12

HA EMPEZADO

Para: Silvita GU

Fecha: viernes, 19 de abril, 20:15

De: Álvaro Arranz

Asunto: Te añoro

Va a hacer cinco meses que te has ido. La moqueta sigue siendo azul y las paredes siguen teniendo ese moteado gris con aspecto de hospital. Pero da igual, todo lo veo negro.

Te añoro. Y te añoro cada día un poco más.

He leído que estáis de gira. Y te imagino feliz, sonriendo. Por primera vez en mucho tiempo, me alegro de que al menos uno de los dos haya conseguido encauzar esto. Yo sigo sin levantar cabeza. Como siempre, fuiste mucho más lista que yo, tomaste la decisión adecuada.

Lloro mucho, Silvia. Lloro muchísimo pensando en las oportunidades que perdí para demostrarte lo mucho que te querré de por vida. Y no me quito de la cabeza aquella puta fiesta en casa de mis padres. ¿Por qué no dije nada, joder? ¿Por qué me callé? ¿Por qué fue más fácil hacerte daño a ti que plantarle cara a mi madre?

Perdóname, por favor. Perdóname.

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

No recibí a Tony con demasiada amabilidad, he de admitirlo. Aun así, él se ha mostrado cercano. Quiere llevarse bien conmigo y tendré que ceder porque, a pesar de que no me gusta un pelo, desde que ha venido no ha hecho otra cosa que ayudar; al menos aparentemente. Gabriel y él tienen trato, claro, pero no más que el que ya tenía con el anterior bajista; los vigilo de cerca. Es bueno en su trabajo. Suena francamente bien, eso lo sé hasta yo, que no entiendo de estas cosas. Pero tiene pinta de roquero desfasado… dan ganas de acercarse a él y susurrarle al oído que los noventa pasaron y que ya puede quitarse ese ridículo pañuelo de la cabeza. Pero no seré yo la que lo haga. No quiero acercarme lo suficiente como para hacerlo. Probablemente huela a asco.

Después de unos días de descanso en San Francisco, Gabriel está visiblemente mejor. Le ha vuelto a cambiar el humor y ya hemos hablado sobre la forma en que debe decirme las cosas cuando se pone nervioso, porque yo no pago nada. Al fin y al cabo, cuando se baja del escenario, vuelve a ser mi niño, mi Gabriel, mi marido, el amor de mi vida. No puedo explicar el alivio que siento cuando se acurruca junto a mí en la cama y puedo abrazarle, olerle, besarle…

Disfrutamos tres días de la bahía de San Francisco como dos turistas más. Nuestro hotel tiene unas vistas impresionantes. Y aunque nos ha hecho bastante mal tiempo, me voy de esta ciudad con la sensación de que podría asentarme aquí y ser feliz. Tiene ese halo de ciudad especial… Gabriel y yo hemos hablado de cómo sería comprar una casa en Alamo Square, frente al parque, en Steiner Street y vivir allí los dos.

—Cuando deje esto —me ha dicho—. Cuando solo escriba para que otros canten. Entonces compraremos una casita allí y tendremos hijos y adoptaremos un perro.

—¿Un perro? —pregunto emocionada—. ¿Cómo le llamaremos?

—¿Cómo quieres tú que se llame?

Rayo —y sonrío como una bendita.

—Pues entonces tendremos un perro al que llamaremos Rayo.

—¿Y será pronto?

—¿Quién lo sabe?

No puedo pensar en otra cosa. Quiero ser feliz con él. Quiero que cumplamos todas las promesas que nos hacemos. Quiero que esto solo sea el principio del resto de nuestra vida.

Al volver al hotel nos cruzamos con el equipo; algunos han cogido vuelos a casa para estar unos días con sus familias, pero el grueso se ha quedado aquí. Nos ofrecen salir a cenar con ellos, pero una mirada de reojo me sirve para hacerle ver a Gabriel que lo que me apetece es estar con él.

—No, tíos. Esta noche vamos de relax.

Todos se ríen y nos jalean. Y sí, tienen razón, lo que queremos es estar solos y hacer el amor.

Entramos en la habitación y Gabriel enciende solo la luz de una lámpara de pie que hay en un rincón. La habitación se llena de una atmósfera anaranjada, hogareña e íntima. Después nos miramos avergonzados. Hoy es uno de esos días en los que vamos a hacerlo por la necesidad de abrazarnos, no por satisfacer un apetito sexual.

Tomo la iniciativa y me quito el cinturón que sujeta la chaqueta de punto con la que me he abrigado del clima de San Francisco. Después, me desabrocho la blusa y la dejo caer al suelo. Él se acerca, alarga la mano y acaricia con la yema de sus dedos la piel de mi escote. Sentirle me calma. Sonreímos como dos adolescentes avergonzados. Él se quita la camisa de cuadros y la camiseta que lleva debajo. Yo también le acaricio la piel y beso ese hueco sobre el corazón, en su pecho, donde parece que falta un tatuaje.

