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ON THE ROAD

Para: Silvita GU

Fecha: viernes, 19 de abril, 20:15

De: Álvaro Arranz

Asunto: Un buen día

Hoy es un buen día. Hoy solo recuerdo las cosas buenas; con melancolía, sí, pero también con una sonrisa. No puedo evitar que me guste acordarme del sonido de tus carcajadas o la manera en la que tratabas de imitarme, poniendo voz grave.

Esta mañana ha sonado en la radio una canción que me ha recordado a ti. Tú la habrías bailado en cualquier parte y el vuelo de tus vestidos al hacerlo me habría vuelto loco. La habrías tarareado en el baño, en la cocina y en el dormitorio y yo, fingiendo un gesto mortificado, me habría enamorado un poco más de ti.

Y guardo una Silvia interior, mi Silvia, que odia los paraguas, que se inventa las letras de casi todas las canciones, que huele a ropa limpia y suavizante y que se cepilla el pelo con los dedos antes de dormir. ¿Existe esa Silvia aún? Supongo que sí, pero ya es de otro.

Hay días en que me odio por alejarte de mi vida. Pero hoy no. Hoy solo te recuerdo, y ese recuerdo me hace feliz.

Cómo te quiero…

Álvaro Arranz

Gerente de Tecnología y Sistemas

El primer concierto es en Los Ángeles. Cuando vamos al estadio a hacer la prueba de sonido estoy como un flan. No puedo disimularlo y Gabriel se muere de risa.

Aunque quiero tenerlo todo bajo control aquí hay muchísima gente y… gracias al cosmos, gente con mucha más experiencia y diligencia que yo. Casi no me he dado cuenta de que, una vez hecho todo el trabajo previo junto con su mánager y toda la gente de producción, lo que queda es solo esperar para solucionar imprevistos. Pero solo lo que mande él.

Cuando sale al escenario, me quedo apoyada en el backstage mirándolo. Lleva unas Vans negras, un pantalón vaquero pitillo, un jersey gris holgado y un gorro. Lo del gorro de algodón me hace mucha gracia. Estamos en Los Ángeles, no hace frío, por lo tanto se lo pone como un complemento de moda. Aunque, a decir verdad, está para comérselo. Tiene ese aspecto de estrella del rock que lo hace irresistible. Alto, guapo, sonriente. Siento orgullo y también recelo, porque me gustaría seguir encerrados en casa eternamente, teniéndonos solo para nosotros. Acostarnos a las tantas después de hacer el amor en nuestra cama, bajo esas sábanas que huelen a él; desayunar en la terraza compartiendo un pitillo y haciendo planes. Planes de futuro. Imaginarnos cómo será nuestra vida dentro de diez años y, después, follar como animales hasta la extenuación. Aún no hemos empezado esta gira y ya lo añoro.

Empiezan a arrancar notas a una guitarra, con dureza. Creo conocer el ritmo, pero no caigo en qué canción es. Suenan más guitarras y la batería, uniéndose al ritmo y dibujando a su alrededor una melodía. Claro que la conozco, yo y todo el mundo. Es «Eye of the tiger» de la banda sonora de Rocky.

Gabriel levanta el pulgar, dando el visto bueno no sé si a la canción, al sonido o a qué. Se le ve concentrado. Agarra el micrófono con las manos y… empieza a cantar. No puedo evitar estallar en carcajadas. Él me mira y se ríe mientras canta. Vuelve a levantar el pulgar hacia donde están los técnicos de sonido. Y sigue cantando. ¡Es tan hortera que me encanta! Y cuando llega a las partes agudas de la canción, mis bragas quieren salir en procesión para entregarse como ofrenda. Gabriel cogiendo un micrófono se transforma; deja un poco de ser mío para ser quien los demás creen que es. Se convierte en Gabriel, el cantante, la estrella, el dueño de una de las voces más personales y sexis del panorama musical. Es alguien al que conozco poco y que comparte cuerpo con el amor de mi vida.

