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EL FINAL DE LA GIRA

Para: Silvita GU

Fecha: viernes, 19 de mayo, 20:15

De: Álvaro Arranz

Asunto: Rumores

Silvia:

Necesito que seas sincera conmigo y me digas si los rumores que circulan son ciertos. Dime si es verdad que Gabriel terminó el concierto de Washington colocado hasta las cejas. Dime si es verdad que tuvo una pelea en un bar y que le partieron la cara delante de ti. Dime si es verdad que vuelve a subirse al escenario drogado y borracho como una cuba.

Por Dios, Silvia… Déjame ir a por ti. Déjame traerte a casa.

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

Leo el correo de Álvaro con la misma indiferencia con la que veo, hablo y escucho. ¿Qué hago? ¿Le digo que todo eso es verdad? ¿Le digo que lleva cinco puntos en la ceja? ¿Le digo que viene tan colocado que me da miedo y que he pedido tener habitaciones separadas e independientes? No quiero que coja un vuelo, se presente aquí y yo tenga que añadir un problema más a mi lista. Pero hasta a él le echo de menos. Estoy tan acostumbrada a que me hagan sufrir, que me parece que he aguantado estas cosas durante toda mi vida.

¿Por qué no me voy? Pues lo he pensado muchas veces desde que todo esto empezó. Y ya hace dos meses. Ha sido tan gradual que ni siquiera me creo que haya llegado a este punto tan pronto. Y si no me voy es porque sé que, si lo hago, muy pronto recibiré una llamada diciéndome que Gabriel se ha matado. Por eso y porque me he enamorado demasiado. Y siento mucha rabia hacia él por hacerme cargar con ese peso. Debo recordarme a mí misma que no es él, que no está en sus cabales y que está enfermo.

Hoy el concierto es en Boston. Boston es una gran ciudad para él. Es donde más entradas se venden siempre. Es donde más fans tiene. Es donde más locos se vuelven con sus conciertos.

Como en los últimos tres shows, llegamos por separado. Él tarde y con aires de artista torturado. Fuma donde le da la gana, va desarreglado y lleva las gafas de sol a todas horas. Y esto último no es por esnobismo, es para que no podamos ver los ojos que lleva, rojos, cansados y con las pupilas dilatadas. Es de vergüenza. Me dan ganas de abofetearlo, pero tampoco puedo acercarme demasiado. Está tan cabreado por lo de Tony que prácticamente no me habla. Está enfadado, claro, porque ahora ha dejado de tener proveedor a mano y porque, además, su abogado se ha puesto en contacto con él para decirle que han tenido que untar a Tony para que no me denuncie por agresión y amenazas de muerte. Gabriel estaría que trina si no fuera porque las drogas lo mantienen en un estado suspendido de conciencia. ¿Qué será? ¿Cocaína, LSD, pastillas, ácidos? No tengo ni idea. Quizá todo junto.

El ensayo va como siempre últimamente. Gabriel se queja de que los agudos no suenan bien. De que los graves no suenan bien. De que los medios no suenan bien. Tengo ganas de gritarle desde donde estoy que lo que no suena bien es él, pero no quiero montar más bronca. No le tengo miedo. No es miedo, lo juro, es vergüenza. Estoy tan avergonzada que me paraliza, como si fuera pánico.

Antes del concierto se encierra en su camerino. Deja que un par de personas entren y salgan, pero a mí no me quiere cerca. Y lo ha dicho tan abiertamente que todos me miran con lástima. Lo que no entiendo es por qué aún no me ha obligado a que me largue. Y a mí todo me da igual; lo único que me preocupa es pensar que ahora debe de estar poniéndose a tono para la actuación. Y yo fumo como una chimenea. No sé si volveremos a estar juntos en nuestra casa. No sé si celebraremos siquiera nuestro primer aniversario.

Pasa por mi lado de camino al escenario. Se quita las gafas de sol y veo sus ojos enrojecidos e hinchados y la tirita de sutura en la ceja. Está de pena. Más delgado, más ojeroso, más pálido. Me mira de reojo cuando sale y una ovación inunda el recinto. Es una mirada del tipo: «¿Ves? Siguen queriéndome».

Empieza bien. Desmedido, pero bien. Podría achacarse a la emoción de estar en la ciudad en la que se siente más querido, pero los movimientos de su boca lo delatan. La mueve nervioso, intenta encajarla, mantenerla quieta; lamentablemente no puede. Debe de ser coca o speed.

Se equivoca en la tercera canción. El público se ríe y él se disculpa, metiéndoselos en el bolsillo con una broma. Todo el equipo ríe, menos Volte y yo. Volte y yo ya hace días que no nos reímos de nada.

No termina el quinto tema. Deja el micro, tira la guitarra y después se marcha hacia el backstage. Le queda tan de estrella del rock que el público enloquece. Pero el que está enloquecido es él. Pide agua. No quiere cambiarse, ni secarse. De pronto se agobia y respira con fuerza.

