A CONTINUACIÓN…
Para: Silvita GU
Fecha: sábado, 19 de junio, 3:37
De: Álvaro Arranz
Asunto: Ese disco que tanto te gustaba
No puedo dormir. Esta noche salí a tomarme una copa con mis amigos y, aunque volví pronto a casa con intención de meterme en la cama, no puedo dormir.
Estoy sentado en el salón, escuchando ese disco que tanto te gustaba, en el que se suceden canciones que nada tienen que ver la una con la otra. Me acuerdo de ti, pero eso no es una novedad. Creo que me he obsesionado contigo y que no veo nada más.
En el trabajo, las cosas no me van bien. Estoy harto. No puedo soportarlo. Estoy irritable y no soy un buen jefe. Necesito irme. Te necesito a ti.
Y solo pienso en traerte de vuelta.
Te quiero.
Álvaro Arranz
Gerente de Tecnología y Sistemas
Diría que no me lo espero, pero mentiría. Cuando me llaman desde la clínica donde está Gabriel, lo primero que pienso es que ha cumplido su amenaza y se ha colgado con las sábanas. Estoy a punto de desmayarme. Me siento en el sofá del salón y cierro los ojos mientras escucho al director de la institución y al tutor de la terapia contarme que Gabriel no avanza.
—No sabemos cómo ha podido suceder. Los controles de seguridad son regulares y muy exhaustivos, pero ayer volvió a dar positivo en los análisis —me dicen.
—Positivo… ¿en qué?
—Algún derivado de la heroína.
Aprieto los párpados hasta que veo puntos brillantes. ¿Cómo que heroína? ¿De qué va esto? No tengo edad para preocuparme por controles de drogas, me digo. Tengo edad de reírme a rabiar con una copa de Martini en la mano y los labios pintados de rojo.
—¿Y ahora? —y lo pregunto a sabiendas de que lo están invitando a irse.
—No podemos ayudarle.
No pueden ayudarle. Y no pueden porque son unos profesionales de mierda. Se lo digo y después me disculpo, aunque lo pienso. Voy a ir a por él e iremos a otra clínica, donde los controles de seguridad sean más regulares y exhaustivos, si es que eso es posible. ¿Por qué me hace esto?
Cuando me presento allí, me recibe el director y me hace pasar al despacho. Me pide que me siente y eso me pone físicamente enferma. Hay algo. Algo que se callaron por teléfono. Mi pobre Gabriel…
—Usted es su mujer, ¿verdad?
—Sí —asiento, aunque aún me cueste hacerme a la idea de que esa palabra se refiere a lo que soy con relación a Gabriel… y más ahora.
—Tengo que comentarle un tema un poco sensible. Y tiene que entender que su marido está enfermo y que, dentro de lo que cabe, esto entra dentro del comportamiento normal de un adicto y…
—Dígamelo ya. Sin rodeos.
—Ha… ha establecido algún tipo de relación con otra de las pacientes. Lo tienen prohibido, pero bueno, tampoco está permitido introducir ningún tipo de droga aquí dentro y, por lo visto…
—¿Qué… qué tipo de relación?
—«Autodestructiva» sería la palabra que mejor la definiría.
—¿Sexual?
Hay un silencio dentro del despacho que es mucho más elocuente que cualquier cosa que pueda decirme este doctor de barba blanca tupida.
Gabriel, al que dejé aquí hace no tanto con la promesa de poder cumplir después con el futuro que nos merecemos, no solo ha seguido destrozándose por dentro con más y más drogas. No contento con eso, se tira a otra. A otra que no le quiere, que no va a salvarlo, que no tiene fe en él, que no le espera en casa, que no ha sufrido. Los imagino follando como animales, como él lo hizo conmigo en una de sus noches de colocón, durante la gira. Contra una puerta, gruñendo, empujando de un modo brutal y corriéndose. Corriéndose con otra.
—No… no lo piense demasiado. Autodestructiva, al fin y al cabo —me dice—. Si admite mi consejo, lléveselo lejos. Hay unas clínicas estupendas en la costa este. Puedo recomendarle el nombre de un par de doctores.