Nadie está sorprendido por la elección de la canción, así que creo que es algo así como una tradición. Un chico del equipo me lo confirma.

—Nos da suerte —dice con una sonrisa.

Y yo espero que a mí también me la dé. Lo miro y no me termino de creer que ese hombre quiera ser mío. Toco instintivamente mi alianza.

Cuando empieza el concierto me asomo varias veces. El estadio está lleno y abruma. No cabe ni una aguja y saltan flashes por todas partes. Se escucha a la gente gritar; Gabriel no les hace esperar y, ya con el primer tema, parece que se caerán hasta las gradas. Está espectacular. Magnífico, aunque suene pedante. Me parece increíble que ese baño de masas le haga sentirse pletórico en lugar de asustado; me parece hasta heroico.

Lleva puesta una camiseta negra de manga corta, unos vaqueros pitillo color negro rotos en una rodilla y sus zapatillas Vans. Por la frente y el cuello pronto empiezan a correrle gotas de sudor, pero la voz le sale de la garganta como agua. Ronca, grave, sexi, como siempre. Como en los discos, a chorro. Cierro los ojos y pienso en que, objetivamente, el directo de Gabriel es uno de los más espectaculares que he oído. No es que mi amor me ciegue, es que su voz es completamente increíble y personal.

Se agarra a la guitarra, arrancándole notas a la vez que provoca aullidos de frustración en las chicas que se agolpan en la primera fila. Dicen en el equipo que hay algunas que llevan horas llorando, de los puros nervios que les provoca saber que van a tener a Gabriel cerca. Mi Gabriel. Es abrumador pensar que la persona con la que estoy compartiendo mi vida haga sentir así a tanta gente.

Las canciones se suceden. Los músicos están a su altura y todo suena increíblemente bien. Al menos es lo que me parece. Miro el reloj, la escaleta y le pido por favor a una chica de producción que me traiga una camiseta y una toalla, para que Gabriel pueda cambiarse en el camerino durante el pequeño descanso.

Las notas de una melodía se extinguen, escucho a Gabriel gritarle al público y cómo este responde con vítores. Pronto lo veo entrar al backstage. Está empapado.

—La hostia, joder, pero ¡qué puto calor! —exclama riéndose.

Una chica le tiende la toalla y la camiseta y él le da las gracias mientras me pregunta si tengo agua. Caminamos hacia el camerino, donde le paso una botella fría y él se desnuda de cintura para arriba antes de echarse por la cabeza parte del líquido. El resto lo bebe con avidez.

Se seca rápido, se pone la camiseta, me deja que le ayude a peinarse un mínimo y me da un beso.

—¿Qué tal? —me dice.

—Estás espectacular.

—¿Te está gustando?

—Claro que sí. Eres increíble.

—Está saliendo bien —suspira—. Debes de darme suerte.

La miradita que me echa al decirlo me derrite. Lástima que a partir de ahora y hasta que lleguemos a San Francisco no vayamos a tener mucho tiempo. Y antes de San Francisco están los conciertos en Irvine, Salt Lake City, Carson City y Denver. ¿Por qué hasta San Francisco? Pues porque será la primera ciudad en la que hagamos una pequeña parada de varios días sin tener que marcharnos corriendo después del bolo. Mientras tanto, estaremos «on the road». Y no me apetece entregarme al fornicio en un avión, en un autobús, en una furgoneta o el backstage de algún estadio, que es donde pasaremos la mayor parte de las horas. No sé por qué, pero con Gabriel no me apetece follar rápido; no busco un orgasmo inmediato. Si quiero sexo con él (que lo quiero a todas horas, para qué mentir), quiero que sea lento, que podamos tener todo el tiempo del mundo y que, además del deseo, también se aplaque la necesidad de sentirnos cerca. Quererle no tiene reloj.

Matadme, me he convertido en una de esas moñas enamoradas hasta los zapatos.