Desabrocho el cinturón y su pantalón. Él hace lo mismo con mi vaquero. Después nos agitamos como dos tontos para quitárnoslos. Me abraza y me desabrocha el sujetador, que dejamos caer al suelo con el resto de la ropa. Me quito yo misma las braguitas y él se quita el bóxer. Deslizo mi mano por la planicie de su estómago en dirección descendente. Veo cómo su sexo se estremece con ese solo gesto.

Tira de mi mano y me lleva a la cama, donde me dejo caer y abro las piernas. Gabriel se tumba encima, entre mis muslos y besa mis párpados, mi frente, mi cuello, mi barbilla, mi boca. Su mano derecha coloca su erección en mi entrada y él empuja con las caderas hasta colarse dentro, hondo. Los dos gemimos.

—Eres mi casa —dice.

Cierro los ojos. Quiero ser su vida y esa parte macarra que tengo en mi interior se avergüenza de ello. No contesto, solo le siento viajar arriba y abajo, al ritmo de las penetraciones.

—Perdóname… —y aunque no sé exactamente por qué me pide que le perdone, creo que no quiero saberlo.

Gabriel entierra su cara en el arco de mi cuello y lo llena de besos. Me agarro a su espalda con fuerza y mi cadera empieza a moverse en su busca. Encajamos a la perfección, desde el primer día. A pesar del placer, este es un acto de amor.

Siento sus jadeos y sus gemidos, a los que contesto retorciéndome. Me abraza, como si temiera que me escapara y se incorpora, llevándome con él. Terminamos sentados, mirándonos, tocándonos la cara. Me sorprende el orgasmo de pronto y me escondo en su cuello como minutos antes ha hecho él. Le huelo y le clavo los dedos en los hombros. Gabriel se corre después.

Nos quedamos abrazados, con él dentro de mí, hasta que la erección remite. Me besa la frente, la sien, la boca y después apoya su frente en mis labios.

—Perdóname, mi vida —repite—, perdóname si no sé ser mejor.

Desde entonces, hemos hablado, susurrado y nos hemos besado. Mis dudas se han ido disipando. No tiene por qué pasar nada. Soy una agorera. Tengo que confiar en él. ¿Por qué no hacerlo? Siempre ha cumplido cada cosa que ha prometido. No es como Álvaro. Álvaro lo único que ha cumplido en su vida es seguir escribiéndome cada semana y no es que esté muy contenta por ello. Preferiría que dejáramos que la lejanía hiciera su trabajo y acabáramos por olvidarnos. Pero siendo sincera conmigo misma, diré que si le sigo leyendo es porque quiero; sería sumamente fácil enviar sus mensajes a un buzón del olvido.

Pero Álvaro no ocupa mi mente. Ahora tengo la cabeza puesta en las siguientes fechas. Phoenix, Austin y Dallas. Tienen que salir bien, por nuestro ánimo. Por Gabriel.

Phoenix vuelve a ser genial. Ha sido como retomar el hilo de lo que hicimos en la apertura de la gira en Los Ángeles. Gabriel ha estado, por fin, lleno de energía. Ha resurgido con tantas ganas que, durante los primeros quince minutos, tuve que controlarme para no correr de vuelta al hotel y revolver sus cosas en busca de drogas. Pero tengo que cumplir mi parte del trato y confiar en él. Los días de descanso y de mimos le han ido bien; seguro que es eso. Además, el viaje hasta aquí ha sido divertido, incluido aquel polvo loco que echamos de noche, en el baño de la zona VIP del aeropuerto de…, joder, ya no recuerdo ni la ciudad. Tengo que dejar de pensar que todo lo que le pasa es efecto secundario de haber consumido drogas. Si le cojo la mano y la noto caliente, me asusto. Si la vena de su cuello late a un ritmo acelerado, me asusto. Si sus pupilas están algo más dilatadas de lo normal, me asusto. Esto no es vida. Pero el caso es que… su piel a veces está tan caliente…, su pulso tan acelerado…, sus pupilas tan extrañamente redondas y grandes…

Me centro en pensar en lo unido que está el equipo. Si alguien viera algo raro, lo diría, ¿verdad? No están allí solo por el dinero que ganarán, sino por el resultado; sé que todos nos sentimos compañeros. A pesar de lo que pude pensar algún día, Gabriel no es un divo. Es cercano con sus chicos, aunque a veces no puede controlar su mal carácter.