—¿Y por qué no lo cura usted aquí? —le pregunto.
—Porque cuando en un cesto de manzanas una se pudre, hay que apartarla del resto. A ella y a la más próxima.
Cuando salgo, Gabriel me está esperando sentado junto a la recepción. Mi primer impulso es abofetearlo, pero me controlo a duras penas. Diría que aún está más delgado que antes. Lleva los mismos pantalones vaqueros que cuando entró y la camisa a cuadros; todo le viene holgado y los hombros ceden hacia delante a un peso invisible. Tiene ojeras, los ojos rojos y la cara demacrada. Cuando me ve aparecer, baja la mirada hacia sus zapatillas.
—Vamos —le digo con un nudo en la garganta. Esto es lo último que imaginé que haría al volver a esta clínica.
—¿A casa?
—A casa por ahora. Mañana cogeremos un vuelo.
—¿Adónde?
—No entiendo por qué tendrías que saberlo —le respondo—. Si con voluntad de solucionarlo esto tampoco mejora, tendrás que hacerlo por la fuerza.
Carraspeo intentando quitarme esa sensación de presión en la glotis, pero no lo consigo. Me siento vieja y agotada. Gabriel levanta los ojos hacia mí.
—Si me muevo de Los Ángeles tardaré dos días en tirarme por una ventana. Y si no hay ventanas, me cortaré las venas. Y si no, me colgaré. ¿Por qué no te ahorras esto, joder? Déjame en casa y coge un vuelo a España.
Trago y miro alrededor. Uno de los enfermeros aparta la mirada de nosotros.
—¿Qué dices, Gabriel? ¿Es que no quieres mejorar? —le pregunto—. ¿Qué es lo que quieres?
—Lo que para ti es estar mal para mí es simplemente respirar, Silvia. Me asquea cada minuto que vivo. Quiero morirme.
No doy crédito. Metí a un hombre de treintaiún años aquí dentro y saco a un adolescente impresionable, con quince jodidos años mentales y, además, gótico.
—¿Por qué me haces esto? —le pregunto indignada.
—Te dije que te divorciaras. Te lo dije…
—¿Crees que eso justifica lo que estás haciendo, Gabriel? ¿Lo crees de verdad?
—No podéis ayudarme.
Se levanta y va hacia la puerta. Me pide las llaves del Mustang.
—No —le digo—. Yo conduciré. Ya me matas en vida, joder. No quiero que me estampes contra un camión.
Me mantiene la mirada duramente y después se aleja hacia el aparcamiento. Y el hombre al que veo caminar por delante de mí no es Gabriel.
Gabriel no come. No duerme. Apenas bebe algo que no sea alcohol. Lo único que hace es fumar. Ayer se fumó tres cajetillas. Lo hace de manera compulsiva. Casi enciende uno con la colilla del otro. Y está inquieto e irascible; suda y tiene frío. Me ha gritado ya un par de veces fuera de sí que quiere morirse, que le deje en paz, que quiere estar solo y dormir. Tiene el mono, supongo. Cuando le planto cara, desaparece en su dormitorio, donde se encierra a cal y canto antes de emprenderla a golpes con todo. Se le escucha gritar. Y yo, sentada en un escalón, espero a que se le pase para tratar de hacerle sentirse arropado.
Intento hablar con él, pedirle que me cuente qué pasó en la clínica, pero no tiene ganas, dice. No me agobies, contesta otras veces. Ha llegado a decirme que no entiende qué hago aquí aún.
—Vete ya, joder. Vete y deja de hacerme sentir una mierda. Si merezco morirme solo, ¿por qué no me dejáis morir y ya está?