Antes de volver al escenario, Gabriel me besa con desesperación. Ojalá esta noche nos fuéramos a casa. Pero pasarán muchas noches antes de que volvamos a meternos en nuestra cama. Alrededor de dos meses y medio. Sé que esto va a ser agotador.

Sigo atenta el concierto. Es el primero y casi todo es nuevo para mí. Los solos de guitarra con los que Gabriel vuelve a descansar al backstage, el sonido que llega hasta aquí, el griterío, su voz en directo. Todo es brutalmente intenso. Las luces, el volumen, los olores, el calor. Entiendo que él esté empapado. Casi lo estoy yo y no tengo que ponerme bajo esos potentes focos.

El número final es el plato fuerte de la gira. La parte de detrás del escenario no es un telón, sino una gran pantalla de led que ha estado emitiendo imágenes durante todo el concierto, pero en la última canción, su efecto es impresionante. Cierra con aquella canción que tantos meses atrás me descubrió en un hotel en Madrid. Por fin la ha grabado y, desde que la incluyó en su gira europea, enloquece al público. Es oscura, dura y muy sexi, y mientras la letra habla de una tormenta que se acerca, unas nubes negras se despliegan en la pantalla y la recorren. La canción es atrayente y suena perversa; creo que es su mejor tema, rematado por el placer con el que canta.

El público pide insistentemente un bis. Está programado. Gabriel siempre deja para ese momento el tema con el que se hizo famoso. Es duro, pegadizo y dice que deja en la gente la sensación de euforia con la que quiere que se marchen de allí.

Se me pone la piel de gallina al escuchar la aclamación con la que es recibido en el escenario cuando vuelve. El público se está volviendo loco. Me quedo en la parte del backstage desde donde se ve el escenario; Gabriel desborda una energía que solo le he visto entre las sábanas. Para todo lo demás, resulta tan lánguido que parece increíble que aquí se convierta en el gigante que vendió un millón y medio de copias de su último trabajo. El próximo será mejor. Lo sé, he escuchado sus canciones y, aun sin arreglos, con él cantando sobre una guitarra en el salón de casa, me parecen espectaculares. Su próximo disco cerrará con una canción para mí.

El bis previsto acaba y Gabriel se acerca a los músicos para pedirles que toquen una más. Está entregado. Ahora no es el chico frágil que me abrazaba en Ámsterdam; es la superestrella frente a la que las chicas se desmayan.

Cuando por fin las luces se apagan y el público va saliendo del estadio, Gabriel se desploma en una silla con una sonrisa plácida en los labios. Nunca lo había visto tan feliz. Bueno, quizá sí, pero no así. Esto es diferente.

—¿Te traigo algo?

—No. —Se frota los ojos—. Una ducha y cenamos con el equipo. Acompáñame al camerino.

Aquí los camerinos no son cubículos prefabricados casposos ni habitaciones oscuras. Son salas bien preparadas, donde Gabriel puede darse una ducha con tranquilidad. Me pide varias veces que me meta con él con una sonrisa socarrona, pero debe de estar agotado y no quiero matarlo. Si lo cojo ahora, con las ganas que le tengo, probablemente lo descoyunte.

Una vez vestido de nuevo y reunido el equipo, salimos hacia un restaurante local que hoy cerrará uno de sus salones para nosotros.

La cena es una algarabía total. Todo el mundo está feliz, contento y satisfecho. Todo ha salido genial. Y aquí, como una familia, estamos todos. Nos reímos de las anécdotas del evento, del grupo de universitarias que lanzó ropa interior negra al escenario, del batería, que se tropezó con un cable antes de subir y provocó una caída en cadena de varios técnicos de sonido. Nos reímos de lo que Gabriel nos cuenta. Se levanta, coge una cerveza como si fuera un micro y se ríe a carcajadas contándonos algo sobre una canción y después sobre otra. Hay aplausos. Hay hurras. Hay una ovación para mí, que he aguantado estoicamente el primer gran concierto sin perder la calma. Y todos beben como si no hubiera un mañana para celebrar que esto es solo el comienzo de una gira que hará historia. Brindan, chocan botellines de cerveza y llenan vasos chatos con alcohol del fuerte, sin hielo, que beben ávidos en chupitos cortos y rápidos.