En el concierto de Austin, más íntimo, Gabriel se supera. Es un recinto cerrado, pequeño, donde decide que no harán falta grandes artificios. Solo pide un taburete y, después de una reunión con la banda, reajustan toda la escaleta. El público parece en trance durante el concierto; solo despiertan para ovacionarlo al final de cada tema. Y escuchar su voz casi en acústico es espectacular, rasgándose en cada nota ronca de sus canciones, reverberando contra las paredes, las personas, yo. Ahora ya adoro cada una de sus letras, porque he aprendido lo que cada una cuenta de él. Y habla de ellas, las que pasaron por su vida. Cuenta que a una no quiso quererla, a otra no pudo y está esa canción que en realidad habla de sus polvos locos, en la parte de atrás de un coche, cuando tenía diecisiete. Pero ninguna de ellas me da miedo ya. Solo tengo miedo de la cocaína.

Aunque pensamos que lo de Austin es insuperable, después llega Dallas. En Dallas vuelven los juegos con fuego, la pantalla de led, el gran montaje y Gabriel se sube a su trono de nuevo con una actuación espectacular de dos horas en las que no baja el ritmo ni un solo momento. Cuando termina el concierto la gente pasa más de veinte minutos esperando un segundo bis. Y Gabriel termina cediendo, acogido por una increíble ovación que parece que va a desmontar el estadio desde los cimientos.

Al volver al hotel, a pesar de que estoy muerta de cansancio, Gabriel me desnuda con una sonrisa canalla y follamos violentamente contra la puerta de la habitación. Es excitante, impulsivo y brusco… nuevo. No es sexo tranquilo; no hay tiempo. Diez minutos de sexo descontrolado, tras los que nos corremos con un alarido.

Al día siguiente, apenas puede mantenerse despierto, pasa un largo rato con la cabeza apoyada en la ventana de nuestra habitación del hotel y se muestra reservado y algo irritado.

—¿No quieres venir a comer? —le pregunto harta de su silencio—. Podemos dar una vuelta.

—De verdad que no entiendo por qué no podéis dejarme en paz un puto minuto —dice frotándose los ojos.

Doy un paso atrás sorprendida. Anoche, mientras me penetraba con fuerza, me pedía que le apretara, que lo abrazase tanto cuanto pudiera…

—Lo siento. Estoy insoportable. Es todo… —dice con los ojos entrecerrados— demasiado intenso, nena. Necesito estar solo. De verdad que lo siento.

—No te preocupes. Me… me voy, ¿vale?

—No recordaba lo mucho que me agota estar de gira —dice más para sí mismo que para mí.

Yo le disculpo internamente, salgo de la habitación y pido que nadie lo moleste, sentándome sola al fondo de la cafetería del hotel a repasar mis planificaciones. Dos horas más tarde aparece a mi lado, pide un café y me acurruca bajo su brazo.

—Soy imbécil, perdóname.

—Tienes que relajarte, Gabriel.

—No dejes que te haga esto. Grítame.

—¿Y eso qué iba a solucionar?

—Nada, tienes razón. Pero me lo merezco.

Y le perdono, aunque cuando antes de dormir se da una ducha, revuelvo la habitación de pies a cabeza en busca de algo que dé la razón a mi ansiedad. No encuentro nada más que una minúscula bolsita de plástico transparente con restos de marihuana. Pero seamos sinceros… la marihuana no es lo que lo pone así.

Al día siguiente vamos de camino a Tulsa y el equipo está muy emocionado con sus universitarias. Parece que en alguna otra gira anterior pasaron un buen rato en una fiesta con unas chicas de alguna hermandad. Gabriel ha vuelto a resurgir y se ríe de todas las bromas del equipo mientras acaricia su guitarra. Dios. Quiero grabar esta imagen en mi cabeza. Cuando levanta la vista y me encuentra mirándolo, esboza una de sus sonrisas y a mí se me olvida qué es lo que me quita el sueño. Olvido que está más delgado y que bajo los ojos le han aparecido dos sombras que se oscurecen cada día que pasa.

Tony y él han estado bebiéndose unas cervezas juntos, hablando quedamente, parece que arreglando algunas cosas. Al terminar, se dieron un abrazo. Gabriel dice que Tony es un gran tipo que lo ha pasado mal, pero yo sigo sin fiarme. No me fío de la gente que dice de sí misma que tiene un corazón enorme. Lo único enorme que tiene es la mala pinta.

Tulsa, brutal, desmedido, brillante. Gabriel está superlativo, pero al terminar no se muestra cansado. Quiere que salgamos a dar una vuelta, que veamos la ciudad de noche y que nos colemos en alguna fiesta. A duras penas le convenzo de que tiene que dormir. Yo me duermo esa noche en cuanto mi cabeza toca la almohada, pero en sueños lo escucho acariciar la guitarra.

Memphis (¡he estado en Graceland!), donde por estar en el hogar de Elvis se atreve a versionar su «I got a woman», tras la que besa su anillo y después lanza otro beso al backstage, donde estoy mirándolo con cara de boba enamorada. Este Gabriel podría postrarme de rodillas. Ríe, es feliz, disfruta y su mujer no puede más que aplaudir con los demás cuando, con una sonrisa enorme y sincera, se despide.

