No puedo pensar en mí; lo antepongo a todo, incluso a mi propia salud mental. ¿Y qué solución queda? ¿Pedir ayuda? ¿A quién?

Alcanzo mi móvil. Me prometí no hacerlo, pero no me quedan demasiadas cosas por intentar. La gente desesperada hace cosas estúpidas. Porque esto lo es, ¿verdad?

Escribo sin darme tiempo para pensar. Cuando termino y mando el mensaje, miro el iPhone con ojos culpables. Me he dado por vencida. Creí que sería más fuerte. Creí que nunca volvería a necesitarle…

Álvaro tarda menos de media hora en mandarme un mensaje con los datos de su vuelo.