Antes de irnos, Gabriel pide su guitarra y canta un tema de su siguiente disco, que grabará en cuanto termine la gira americana. El bajista y el guitarrista están impresionados.

—Eres el mejor —le dicen—. Tienes un don.

Y Gabriel, borracho, sonríe. Sonríe como si de pronto se hubiera encontrado con una parte de sí mismo que hubiera echado de menos. De vuelta al autobús que nos llevará al aeropuerto, apoyo la cabeza en su hombro.

—¿Te ha gustado? —me pregunta metiendo los dedos en mi espesa melena ondulada y con el acento con el que el alcohol siempre tilda las palabras.

—Sí. Tienen razón; tienes un don. Has nacido para hacer esto.

Gabriel no contesta. Aprieta la mandíbula y respira. Está feliz, pero preocupado. Lo más probable es que le inquiete pensar en lo que él terminará haciendo con ese don. Se tiene un miedo aberrante a sí mismo y a día de hoy aún no sé si ese temor es infundado.

Esta noche Gabriel ha reservado un poco de energía para mí. Otra vez entre las sábanas, él y yo. Embiste entre mis muslos con cariño y firmeza. Yo me retuerzo y me deshago.

—Quiero dártelo todo, mi vida… —me susurra.

Y yo lo que quiero es que me dé una vida larga y feliz y que nunca se separe demasiado de mí.

Los conciertos de Irvine y Salt Lake City son igual de impresionantes que la apertura de la gira en Los Ángeles. Gabriel se come el escenario y a veces hasta me cuesta reconocerlo en esa bestia del espectáculo que se mete el público en el bolsillo ya con las primeras notas de una canción. Lleno absoluto, la gente grita; en algunos temas, ni siquiera se escucha su voz porque diez mil personas los corean con él. El Gabriel que sube al escenario es el que en casa, conmigo, está en estado de suspensión. Aquí es la estrella, el dios, el divo. Y yo la grupi impresionada, que le adora y le venera.

Carson City es un poco más flojo. Empieza como siempre, pero se va desinflando. No sabemos muy bien si ha sido consecuencia de un público menos entregado o de que Gabriel se levantó con dolor de cabeza. Está de pronto muy cansado; se arrastra, le cuestan los ensayos, duerme a saltos, malcome y se sume en el silencio a ratos, ceñudo.

—No me gusta sentirme débil —me dice cuando le pregunto.

Después del show, la única parada que hacemos es para reflexionar qué ha podido fallarnos esta vez. Pero en la cena, después, el equipo se compromete para que la siguiente fecha en la gira sea espectacular. A pesar de ello, Gabriel se encuentra tan cabizbajo que me preocupa y, a pesar de que quiero estar a su lado para que se dé cuenta de que flojear en una de las fechas no supone ningún drama, él me pide tiempo para estar solo.

—Necesito pensar un poco… relajarme, hablar conmigo mismo. No te importa, ¿verdad?

Pasea por el hotel y, horas después, cuando lo busco, Volte me dice que está fumando en la azotea del edificio.

—Quiere estar solo —dice antes de seguir andando hacia su habitación.

Y lo único que puedo hacer es respetar esa petición, aunque me inquiete que, por primera vez desde que le conozco, no me necesite a mí. ¿Este recelo se debe a un temor por él o a inseguridad hacia mí misma? A veces me siento torpe, un estorbo y no lo suficientemente buena. Creo que es lo que nos pasa a todas. Tenemos ojos para demasiadas cosas menos para nosotras. Ahora me ronda por la cabeza constantemente el hecho de que la primera fila de sus conciertos siempre esté ocupada por chiquillas de veintipocos, guapas, lozanas, prietas y que no dudan en levantarse la camiseta y enseñar más piel si intuyen que Gabriel va a mirar hacia ellas. Y yo, ya lo he dicho, no estoy mal y nunca he sido extremadamente insegura, pero… ¿y si echa de menos la variedad?