—¿¡Por qué coño hay aquí tanta puta gente!? ¿¡Es que no tenéis nada más que hacer que tocarme los cojones!?

Está mal. Me da igual lo enfadada que estoy. Me acerco y le toco el cuello. Está empapado en sudor frío.

—¿Te encuentras bien? —digo con un hilo de voz.

—Sí —asiente—. Sí, sí. De puta madre. ¿Hay whisky?

—Gabriel, cariño…, no creo que debas.

Se olvida del whisky y se mira las manos. Le tiemblan, pero se las mete pronto en los bolsillos, para disimular.

—¿Está saliendo bien, no? —Trata de sonreír—. ¿Sí, no?

Se ríe. Los demás le adulan. Volte sale de allí con la cabeza gacha y yo le entiendo; es desagradable ver cómo le mienten y le dicen constantemente lo que quiere oír. Él ya ha visto esto antes, me imagino. Y si yo no me voy detrás de Volte es por miedo a que a Gabriel se le termine de ir de las manos del todo.

Con las manos dentro de los bolsillos, veo a Gabriel meterse en el camerino, supongo que para colocarse un poco más antes de reanudar el show. ¿Cuánta cocaína es capaz de tolerar? Probablemente mucha ya.

Y sigue con el concierto. Canta una de sus canciones más famosas y no consigue llegar a las notas más altas. Desafina. Todos le oímos, pero después el equipo al completo le dirá que ha sonado de puta madre y que es un dios. Y él para celebrarlo se meterá un par de rayas más.

Me revuelvo el pelo nerviosa. Me lo arrancaría a tirones.

La última canción empieza llenando el estadio de sus notas graves y de sus golpes de batería. El nuevo bajista borda esta canción; si Gabriel estuviera en su ser, este sería un cierre espectacular para el show, pero no es el caso. Cierro los ojos. Le he visto cogerse al micro con manos temblorosas y no quiero verlo así. Me mata escuchar su voz saliendo dubitativa, como si fuera la primera vez que cantara esa canción. Por más que quiera evitarlo, no puedo. Abro los ojos y me levanto de mi asiento; me acerco al escenario y lo miro. Está pálido y le cuesta seguir el ritmo de la música. Tropieza con sus propios pies y se agarra con más fuerza del micro. Me giro hacia el equipo, todos lo miran sorprendidos.

—¡Volte! —grito.

Volte tarda diez segundos en aparecer y se queda mirando al escenario, como todos los demás. Si no fuera por el pie de micro, creo que Gabriel estaría ya en el suelo.

—Llama a un médico —le digo.

Palpo nerviosa mi pantalón vaquero y saco con dedos trémulos mi móvil. Se lo doy.

—Llama a una ambulancia.

—Silvia, no montes un escándalo por esto —me pide un chico del equipo—. Se le pasará cuando termine. Le diremos que por causas técnicas no puede hacer el bis y te lo llevas al hotel.

Miro de nuevo a Volte. Ni siquiera la voz suena a la de Gabriel. Las tripas se me contraen. Vuelvo a mirarle y lo que veo se parece sospechosamente a un cadáver. Me estoy mareando.

—Llama a una ambulancia —le digo otra vez.

La canción se eterniza; cuando termina casi he perdido del todo los nervios. El público ovaciona y Gabriel se queda quieto, mirando al suelo. Vuelve a soltar la guitarra, pero esta vez le cuesta más esfuerzo porque sus dedos, torpes, no se aclaran con la cinta que la ciñe a su pecho. Después anda hacia nosotros. Me mira con ojos vacíos y ni siquiera está dentro del backstage cuando le fallan las rodillas. Cae al suelo como un peso muerto, con los ojos en blanco.

Sé que corro, sé que me muevo rápido y que inconscientemente estoy siguiendo los pasos de primeros auxilios que aprendí en un campamento a los quince años. Sé que Gabriel respira. Pero todo está como borroso. Sucede muy rápido.

Pido a la gente que se aparte. Una chica se arrodilla y me ayuda. Gabriel está inconsciente y convulsiona. La dejo a ella. Ella sabe qué hacer. Me doy cuenta un poco después de que es de los servicios sanitarios de urgencia del pabellón. Volte me levanta como si fuera una hoja de papel y me aparta. Dos personas más se acercan a Gabriel. Hacen cosas. No sé qué pasa. Hablan, pero no los oigo. Yo grito. Se llevan a Gabriel y corren.

No quiero que se muera. No quiero que se muera. No quiero que se muera.

Descubro que estoy diciéndolo en voz alta cuando Volte me rodea con el brazo y me pide que lo acompañe. Ni siquiera era consciente de que los he seguido hasta la ambulancia, que me han dado con las puertas en las narices. Miro al vacío. Me giro y todo gira a mi alrededor. Todo el equipo me mira, aunque sé que lo que pase a partir de ahora les dará igual. Será una anécdota que contar agarrados a una cerveza. Los únicos que lo lloraremos seremos nosotros dos. Volte y yo. A pesar de que ni siquiera ahora me salgan las lágrimas.