Al cuarto día aparece por casa una visita. Y en cuanto la veo sé que, por mucho que se presente como Lucy, su verdadero nombre es «problemas». Es un poco más alta que yo, rubia y escuálida. Podría decirse que algún día fue guapa, aunque de eso ahora solo queda la sombra de una de esas bronceadas chicas californianas. Lleva un vestido negro largo de tirantes, sin sujetador, una especie de impermeable verde militar arremangado y unas zapatillas playeras, del mismo verde, con los cordones negros. No debe de tener más de veintidós años, pero creo que ha debido acumular ya experiencias comparables a dos o tres vidas. Es el juguete roto de algún padre que la malcrió hasta hacerla sentir invencible y que terminará enterrándola o perdiéndole la pista. ¿Me pasará a mí lo mismo con Gabriel?
Cuando entra en casa lo mira todo con una sonrisa plácida en la boca. Toca un sillón, el sofá y el centro de mesa. Está colocada. Lo que no tengo claro es qué tipo de droga se ha metido antes de venir.
—¿Está Gabriel? —me pregunta gozosa por tercera vez.
—Sí. Pero no está bien. No puede recibir visitas —le digo.
Pero Gabriel la recibe con una sonrisa mientras yo miro desde la puerta. Me mira y me pide que me vaya. Niego con la cabeza, le ruego que descanse y que se tome su tiempo y él, aunque no es él, me dice que disfrute mirando.
La besa.
Es el beso más repugnante que he visto en mi vida. Casi no puedo ni sentir celos, porque lo que hay ahí es lengua, saliva y una dependencia enorme. Están enfermos. Son dos yonquis.
El corazón se me dispara en el pecho al darme cuenta de cómo va a terminar esto. Y tengo dos opciones: abandonar el barco con las mujeres y los niños o esperar, como si fuera el capitán, y ver cómo se hunde, con la posibilidad de que se hunda conmigo dentro.
Llamo a nuestro abogado de aquí y le pregunto si es posible bloquearle las cuentas bancarias aduciendo que está enfermo y no está en sus cabales. No temo por el dinero, temo lo que pueda comprar con él. Me promete preguntarlo a un par de expertos y cuando ya creo que esa podría ser nuestra solución, me devuelve la llamada y me dice que no y que, de darse el caso de que eso fuera realmente posible, tardaría demasiado en ser efectivo. Me sorprende comprobar cómo su abogado, el señor Moore, con el que Gabriel ha trabajado desde que ganó los primeros cientos de miles, me explica que me diga lo que me diga, no debo divorciarme.
—Y espero que no se ofenda, señora Herrera —me dice—. Pero esto no tiene pinta de mejorar. Y sé cómo acaban estas cosas. Mejor ser su viuda que su exmujer viuda.
Creo que debe de haber gente que ya ha redactado su discurso para el entierro de Gabriel. Todos dirán de él cosas preciosas y buenísimas, y ninguna será sincera. Veré a extraños desgañitarse y golpearse el pecho mientras yo, la única persona que le conozco de verdad, me esconderé a llorarlo en paz. Y me siento muy sola. Cansada de no saber qué hacer, llamo a Volte, en el que confío y que, aunque no pueda ayudarme, sé que vendrá a apoyarme.
—Me enteré hace dos días de que salió. Debió llamarme, señorita Silvia —me dice.
—No quería implicarte en esto, pero he de ser sincera conmigo misma y la verdad es que yo sola no puedo con él —le confieso—. Tienes que ayudarme. Dice que quiere morirse y creo que esta vez es de verdad.
Hay un silencio ominoso que atraviesa el éter y yo me encojo, porque me duele.
—Yo la ayudaré, pero tenga claro que, si él no quiere, no hay nada que podamos hacer. No sé hasta qué punto podemos agarrarnos a la vida por él.
Por supuesto, Gabriel y yo ya no dormimos juntos. Lo primero que hizo Gabriel al llegar a casa fue instalarse en su antigua habitación y ahora, además, Lucy parece haberse nombrado su inseparable compañera en la casa. Ella y una mochila mugrienta que siempre lleva colgando. Está en casa con ella. Si después de eso no puedo odiarlo, ¿qué más va a tener que hacerme?