—¿Echas de menos acostarte con más gente? —le pregunto un día cuando estamos metiéndonos en la cama.

Gabriel se gira hacia mí con el ceño fruncido.

—¿Y eso?

—Tengo clavada aquí —pongo el dedo índice sobre la mitad de mi frente— la imagen de las dos tetas de esa chica en Salt Lake City.

—No echo de menos acostarme con más gente, Silvia —responde en un tono un poco seco.

Maniobro en la cama hasta quedar sentada a horcajadas sobre él, que me mira con la intensidad de siempre. Le acaricio el pecho descubierto, entreteniéndome en repasar cada tatuaje.

—Perdona. No sé por qué te lo he preguntado.

—Ellas están ahí abajo, nena. Aquí estás tú.

—Dicen que solo se tiene miedo por las cosas que quieres de verdad.

—Yo ya sé que me quieres de verdad, pero no tienes que tener miedo, porque yo también siento lo mismo por ti. Por favor, no… —Me acaricia los muslos—. No me cargues con celos.

—No lo haré. Lo siento. Es solo que… en tus otras giras… seguro que cuando te ponías retozón podías elegir entre un montón de chicas.

—Estoy cansado —suspira—. ¿De verdad tenemos que hablar de esto ahora?

—No. Tienes razón.

Me levanto pero, en lugar de volver a mi lado de la cama, deslizo mis braguitas por mis piernas y me vuelvo a sentar encima de él. Atisbo un momento de tensión en su expresión.

—Estás cansado, ya lo sé. Solo… déjame regalarte esto.

—Es que no sé si… —dice con la boca pequeña—. No sé si voy a funcionar, nena.

Me froto mimosa. Le beso. Su beso es lento, lánguido pero entregado. Gabriel siempre me besa con amor. Pero el resto de su cuerpo no reacciona y tiene que hacerlo, no porque tenga la obligación, sino porque lo necesito. Necesito darme confort y ahora no se me ocurre ninguna manera mejor de calmarme que haciendo el amor con mi marido.

Así que me muevo sobre él y termino de rodillas sobre el colchón, lamiéndole lentamente, acariciándole, hasta que empieza a despertar. De sus labios salen unos gemidos ahogados cuando se endurece en mi boca. Me acaricia el pelo, pero no con ese gesto con el que los hombres suelen controlar el movimiento, sino con dedos suaves, enredándose entre los mechones. Se acelera y, en cuanto el paladar es invadido por el sabor a sexo, me incorporo y me coloco encima.

—Quítatelo, por favor… —pide tironeando de mi camisón hacia arriba.

Lo hago y lo ayudo a meterse dentro de mí. Sonríe fugazmente, con placidez, cuando llega a lo más hondo. Luego vuelve a fruncir un poco el ceño, pero poso un dedo sobre esa parte de su frente y la relaja. Me muevo despacio y siento sus dedos crisparse, clavándose en la piel de mis caderas. Abre la boca y gime, echando la cabeza hacia atrás. Y yo me acelero, pensando que me da igual el placer que me da y que hasta me da igual correrme o no, porque esto no es sexo, es amor. Nunca me siento tan cerca de él como en estos momentos en los que no nos hace falta hablar. No hay nada que podamos decirnos que vaya a ser comparable con el hecho de sentirnos así. Cuando te da igual mostrarte vulnerable delante de alguien… eso debe de ser amor.