Después, por fin Nashville, una de las fechas que más ilusión le hacía a Gabriel. Cuando hemos llegado, han venido a verlo un par de amigos. Se han abrazado y, al verlos, he echado tanto de menos a mis amigas que he tenido que irme a pasear para no echarme a llorar. A decir verdad, en estas fechas ya echo de menos tanto lo que dejé en España como lo que dejé en casa, en Los Ángeles. Mi cama… yo también estoy agotada. Cuento los días que me quedan. Seis conciertos. Solo seis después del de esta noche. Poco más de dos semanas, Silvia… no es nada.

Todo como siempre. Empezamos el ensayo con «Eye of the tiger». Hacen las pruebas de sonido. Nos vamos a descansar y Gabriel aprovecha para ponerse al día con sus amigos. Tony va con él. Yo me quedo.

El concierto sale muy bien. Luces, música y griterío. Gabriel está superlativo. Arrastra el pie de micro por el escenario y las chicas se deshacen en gritos de frustrada lujuria. Yo me siento como ellas, porque el Gabriel de esta noche sabe qué nos gusta y quiere hacernos sufrir. Y le siento de pronto lejano, inalcanzable e inaccesible. Y, para conmemorar que estamos en la cuna del country, nos dedica su personal versión de «Jolene», capaz de volver de gelatina las rodillas de cualquier mujer que la escuche.

Cuando todo termina, incluidos los bises, Gabriel me pregunta si quiero ir a tomar cervezas con ellos al garito de uno de sus amigos. Me disculpo con él y con sus colegas y les digo que estoy agotada. Necesito descansar.

—No llegues muy tarde —le pido cuando le doy el beso de buenas noches—. Mañana salimos hacia Charlotte. Son casi quinientas millas.

—No te preocupes. Unas cervezas y estaré de vuelta.

Y lo veo marchar, con su pelo revuelto, con su andar desgarbado y las manos en los bolsillos. Se me encoge el estómago en un nudo y no sé por qué. Creo que estoy bloqueando demasiadas cosas. Algún día voy a tener que abrir el armario donde guardo a oscuras todos los monstruos o terminarán por no dejarme dormir.

Empiezo a preocuparme a las cuatro de la mañana. Está previsto que salgamos en un par de horas y Gabriel sigue sin aparecer. Tony, tampoco. No puedo dejar de fumar. Estoy sentada en un escalón de la escalera de incendios del hotel y creo que voy a terminar con mi reserva de cigarrillos en nada. Todos han pasado por aquí y me han pedido que me acueste. Pero el teléfono móvil de Gabriel está sobre nuestra cama, en la habitación, no hablo con él desde hace muchísimas horas y estoy preocupada… Así no puedo dormir.

A las seis, todo el mundo se mueve por los pasillos. Gabriel sigue sin llegar. He llamado a Tony unas siete veces, pero no contesta. La última vez que llamé lo había apagado. Maldito hijo de la gran puta. Estoy tentada de llamar a Bea y compartir con alguien todo esto que me quema el cerebro, pero lo cierto es que no quiero que lo sepa nadie. No quiero dejar a Gabriel en evidencia.

Volte vuelve de echar un vistazo por la ciudad. Se encoge de hombros.

—No los he visto, Silvia.

—No son horas. Por Dios, Gabriel…, ¿dónde estás?

¿Con quién? ¿Qué está haciendo?

Aparecen los dos a las ocho de la mañana, riéndose. Estaba preparada para recoger a Gabriel del suelo y tener que sujetarle la cabeza para vomitar, pero parece fresco como una rosa, animado. Todo el equipo le mira de soslayo y él se disculpa con una sonrisa.

Cuando llega a mi lado me da un beso en la mejilla. Durante un segundo creo que le voy a dar un revés, pero finalmente me voy andando, alejándome hacia las furgonetas que nos llevarán. Nadie me sigue. Tienen que darme tiempo. No sé qué ha hecho, pero Gabriel huele a chicas, a marihuana y a alcohol. Y su camiseta tiene un par de manchas redondas y rojas en el pecho que parecen gotas de sangre. ¿Suya o de otro? Me jugaría hasta mi anillo de compromiso a que son de su nariz y que huele a chicas porque dejó que alguna le tocara tanto que tengo ganas de gritar.

Me prometo a mí misma aguantar estoicamente hasta que podamos estar solos para hablar de ello. No quiero obviarlo, pero tampoco montar un número. Sin embargo, aunque he tratado de hacerlo todo con discreción, los gritos de la discusión alcanzan a todos los que andan por allí. Estamos en el backstage del anfiteatro de Charlotte, Carolina del Norte, apenas recién llegados. Y nos estamos desgañitando. Le he pedido diez veces que no grite, pero Gabriel está muy nervioso y yo grito también para intentar hacerme oír. Dice cosas muy feas, como que quiero dominarlo, que quiero hacer de él un perro faldero que solo haga lo que yo mande. Me pregunta si le quiero y si quiero que sea feliz, porque empieza a dudarlo. Eso me duele. Lo que estoy es preocupada y sola, pero nadie me apoya. Todos se dedican a ponerle buena cara, aunque sé que no están contentos, ahora lo veo claro. Soy la única persona sincera de todo un equipo de aduladores profesionales. En el ensayo ha estado mal y yo he sido quien ha tenido dos cojones para decírselo; por eso me contrató, por eso gano tanto dinero. Y le quiero. No puedo mentirle.

