14

HORA DE LLORAR

Cuando los médicos me dejan pasar a la habitación estoy más tranquila, pero más enfadada. Por un momento creo que abofetearé a Gabriel en cuanto lo vea, pero no lo hago porque realmente no hace falta. Está tirado en la cama, con la vía puesta en el brazo, hecho un asco, mirando hacia la pared con la cabeza ladeada y la almohada empapada.

Me siento en el sillón que hay junto a su cama y me encojo sobre mí misma. Los médicos me han dicho que la misma cantidad de cocaína en otra persona habría sido mortal. Tiene que volver a rehabilitación y todos lo sabemos. Él el primero. Es posible que por eso llore tanto ahora mismo. Y yo no puedo hacer nada por él si él no quiere que le ayudemos, si Gabriel no quiere ayudarse a sí mismo.

Y me apeno. Mucho. Siento lástima. Me levanto, me acuesto a su lado y lo abrazo. Y Gabriel sigue llorando… como un niño.

—Perdóname —solloza—. Perdóname.

—Shhh…, no pasa nada. Nos caemos para aprender a levantarnos.

Y lo más cutre es que esa frase la he copiado de la primera película que Christopher Nolan hizo de Batman. Pero no encuentro nada dentro de mi cabeza que pueda decir en esta situación. Ay, Silvia…, crónica de una muerte anunciada. Esto va a poder conmigo, lo sé. Gabriel se acurruca y lo aprieto contra mí, muerta de miedo de soltarlo; no quiero dejarlo solo nunca más.

—No me voy a ir —le digo.

—¿Por qué te alejo? ¿Por qué lo estoy haciendo tan mal, Silvia…? Te quiero tanto… Merezco estar muerto.

Y solloza. Mi Gabriel. Mi niño. Ahora desearía estar muerto y lo más probable es que no entienda por qué no lo está.

—No llores más —le pido—. Lo solucionaremos. Lo haremos juntos.

—Es que… no puedo otra vez. No puedo. No puedo pasar otra vez por lo mismo. Lo siento… —Llora—. Me quiero morir. Quiero morirme y que pare ya…

Le acaricio el pelo y siento cómo tiembla. Cierro los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, rezo. Sé que es amor verdadero cuando me doy cuenta de que desearía poder pasar todo esto en su lugar.

El día anterior a ingresar en la clínica Gabriel está mucho más taciturno que de costumbre. Estamos en nuestro dormitorio haciendo la maleta; hace un rato hicimos el amor despacio, despidiéndonos, porque es probable que no volvamos a estar juntos en muchos meses. Si todo va bien, podré ir a visitarlo dentro de, no sé, dos meses. Tanto tiempo sin él me enferma, pero es lo que toca.

—¿Qué pasa, mi vida? —le pregunto acariciándole el pelo.

—Nada. —Se frota la cara con fuerza—. Estoy muy cansado y triste. Supongo que estoy empezando con el síndrome de abstinencia. Soy un puto yonqui.

Le beso sobre la camiseta y procuro que me mire para decirle cuánto le quiero a pesar de que estemos viviendo todo esto, pero rehúye mi mirada.

—¿Tienes hambre?

—Sí —asiente—. Fase dos del mono.

—Voy a preparar algo.

—No. —Me pega a él y me abraza con fuerza—. Pídeselo a Tina. Quédate conmigo.

Doy dos voces a Tina para preguntarle si nos puede hacer algo para comer. Después vuelvo a la habitación y Gabriel y yo nos enroscamos en la cama, tristes, melancólicos, como si el cuento no tuviera el final que nos prometieron.

Malcomemos. Damos vueltas a la comida en los platos, sin mirarnos y en silencio. Pronto Gabriel se enciende un cigarrillo y yo me quedo mirándolo fumar.

—¿Tienes miedo? —le pregunto, porque es momento de ser claros y sinceros.

Suelta el humo en una nube y asiente, mordiéndose el labio inferior con saña.

—Yo sé que tú no lo tienes —dice sin mirarme—. Pero tendríamos que hacer algo, Silvia. Deberías volver a España una temporada, mientras yo esté allí. Y quizá sea mejor que firmemos los papeles para separarnos.

Le miro sorprendida.

—¿Quieres el divorcio? ¿Es lo que me estás diciendo?

—Quiero irme sin la sensación de que te tengo atada y que limito tu vida.

Me levanto, me siento a su lado y le abrazo fuerte. Él cree que no tengo miedo, pero estoy aterrorizada.

—No quiero que vuelvas a decir eso jamás.

—Quiero cuidar de ti y mírame… haciéndote más daño que él.

—No tienes por qué cuidar de mí.

—Tú tampoco tendrías que hacerlo conmigo. Y yo no tendría por qué romperte y destrozar tu vida.

¿Me rompe? No lo sé. Solo sé que mi vida tiene sentido siempre que él esté conmigo. Así es el amor, ¿no? Te convierte en el cincuenta por ciento de algo que pasa a formar parte de ti, por más que tú no dejes de ser el cien por cien de ti mismo. No firmaré nada, porque él saldrá de esa clínica y volveremos a ser quienes somos en realidad.

