NUESTRO NIDO
Queda muy poco para que empiece la gira y los dos estamos nerviosos. Yo lo demuestro y él se limita a esforzarse por disimularlo; pero yo lo conozco. En un arrebato, llamo a Mery y le digo que Gabriel y yo nos marchamos unos días fuera y que vamos a estar ilocalizables. Me pide que tenga mi teléfono personal operativo por si surgiera alguna emergencia y que no le diga a nadie adónde vamos.
Cuando Gabriel vuelve de entrenar, me encuentra en la puerta, con las llaves del Mustang en la mano.
—¿Adónde vas? —pregunta confuso, con el ceño fruncido.
—¡Nos vamos!
Ni siquiera le dejo darse una ducha. Se sienta en el asiento del copiloto con una sonrisa en los labios, desmadejado, con la zapatilla apoyada en la guantera. No deja de preguntarme adónde vamos, pero no suelto prenda.
—El viaje no es muy largo, pero se hará eterno si no dejas de interrogarme —bromeo.
Subimos el volumen de la música y dejo que sus ojos se concentren en la ventanilla. Los Ángeles corriendo tras nuestro coche, quedándose rezagada, sin poder alcanzarnos.
Cuando cogemos el desvío hacia Venice Beach, le miro de reojo y le veo esbozar una sonrisa aniñada.
—¿Venice? —pregunta.
Unos días en el apartamento nos vendrán muy bien. Llevo el maletero lleno de comida y bebida y la intención de no salir de allí hasta que tengamos que volver.
Al llegar, abrimos las ventanas para que se airee el ambiente viciado de casa cerrada. Me encanta este piso, aunque sea pequeño. Los colores amarillo, menta, blanco, la madera clara… la tabla de surf antigua decorando el salón, apoyada en una pared; el sofá de los sesenta y la alfombra estampada. Todo lleno de discos y de libros y de una luz amarilla que anima a ser feliz.
Guardo la comida en la cocina mientras Gabriel se da una ducha. Le escucho tararear desde allí, con su voz grave. Soy tan feliz que me da miedo. Saco una botella de vino tinto y dos copas y las dejo sobre la mesa baja del salón. Gabriel sale del baño con una toalla en la cintura.
—Dime que me has traído ropa… —sonríe.
—No sé para qué ibas a necesitarla.
Se mete en el dormitorio y le escucho reírse. Evidentemente, he traído ropa. La maleta está abierta sobre la cama y él tarda muy poco en salir vestido con unos vaqueros roídos negros que le encantan, llenos de agujeros y una camiseta negra también. Lleva el pelo mojado y se lo mesa entre los dedos, sentado en el sofá.
—¿Por qué no vienes? —me llama.
Aparezco con un plato preparado con algo para picar. Gabriel no come mucho, pero cuando viene de entrenar suele tener hambre. Lo encuentro bebiendo de su copa y encendiendo un cigarrillo.
—¿Y todo esto?
—Porque nos lo merecemos.
Nos damos un beso en los labios, mimoso, y después se inclina en la mesa y empieza a comer.
—Hay que cambiar la luz del baño. Hace un ruido infernal. Es un zumbido así zuuummm. Demencial.
Sonrío. Aún me sorprende verlo implicarse en esas cosas. Por eso me gusta venir. Cuando nos refugiamos aquí, somos un matrimonio más, joven, enamorado, en un piso pequeño pero precioso. Sin servicio. Solo él y yo.
—¿No comes? —me pregunta con ojitos.
—Te comería a ti.
Estamos tan moñas que creo que me voy a dar una reacción alérgica a mí misma.
Después de terminar con la botella de vino, nos dejamos caer sobre la mullida alfombra. Gabriel me está contando cosas de su experiencia en las anteriores giras. Aunque todo me asusta un poco, me alegra que sea completamente sincero conmigo. Está tumbado sobre su espalda, fumando, mirando al techo.
—El ritmo es vertiginoso. Hay momentos en los que te cuesta saber dónde estás. Una vez hasta me equivoqué saludando. Dije algo así como: «Buenas noches, Alemania». Y estaba en Estocolmo. Aquello salió hasta en las noticias.
Me giro boca abajo, apoyada en los codos, para mirarlo mientras habla. Él sigue.