Y al final, tanta discusión para nada. Nada. Gabriel hace oídos sordos. Bebe antes del concierto. Me pide que me vaya.

—Tienes que darme espacio, Silvia. ¡Tienes que darme un jodido milímetro para respirar! ¿¡Qué crees que haré en tu ausencia, joder!? ¿¡Crees que si no estás delante voy a meterle la polla a la primera que se me cruce!?

—¡No des la vuelta a la tortilla! ¿Lo que quieres es espacio para respirar, Gab? ¿¡De verdad!? Porque a mí me da la sensación de que quieres que te deje en paz para hacer lo que te salga de la punta del rabo.

—¡¡¡Vete de una puta vez, joder!!! —grita.

—Es imposible ayudarte. Estás demasiado acostumbrado a escuchar lo que quieres oír.

Y no puedo hacer otra cosa que dejarlo solo. Espero que se dé cuenta…

El concierto de esa noche en Charlotte no sale bien, aunque no creo que el público haya salido descontento. Esa es mi opinión personal después de haber visto a Gabriel comportarse como un imbécil en el escenario. Pasado de vueltas es quedarse corto, pero tiene la jodida habilidad de, aun así, hacer bien su trabajo. No sé hasta dónde llegará este don suyo porque, desde luego, no alcanza a la vida personal.

Por un lado quiero marcharme de aquí, irme al hotel y acostarme. Olvidar que todo esto está pasando. Pero por el otro, quiero quedarme, vigilar, suavizar e intentar solucionar con Gabriel la tensión que hay hoy entre nosotros.

Cuando termina el show le acompaño al camerino, caminando en silencio a su lado. Quiero esperar a quedarme sola con él para hablar, pero ni siquiera espera a que estemos en la intimidad para afrontar el problema. Me mira con desprecio y se para, metiendo las manos en los bolsillos. A nuestro alrededor, mucha gente del equipo.

—No hace falta que me acompañes, ¿sabes? Puedes irte ya al hotel.

—Quiero quedarme.

—Puedo decírtelo más alto, Silvia, pero no más claro. Esta noche, no me apetece verte.

Y yo, no sé por qué, prefiero agachar la cabeza y marcharme.

Esa noche me despierta el estruendo que arma al entrar en la habitación. Llega en tal estado que termina en el suelo, a oscuras, llevándose consigo una silla y un perchero.

—¿¡Qué coño hace esto aquí en medio!? —vocifera.

—Gabriel… no grites —le pido mientras intento ayudarle a levantarse.

Me aparta la mano de un manotazo. Nunca había visto a nadie tan borracho.

—¿Quién necesita tu ayuda, joder? ¿Te la he pedido?

Me aparto un paso y él se levanta como puede, pero trastabilla de nuevo y tiene que sujetarse a una pared para no terminar de nuevo en el suelo.

—Mira… —se señala y se encoge de hombros—. Ya está. No te necesito. ¿No lo ves? Como con esto, con todo, Silvia. Eres prescindible.

—Gab… —suplico, acercándome a él—. Creo que deberías darte una ducha.

—¡Yo no quiero darme una ducha, joder! Siempre estás con tus «creo que deberías», como si supieras algo de la vida. ¿Qué sabes? ¿Eh, Silvia? ¿¿¿Qué coño sabes??? ¿Chuparla? ¡¡¡Porque hay doscientas tías queriendo chupármela en cada puto concierto y seguro que ellas no se meten donde nadie las llama!!! ¡¡¡Chúpamela y vete, joder!!! Pero no te creas con derecho de opinión porque… ¿qué eres?

—Soy tu mujer.

—¿Mi mujer? ¡Me casé contigo borracho y aburrido! Una puta más, eso es lo que eres. Una puta tía más…

Una vez, hace muchos años, una amiga me contó que su padre bebía. No una copa o un par de cervezas, sino botellas de ron, ginebra o vodka. Siempre a escondidas, apestando a alcohol como ahora apesta Gabriel. Fue ella la que me dijo que no es cierto que los borrachos no mientan; el alcohol puede desinhibir, pero muchas veces lo que hace es convertirte en alguien que no eres, alguien muy cruel que dice justo lo que sabe que más daño hará, sea o no verdad. Por eso sé que Gabriel no siente lo que me está diciendo, aunque me duela igual.