Gabriel se incorpora y me abraza. Sus caderas empiezan a ejercer fuerza hacia arriba, buscando hundirse un poco más en cada estocada. Y yo me elevo mientras besa mi mandíbula y mi barbilla; casi toco el techo cuando me corro. Y no hay otra cosa que pueda hacer que mirarle a los ojos.

—Dios… —gime. Y arrastra la última vocal y la ese, se muerde el labio y empuja fuerte hacia mí. Para. Saborea el momento y en dos embestidas más se corre, abrazado a mi cuerpo y mirándome.

Sus ojos están fijos sobre los míos; primero mira uno, luego el otro. Se deslizan hasta mi boca y suspira, pestañeando. Apoya la mejilla en mi piel y besa mis pechos con devoción.

—Lo siento —murmura con los labios pegados a mi piel—. Lo siento, mi vida.

Sé que se disculpa por no ser todo lo dulce que le gustaría cuando está tenso. Pide perdón por los días difíciles que nos quedan. Sé que va a ser duro y él también. Quiero pensar que es por eso. Solo por eso… pero hasta yo sé que hay algo más.

Cuando salgo del cuarto de baño, Gabriel está sentado junto a la ventana abierta, fumando. Me mira y… no sé adónde ha ido la sintonía que sentíamos cuando hacíamos el amor. Últimamente siempre pasa lo mismo. Estamos cerca un segundo y al siguiente vuelvo a sentir a Gabriel lejano. Frío. Más frío de lo normal. ¿Preocupado?

—¿No vienes a la cama? —le pregunto metiéndome dentro.

—Dentro de un rato.

«Dentro de un rato» se convierte en horas que yo paso durmiendo mal y a saltos y que él invierte en fumar un cigarrillo tras otro y servirse whisky en un vaso chato.

La siguiente cita es Denver, donde se hace evidente que es Gabriel el que flojea. Y me duele decírselo, pero está agotado. Le insinúo que quizá debería beber un poco menos. Las resacas le acompañan por las mañanas del mismo modo que lo hace el licor por las noches. Y casi se solapan. Mi petición es recibida con una mirada de soslayo.

—¿Crees que bebo demasiado? —pregunta tirante.

—No es eso. Es que quizá, estando de gira… el alcohol deshidrata mucho —me invento.

Le pregunto si quiere que hagamos una parada en el camino o si prefiere que retrasemos el concierto de San Francisco, pero él se niega.

—Ya descansaré cuando me muera —dice ceñudo, con la cabeza apoyada en sus dedos crispados.

Espero que después de San Francisco se relaje…

Esa noche, cuando lo encuentro, está sentado en la parte más alta de la escalera de incendios fumando un pitillo que baja nada más verme aparecer. Pillado. Es hierba. Los párpados me pesan. Estoy preocupada, sobre todo porque no sé cómo gestionarlo. No puedo echarle una bronca como si fuera un niño adolescente cuya educación depende de mí. Es un hombre. Es mi marido.

—Eso que fumas… —le digo muy seria— es marihuana, ¿verdad?

—Sí —afirma honestamente mientras se acerca el porro a los labios de nuevo—. Me ayuda a relajarme.

—Creía que nada te ayudaba a relajarte más que yo —y aunque lo digo de broma, es una queja.

Sonríe con tristeza antes de perder la mirada en el skyline.

—Y nada me relaja como tú, pero a veces necesito solucionar las cosas dentro de mi cabeza solo. Lo comprendes, ¿verdad?

—Claro —le sonrío.

—Un porro no me hará quererte menos.

—Ya lo sé, mi vida —digo acariciándole el pelo—. Pero no sé si deberías, es todo.

—¿Quieres? —me ofrece.

Niego con la cabeza y él sigue fumando con placidez. Sé que no pasa nada. Es un canuto. Muchas de mis amigas fuman uno de vez en cuando. A Bea la convierte en una humorista digna del Club de la Comedia. Pero es que Bea no ha estado enganchada a la coca, ni al speed, ni a las pastillas, ni al Valium, ni al éxtasis. Bea se fuma uno de vez en cuando y no lo necesita para nada; lo fuma por placer. Creo que Gabriel ni siquiera debería beber. Y de pronto todo el peso cae sobre mis hombros y me siento responsable. ¿Y si estoy presionándolo demasiado?