Es una noche triste. Ninguno de los dos duerme. Gabriel me envuelve en sus brazos, que están tan delgados… me besa y jura que me quiere. Aunque no lo demuestra, me dice.

—He estropeado mi vida muchas veces, pero nunca había echado a perder algo en lo que creo. Algo como tú y yo y el futuro que imaginé que podríamos tener. Me mata por dentro.

Y a mí. Me mata saber que dentro de él crece la duda de que ese futuro se cumpla. Tiene que ser del modo en el que lo imaginamos y planeamos, porque nos lo merecemos; porque nos queremos.

Cuando entra en la clínica de desintoxicación lo hace con paso dubitativo. La gravedad ha cambiado. Me mira. Me dice que solo lo hace por mí; creo que esto es un error. No debería hacerlo por nadie más que por sí mismo. Y tras el papeleo, llega el momento de separarnos. La auxiliar se aparta para darnos intimidad y nosotros nos abrazamos. Me besa sobre el cabello y aspira mi olor.

—Dios… cuánto voy a echarte de menos.

—Y yo, pero esto es por nosotros.

—¿Y si no puedo hacerlo, Silvia? Deberías firmar los papeles, marcharte a España y yo… iré a por ti si mejoro.

—Vas a mejorar.

—Ojalá yo tuviera tanta fe.

Coge mi cara con las dos manos y, mirándome a los ojos, dice muchas cosas preciosas que no suenan bien, que suenan a despedida.

—Quiero que me recuerdes bien. Ojalá pudiera borrar toda la mierda, pero no puedo. Tienes que saber que has sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Nunca dudes que fuiste buena para mí; sin ti, ya me habría muerto. Contigo he vuelto a nacer.

—No me digas eso —susurro con un nudo en la garganta—. No es lo que quiero escuchar. No te despidas.

—Silvia, hazlo por mí. Firma esos papeles y vete…

—No. No voy a hacerlo. Esto es otro comienzo, no el final.

Nos avisan de que Gabriel tiene que entrar y nos besamos. Es el beso más triste que me han dado jamás. Gabriel está convencido de que es malo para mí y que tiene que alejarse. No consigo hacerle entender que podemos superar esto y olvidarlo. Él dice que no hay vuelta atrás y que, por mi bien, debería firmar los papeles del divorcio y volver a España, pero no lo haré. Quiero demostrarle que podemos superar esto juntos.

—Nena… —dice cuando está a punto de marcharse hacia dentro—. Hazlo. Si me quieres…, hazlo.

—No —me niego—. Y no lo hago justo porque te quiero. ¿Cómo si no voy a demostrarte que estoy segura de que te puedes curar? Te esperaré, dará igual el tiempo que te cueste. No voy a firmar nada a menos que tú me jures que no me quieres.

—Pero tienes que hacer tu vida, Silvia. Será lo mejor. Ya decidirás si me curo.

Ni siquiera él confía en curarse. Ni él ni ninguna de las personas de su equipo, de su discográfica, etcétera. Los únicos que sabemos que puede hacerlo somos Volte y yo, pero a juzgar por el ánimo con el que volvemos en coche hacia casa, creo que los dos también albergamos algunas dudas.

A veces pienso que va en su código genético. ¿Y si Zola tenía razón cuando decía que parte de nuestros defectos vienen determinados por los de nuestros padres? Su padre murió de cirrosis después de toda una vida de excesos y alcoholismo. No sé si creer en ese determinismo biológico o centrarme en que podrá curarse. No sé si la idea de quién fue su padre es la culpable de su inclinación a la autodestrucción. Y sobre todo, no sé si hago bien en quedarme.

Los días pasan lentos. Las noches… un campo yermo. Al principio ayudo a Mery con algunas cosas. Recibo muchas llamadas de teléfono. Revistas, televisiones, bloggers bien relacionados…, no sé cómo llega a sus manos mi número de teléfono, pero tengo bien aprendido lo que tengo que decir.

—Gabriel está bien y todos estamos con él. Las adicciones pueden tener recaídas. Nadie le culpa y, por supuesto, esto no terminará con nuestra relación. Me siento muy cerca de él ahora y afrontamos la recuperación con buen ánimo.

Lo repito como un papagayo a diestro y siniestro. Y cuando me doy cuenta…, estoy diciéndole lo mismo a mi madre. Ella llora y llora y me pide que vuelva, pero no puedo. La tercera vez que me llama, trato de atajar el tema y ser lo suficientemente sincera como para que me entienda de verdad.

—Mamá, sé que este matrimonio no es como los demás. No nos casamos enamorados, pero lo estamos ahora. Y no puedo irme sin él, porque le quiero y me moriría. Necesito estar cerca por si me necesita. No te preocupes por mí. Yo estaré bien.

Y cuando cuelgo me lo digo mil veces. Estaré bien. Pero el mantra se convierte en una pregunta que me hago a mí misma sin parar.