Doy media vuelta, cojo una bata y salgo de la habitación. Camino descalza por el pasillo enmoquetado del hotel, pensando que me sentiría mucho mejor si alguna lágrima se dignase a aparecer, pero nada… Ni siquiera he dado veinte pasos cuando en nuestro dormitorio estalla un estruendo enorme. Me paro y miro de reojo. Al final termino cediendo y entro. Gabriel está sentado en el suelo y a su alrededor todo es un desastre. Ha tirado sillas, la mesa y la ropa de cama. Y ahora llora. Llora como un niño pequeño al que le falta el aire. Me acerco a él y se coge a mis piernas.

—Perdóname —solloza—. ¿Por qué? ¿Por qué lo hago?

Lo hace porque está enfermo y yo… yo le perdono, pero en silencio, porque en realidad no tengo nada que decir.

El despertar tampoco es bueno. Gabriel vomita por sexta vez desde que llegó tambaleándose y no puede disimular que mi presencia le incomoda. No me mira a la cara, supongo que porque está avergonzado y ahora que se le ha pasado la borrachera se arrepiente de todo. Le ofrezco ir a por un café y algo de comer que le asiente el estómago. Está apoyado en el lavabo del hotel, me pide que baje a desayunar sin él.

—No quiero que me veas así. Por favor… hazlo por mí. Vete.

Salgo de la habitación, pero no voy a desayunar con todos; me quedo al otro lado de la puerta, deseando que salga a por mí y me abrace. Sueño con que diga que no puede más y cancelemos las fechas que quedan, pero sé que eso no va a pasar. Gabriel tiene una apuesta consigo mismo que, me temo, ya ha perdido.

El show de Virginia Beach ha estado bien, pero empañado por un Gabriel demasiado eufórico. Frenético. Estoy segura no solo de que ha vuelto a drogarse, sino de que lo hace desde hace tiempo y, probablemente, está incrementando la dosis; pero no tengo pruebas. No puedo acusarle sin saberlo y, aunque hasta ahora ha sido cuidadoso, empieza a no serlo. Ayer lo vi salir de un baño aspirando exageradamente por la nariz. Es cuestión de tiempo verlo inclinado en una mesa esnifando coca. Pero como al terminar se fue a «despejarse», sigue evitando lo inevitable, alargando esto que los dos sabemos que no merecemos. Él tampoco; por eso me callo, porque está enfermo y no quiero que nadie lo juzgue mal. Me queda la lamentable imagen de verlo salir con las gafas de sol puestas en plena noche, irguiendo el dedo corazón a todos los que cruzaban una palabra con él.

No duermo, pero, claro, no soy la única. Gabriel tampoco. Al menos no a mi lado. Dice que me muevo mucho y que no consigue conciliar el sueño. Lo que yo creo es que apenas pega ojo porque las drogas no le dejan.

No pasa nada, me digo a mí misma. No pasa nada. Quedan cuatro conciertos y cerraremos la gira nuevamente en casa. Entonces podré controlar esto, que no es más que una recaída. Los errores nos hacen sabios, ¿no? ¿O son todo frases enlatadas que me doy a mí misma, como pildoritas dulces, para soportar esto? Ya ni lo sé.

Leo mucho sobre el tema desde mi iPad. Cuando no está a mi lado, que suele ser casi siempre, me dedico a buscar información sobre adicciones y sobre cómo ayudar a un adicto que ha vuelto a recaer. Soy fuerte, puedo con esto, aunque la práctica nunca sea tan fácil como la teoría que proponen mis lecturas. Pero yo le quiero y eso debería bastar, ¿no?

Se acumulan las preguntas.

Washington. Otra pequeña parada antes del apoteósico final de la gira. Echo de menos a mi madre, a mis hermanos y a Bea. Me echo de menos a mí. A la Silvia que siempre tiene un comentario ocurrente guardado, preparado para salir disparado. Estoy cansada. Cansada y preocupada.

He esperado en la habitación del hotel a Gabriel un buen rato y justo ahora, que ya pensaba que tendría que esperar a mañana para verlo aparecer, acaba de llegar y se toca nerviosamente la cara y el pelo. No sabe qué hacer con las manos mientras se mordisquea los labios. Hoy la dosis debe de haber subido un poco más.

—¿Qué pasa, nena? —Sonríe con la boca torcida. Creo que nunca lo había visto tan colocado. Me trastoca pensar que ya ni siquiera limita su consumo a los conciertos. Son las siete de la tarde de un martes cualquiera.

—Hola cariño. Aquí estamos. ¿Y tú? —pregunto fingiendo una sonrisa.

—Bien, bien. Oye, ¿has visto el monumento a Lincoln? Es una puta pasada. Una pasada, te lo digo. ¿Te vienes? Podemos ir a verlo y comernos unas hamburguesas. Conozco un sitio guay. —Y esa última frase me la dice en inglés—. ¿Quieres? O… ¿por qué no te desnudas?