—Bueno, vuelvo a nuestra habitación. Te espero allí, ¿vale?

Gabriel da una última calada y tira la pequeña colilla al suelo. Después me retiene.

—¿Por qué no te quedas? Mira qué bonita se ve la ciudad desde aquí.

Miro hacia el horizonte y ahí está, la bahía de San Francisco, extendiéndose entre las sombras salpicadas de edificios y luces.

—Sí… es preciosa.

—Me gusta esta ciudad. Me gusta para ti, para mí y para el futuro.

Eso provoca un montón de mariposas en mi estómago. Me siento en el escalón inferior, entre sus largas piernas y él me abraza a la vez que apoya la barbilla en mi cabeza. Y aunque no hablamos durante mucho rato, el solo calor de su cuerpo a mi espalda me reconforta.

No te preocupes, Silvia. Todo saldrá bien.

—Nunca, jamás, olvides que te quiero más que a mi propia vida —dice en un susurro.

Todo saldrá bien.

La paz de la noche dura poco. Los ensayos de San Francisco son un caos. Un puto caos. El bajista ha sufrido un accidente y tiene que dejarnos para recuperarse. Se ha cortado un tendón del pie con un cristal. La bronca que les echo es brutal. Se la echo a todos; no quiero saber a qué narices estaban jugando cuando pasó. Hubo mucha sangre, muchos cristales rotos y mucha confusión. Me puse muy nerviosa y así sigo. Gabriel también lo está y su humor no pasa por su mejor momento.

—Suena a puta mierda —le escucho maldecir durante el ensayo—. Esto es una cagada. Una cagada.

—Lo solucionaremos —le contesto con el teléfono en la oreja, tratando de localizar a un contacto que puede suplir al bajista.

El batería le propone a Gabriel que se haga él cargo del bajo, ya que hay otro guitarrista, pero él llama la atención sobre la evidencia.

—Si yo toco el bajo, ¿¡quién cojones toca los arreglos de guitarra que toco yo!?

—Podemos pasar sin ellos. O sin el bajo. O nos apañamos sobre la marcha.

Gabriel resopla, le da una patada a un cable, tira el pie de micro y se marcha del escenario.

—No te pongas así —le digo, tratando de calmarlo.

—Acabamos de empezar y ya estamos con estas historias. —Se frota los ojos—. El bajo no es lo mío. No va a sonar bien.

Sigo con el teléfono, pero no consigo nada.

—Estoy tratando de localizar al contacto suplente, pero no sé por qué no consigo dar con él. Lo solucionaremos, Gabriel. Le mandaré un billete de avión para que esté aquí esta misma noche.

Gabriel carraspea y dice:

—No. Déjalo. Llamad a Tony.

Todo el equipo se gira hacia él a pesar de que lo ha dicho en español. Hay un silencio denso entre todos los que estamos allí. Yo no sé quién narices es Tony, pero parece que el resto lo sabe bien, porque solo su nombre hace reaccionar a todos.

—Gab… —murmura el guitarrista—. ¿A Tony?

—A Tony —contesta firmemente.

—Gabe —le reprende el batería—. Creo que todos preferiríamos que no llamaras a Tony. Tú también lo prefieres; podemos solucionarlo.

Él se gira hacia mí y con una seña me ordena que llame a Tony.

—No tengo su teléfono.

—¡Pues consíguelo, joder!

No dice nada más. Se va frotándose la cara. No está de humor para que le pida explicaciones, así que esperaré un poco para hablar con él.

—¿Quién es Tony? —les pregunto a todos cuando él desaparece.

—Es… un amigo suyo. Alguien con el que hace tiempo que no trata.