Tina lo lleva fatal. No deja de llorar. Y no creo que llore solo por Gabriel, sino porque también tiene miedo. El hombre del que estoy enamorada se ha convertido en una persona desconocida que se pasa las noches tirado en el salón con esa chica, vaciando botellas. Anoche los vi. Él estaba bebiendo a morro de una botella que no me interesé por saber de qué era. Estaba tirado en uno de los sillones, muy bajo, como dejado caer. Entre sus piernas abiertas, ella hablaba sobre salir a bailar y se movía lánguidamente. Y él, de vez en cuando, alargaba su mano y la tocaba, pero no con deseo, sino como tratando de cerciorarse de que realmente ella estaba allí.
No puedo llorar. Eso es lo peor. Sé que, si lo hiciera, me sentiría infinitamente más reconfortada, pero por más que lo pienso, no puedo. He intentado acordarme de cosas tristes y las he ido enumerando una tras otra con la luz apagada cada noche. El último recuerdo que tengo de mi padre, la muerte de mi abuela materna, esa sensación marciana que siento cuando mi hermano mayor se comporta como si no lo fuera, toda mi historia con Álvaro. Y hasta el recuerdo de un perrito precioso y pequeñito que me regaló una señora en la calle y que mi madre me obligó a devolver. Yo qué sé. Nada. Ni una lágrima. Paradojas de la vida, tanto tiempo sufriendo por no derramarlas y ahora todas las lágrimas que me tragué delante de Álvaro se me han debido de quedar ahí enquistadas y me han secado por dentro.
Me avergüenza decirlo pero, de vez en cuando, hasta los escucho follar. Que eso no me haga llorar me parece grave. Y no son gemidos lo que oigo, ni jadeos. Es como si dos locos se entretuvieran jodiendo mientras se acaba el mundo. Hasta se oyen golpes mientras aúllan como animales; ella suele gritar que lo quiere más dentro y entonces yo comprendo eso de querer morirse. Lo imagino empujando entre sus piernas y me gustaría desaparecer. Me acuerdo entonces de cuando nosotros hacíamos el amor, de las palabras que nos decíamos, de los besos que nos dábamos. Me hace sonreír momentáneamente recordarle intentando moderar el volumen para que Tina y Frida no nos escucharan, mientras el placer empujaba su voz hacia el exterior. No se parece en nada a lo que escucho que hacen ellos dos. Él gruñe con rabia y grita, pero suena a desesperación; ni a amor, ni a sexo, ni a deseo. Es parte del proceso de destrozarse a sí mismo desde los cimientos. ¿Cómo va a sentir así que debe vivir? ¿Cómo va a levantarse si se encarga cada día de romperse sus propias piernas?
Muchas veces, después, cuando los alaridos terminan, escucho a Gabriel bajar las escaleras atropelladamente y salir al jardín. Ella se queda sola y yo rezo por que ese sea un momento de lucidez y él se dé cuenta, se arrepienta y entonces las cosas empiecen a mejorar. Pero nunca pasa nada. A lo sumo un par de golpes contra las puertas del jardín o algún mueble que se estrella contra la pared. Al despertar, mi vida sigue siendo igual de oscura, Gabriel sigue estando colocado y el futuro que nos prometimos se ha vuelto a alejar de nosotros.
Parezco una auténtica gilipollas. Cuando salen, rebusco en todas partes a sabiendas de que lo que encuentre no me va a gustar. Y no, no me gusta. Papel de plata arrugado y quemado en todas partes, que ni siquiera se preocupan por esconder. He estado informándome en Internet y supongo que fuman coca. Condones usados; eso también lo encuentro. Y en el fondo, estoy tan metida en esta mierda que me siento hasta agradecida. Hasta es romántico que no se la folle a pelo. Eso solo lo hizo conmigo… ¿no?
Y, mientras vago por la casa sin saber qué hacer, me doy cuenta del vuelco que ha dado mi vida. Creo que siempre estuve abocada al desastre. Supongo que no me moriré después de esto, pero marcará el resto de mi vida para siempre. Después de Gabriel, lo que quede no valdrá la pena. Estoy empezando a entender qué significa vivir por inercia.