Eso me sorprende. Llevaba muchos días sin tocarme, sin besarme siquiera. Se me acerca y, en una reacción que no puedo controlar, me retiro. Él me mira alucinado.

—¿Te has apartado?

—No, es que… pensaba que… yo…

—¿Ahora te doy miedo?

—Claro que no —miento.

Me atrapa, me aprieta entre sus brazos y me besa el cuello. Sus manos se pierden por encima de mi ropa y me agarra los pechos con fuerza.

—Venga…, Silvia. Quítate algo. Te veo con mucha ropa.

Tengo un nudo en la garganta.

—¿No quieres que salgamos a comer algo?

—Después, después.

Sus manos aprietan y tiran de mí violentamente. Me pregunta al oído por qué no se la chupo. Siento asco y me duele pensar que es el amor de mi vida, mi marido. Antes me excitaba solo con respirar a mi lado. Dejo de mirar hacia otra parte y me digo a mí misma que tengo que verlo, porque lo tengo delante. No puedo hacerme más la sorda, la ciega, la tonta. Sus pupilas están dilatadas como dos aceitunas. Lo sabía, pero no me lo puedo creer. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué se lo hace a él?

—Cariño… —digo despacio—. Estás colocado.

Gabriel se aparta y se humedece los labios una, dos, tres veces. Niega con la cabeza.

—Claro que no. Estás paranoica. Me pasé un poco con la cerveza —dice mirando a todas partes menos a mí.

—No, cariño. Estás colocado, no borracho. Y… en cualquier caso necesitas ayuda.

Levanta la mirada hacia mí y dice un no rotundo.

—¿Quién eres tú para ayudarme? ¿Qué crees que sabes de la vida, Silvia? ¿Qué crees que sabes? No eres más que una chica bien pagada, ¿te acuerdas? —Aparto la cara, pero él la coge entre dos de sus dedos y hace que le mire—. Una chica que no hace sus deberes, pero que sigue cobrando.

Retiro su mano.

—No me vuelvas a tocar así, Gabriel.

—Pues si no te toco a ti, nena, tocaré a otra. Lo sabes, ¿verdad?

Sollozaría si no fuera porque creo que ya ni siquiera sé llorar. Lo que siento lamiéndome las venas no es pena, es rabia. Es odio. Es color rojo empañándome hasta los ojos. Le doy un empujón para apartarlo de mí y cojo una chaqueta y la llave de la habitación. Gabriel ni siquiera hace ademán de seguirme. Oigo que la emprende a golpes con los muebles de la habitación y salgo de allí sin mirar atrás. Recorro todo el pasillo buscando la habitación de Tony. Debería salir a la calle. Debería calmarme. Pero no puedo.

«Si no te toco a ti, nena, tocaré a otra».

Llamo a todas las puertas, nerviosa, temblorosa pero llena de ira.

—¿Está aquí? —pregunto al primero que me abre.

—¿Quién?

—Tony. ¿Está aquí?

—No, en la 587, creo.

Voy pisando fuerte sobre la moqueta y llamo. No abren. Llamo más fuerte. No abren. Aporreo la puerta con puños y pies. Me abre uno de los chicos del equipo, sorprendido y tapado solo por una toalla.

—¿Y Tony? —le pregunto.

—No lo sé, Silvia. Se fue a tomar algo con Gabriel.

—Gabriel ya ha vuelto. ¿Dónde está Tony?

—Te lo diría si lo supiera —me jura.

Sigo andando. Me estoy volviendo loca. Me cruzo con Volte; me habla, pero no le oigo. Tengo los oídos como si me hubiera metido algodón. Solo escucho el latido de mi corazón, que va muy deprisa. Me saca a la calle y me habla, pero no puedo concentrarme más que en un par de palabras, aunque no debería desaprovechar la ocasión de escuchar a alguien que siempre suele callar. «Enfermo». «Vicios». Términos aislados que no quiero relacionar con Gabriel.

—Terminarás matándote tú —le oigo decir.

Respiro hondo una, dos, tres veces y vuelvo a entrar, subo por las escaleras en lugar de por el ascensor y recorro de nuevo el pasillo llamando a todas las puertas.

La 588 abre y Tony está sentado en el escritorio de la habitación jugueteando con una navaja mientras fanfarronea con los demás. ¿Qué tipo de persona va por ahí con una navaja? Desde la puerta veo que va tan puesto como Gabriel. O más. Quiero matarlo. Matarlo de verdad. No como cuando Álvaro me cabreaba. No. Esto es de verdad y, en el fondo, tengo una voz interior que me dice que me tranquilice y que está muerta de miedo. Nunca antes me había sentido tan fuera de control como ahora.

Doy grandes zancadas hasta él, le quito la navaja de las manos y con un movimiento certero y violento la clavo. Hay un silencio sepulcral a pesar de que la habitación está atestada de gente. Los que no estaban dentro han llegado al oírme gritar y aporrear. Bajo los ojos hacia la mesa, adonde también mira Tony. El cuchillo se ha clavado en la superficie de madera, a escasos milímetros de su mano, sin hacerle ni un rasguño. Casi no puedo respirar.