—¿Por qué?

Nadie me contesta y yo tengo ganas de gritar. Odio cuando no soy más que una recién llegada torpe que no entiende de este mundo, que no conoce sus historias pasadas y cuya capacidad de reacción depende siempre de que los demás la pongan en contexto.

Salgo a toda prisa del recinto en busca de un refugio donde nadie me moleste y pueda pensar sola y en paz. Me apoyo entre algunos coches del aparcamiento a fumarme un cigarrillo para tranquilizarme y Volte aparece haciendo vibrar el suelo a sus pies. Le sonrío y le ofrezco un pitillo.

—Eso mata —dice escuetamente.

—Ya lo sé. Pero si no me mata esto, terminará por matarme todo este rollo del bajista.

—¿Va a llamar a Tony?

Me froto los ojos agotada.

—No sé si voy a llamar a Tony, porque no sé quién narices es Tony y por qué su nombre hace que todos aprieten el culo.

—Es un antiguo amigo de Gabriel. Un mal amigo. Se colocaban juntos —responde él con un hilo de voz—. No se ven desde que salió de la clínica.

—Joder…

Apoyo la frente en la ventanilla de la furgoneta y decido que no, no le voy a llamar. Pase lo que pase, ese Tony no va a estar bajo el mismo techo que Gabriel, porque la situación ya es suficientemente delicada sin mezclar esos temas. Tiro el cigarrillo a mitad y vuelvo dentro, donde voy directa en busca de mi marido. Necesito explicarle todo esto y necesito que lo entienda.

Lo encuentro sentado en unas escaleras de incendio, fumando. Tiene varias colillas a su alrededor. ¿Qué hago? ¿Pruebo con ponerme mansa y suave o mejor cojo una postura dura? Si me pongo mansa, encontrándose en este estado, me comerá viva.

—No vamos a llamar a ese Tony. Tienes tres posibilidades: me das otro nombre, te apañas con lo que hay o cancelamos el concierto. Tú verás.

Gabriel se gira hacia mí y se levanta. Mide dos palmos más que yo. Trago con dificultad y él se apoya, dejándose caer sobre una viga.

—¿Por qué? —me pregunta.

Y no lo dice como lo haría tu marido, sino tu jefe. Eso me pone nerviosa.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué no vamos a llamar a Tony? Es el mejor bajista que conozco y sé que dejará lo que esté haciendo para venir. —Su mandíbula se tensa mientras aprieta los dientes.

—Porque no quiero —le digo con un tono de voz que intenta ser autoritario.

Una sonrisa se dibuja en sus labios, pero es una sonrisa que no me gusta nada. Es el artista déspota el que sonríe, no mi chico.

—A ver si lo entiendes, cielo. Lo que tú quieras, da igual. En casa podemos dialogar, pero aquí no. Si digo que llaméis a Tony, cogéis el puto teléfono y llamáis. Lo último que necesito es que vengas tú también a tocarme los cojones. Creo que no es mucho pedir que hagáis vuestro puto trabajo y me deis soluciones. ¡Soluciones, Silvia! ¡No problemas!

Nunca había visto a Gabriel así. Pretendo responderle que no quiero cerca de él a la persona con la que se colocaba, pero ni siquiera me da opción. Le da una última calada a su cigarrillo y antes de tirarlo me dice que ya lo ha llamado.

—Se acabó la discusión.

—Gabriel —suplico.

—No confías en mí. Da igual cuánto lo intente. Nunca vas a hacerlo, ¿verdad? Dime entonces, ¿para qué hostias me esfuerzo tanto? ¿¡Para qué coño lo estoy pasando tan mal?!

Y su reacción me parece tan desmedida que me da miedo. Cuando se va, un pellizco interno me dice que ha empezado y que su boca está más inquieta y tensa de lo normal, que pide perdón porque está haciendo algo que sabe que nos destrozará y que los cambios de humor son solo el principio.