—Pero ¿¡qué haces, loca de mierda!? —grita levantándose de su silla—. ¿¡A qué juegas!?

—Si vuelves a darle mierda a Gabriel, te mato. Te mato, te lo juro por mi madre. —Y casi me sale espuma por la boca—. Vete ahora mismo de aquí. ¡¡¡Vete!!!

—Pero ¿qué dices?

—¡¡¡Que te vayas!!! —me desgañito.

—¿Y tú quién eres para echarme? —dice recuperándose del susto inicial y poniéndose de pie.

—Soy su mujer.

—Eso se arregla con una llamada al abogado, así que no juegues demasiado.

En realidad quiero taparme la cara, hacerme un ovillo y llorar, pero sonrío y me inclino hacia él.

—Tengo una mala puntería de la hostia, Tony, pero es posible que la próxima vez no falle. Es posible que la próxima vez ni siquiera sea yo quien lo intente. Me sobra el dinero para pagar a alguien que te cosa a navajazos. ¿Lo sabes?

Estoy amenazándolo de muerte. Estoy diciendo cosas horribles delante de todo el mundo; cosas que ni siquiera yo misma creo que sea capaz de hacer. ¿Quién habla por mí? ¿Qué me está pasando? ¿En quién me he convertido?

—Vete a otro con esos cuentos. Eres una niñita triste, ¿es eso? Gabriel es mayorcito para decidir lo que se mete y lo que no. Igual deberías hablar con él en lugar de conmigo.

—Hazte un favor, no me tomes a la ligera, porque si crees que no soy capaz es que me menosprecias. Si vuelves a darle mierda a Gabriel, te mato. Te lo juro. Te mato.

Tony me da una palmadita en la mejilla que me saca totalmente de mis casillas. Le aparto la mano y Volte me arranca de allí en volandas, pero me da tiempo a dar una patada al escritorio y hacer que salgan volando tanto la lámpara como un montón de trastos. Todo el mundo está callado.

—¡¡¡Te rajo como la puta rata que eres!!! —le grito mientras me arrastran por el pasillo—. ¡¡¡Y después te reviento a patadas!!!

Hace falta un tropel de gente para tranquilizarme. Gente y tiempo. Volte me pide una y otra vez que me calme y llame a Mery. Finalmente, lo hago y la pongo al día con una voz tan fría que hasta me doy miedo. Como ya me temía, ella no me da ninguna solución, solo dice que hará unas llamadas y que Tony se marchará. Sobre Gabriel dice poco. No sé si está decepcionada o si realmente no le preocupa demasiado. Es posible que lo que mejor le venga a la discográfica sea que un día de estos aparezca muerto en su casa y engrose así la lista de artistas a los que las drogas y la muerte han convertido en estrellas paradójicamente inmortales.

No puedo más. ¿Por qué narices aguanto esto? ¿Por qué narices le quiero más que a mí misma?

Me marcho del hotel sola y empiezo a caminar. No sé adónde voy y no conozco esta ciudad, pero tampoco lo pienso mucho. Termino sentada en un banco, en un parque. Algunas parejas pasean cogidas de la mano y yo las envidio. Las envidio porque están sanas y parecen felices. Pienso en lo que hemos sido Gabriel y yo; hemos sido tan felices que dolía. ¿Qué ha pasado? ¿Ha dejado de quererme? No. Pero cuando te quieres tan poco como él se quiere a sí mismo… cuando aprecias tan poco tu propia vida, es complicado ser feliz. ¿Qué ha sido de ese «nosotros» que tenía planes? ¿Dónde se han quedado todas las promesas?

Lo único en lo que puedo pensar es en él inclinado en una mesa, esnifando una raya tras otra, sin parar. Con la nariz sangrándole. Los ojos con ese brillo enfermizo y las pupilas dilatadas.

Vuelvo despacio, deshaciendo paso a paso el camino que he recorrido antes. Estoy mucho más tranquila, pero más triste. Al menos he sabido encontrar el hotel entre tanta calle.

Entro en nuestra habitación. Gabriel no está. Jugueteo con mi móvil, leyendo mensajes y viendo fotos antiguas. Cuando ya es noche cerrada, él aparece. Evita mirarme y se mueve por la habitación recogiendo algunas cosas. Coge un paquete de cigarrillos y la maleta; la llena de cosas y va en dirección a la puerta.

—¿Adónde vas? —pregunto en tono lastimero.

—He pedido otra habitación. No quiero ni verte la cara. Estás loca.

Es lo último que dice. Después se marcha y no vuelvo a verle hasta la mañana siguiente, cuando se hace mucho más que evidente que Gabriel me ignora y me ningunea delante de todo el equipo.