—Las primeras giras con los chicos fueron geniales. Teníamos veintipocos y todo era nuevo; teníamos muchas ganas y mucha energía. Y no era solo la gira. Era alcohol a mares, fiestas, un montón de tías… aquello estuvo bien durante un tiempo, pero empezamos a hundirnos en esa rutina. —Se ríe acordándose—. El descontrol fue absoluto y dio paso a la anarquía total. Parecía que podíamos hacer lo que nos saliera de las pelotas y un montón de cosas dejaron de parecer graves. Y así terminamos.
—¿Os separasteis por eso?
—Nos separamos porque empezamos a volvernos locos. Uno fue acusado de forzar a una menor y el otro le dio una paliza a un tío en un bar y lo dejó en coma. Y allí estábamos el resto, flipando en colores, hasta las cejas siempre de ácido o de farlopa… —Chasquea la lengua contra el paladar—. Un desastre. La siguiente gira fue más tranquila; fue la primera que hice en solitario. Más tranquila porque al menos no había violaciones, ni bacanales, ya me entiendes. Pero era un jodido caos. Cuando alcancé el disco de platino en tiempo récord, se me fue la olla. Fue como ratificar esa sensación de que todo era posible. Farlopa, peleas en bares, vodka a palo seco a las nueve de la mañana… y de pronto, un día justo después de la gira, me vino toda la bajona. Cuando todo se calmó a mi alrededor, me di cuenta de que tenía millones de dólares pero a nadie a mi alrededor. Nadie de verdad, claro, porque tenía a cientos de lameculos que pretendían vivir de mí. Y un día se me cruzó el cable y dije… a tomar por culo. Valium, coca, vodka, y me senté a esperar.
—¿A esperar?
—Estaba megacolocado —vuelve a echarse a reír—. Pasado de vueltas. Pensaba que iba a ver a la muerte entrar a por mí. —Le miro sorprendida y él asiente, como dándome la razón—. Tu marido es un demente.
Me acerco y le beso.
—Pero no va a volver a pasar —le digo.
—No —y sé que, aunque lo dice en un tono firme, por dentro esa afirmación tiene tono de pregunta—. Pero me da miedo estar cansado, no darlo todo. No es lo mismo, por mucho entrenamiento y vida sana. No sé si es posible hacer una gira al cien por cien a base de café y Red Bull.
—Claro que sí —le digo porque si alguien puede, es él.
Si alguien se lo merece, somos nosotros dos.
Me gusta hacer el amor en el dormitorio de este piso. Mi piso en Venice. Regalo de Gabriel, porque estar aquí le hace sentir como yo, dice: en paz. Siempre que revolvemos las sábanas de esta cama, me da por pensar que seremos padres un día y que nacimos para estar juntos.
Ahora mismo Gabriel se está colocando entre mis muslos, debajo de estas sábanas estampadas que parecen recién sacadas de hace cuarenta años. Se apoya en sus manos, cada una colocada a un lado de mi cabeza y empuja con la cadera, pero se desliza entre mis labios sin penetrarme. Aun así, gemimos. Abro más las piernas y él vuelve a intentarlo; esta vez se cuela hasta lo más hondo y ambos nos arqueamos de placer.
—Nena… —sonríe jadeando.
—¿Te gusta? —le pregunto.
—No hay nada en el mundo que me guste más que joder contigo.
Me da la risa y me carcajeo. Él también se ríe, pero no abandona el movimiento que le lleva hasta mi interior y después lo aleja. Me levanta una pierna, la cuelga de uno de sus brazos y vuelve a empujar. La sensación es increíble. Piel con piel. Me encanta hacer el amor con él sin condón, sentir cómo se va humedeciendo con mi excitación y finalmente me llena con la suya. Ahora, en esta postura, la penetración es profunda y muy satisfactoria. Los pezones se yerguen endurecidos y se me pone toda la piel de gallina.
—Follarte es morirse en vida —jadea—. Follarte es una puta droga, joder.
Me agarra con la mano que tiene libre y me levanta de la cama en dos, tres, cuatro empujones. Eso me hace gritar y me lleva a un estado que se aleja del rato de sexo amoroso que pensaba que tendríamos. Va a ser brutal, sucio y satisfactorio. Después de esto, necesitaremos fumarnos por lo menos un puro.
Nos revolcamos entre las sábanas y Gabriel empieza a penetrarme con tanta fuerza que nuestra piel choca violentamente al encontrarse. Me suelta la pierna, se coge al cabezal de madera y gruñe.
—Joder, Silvia… —Contraigo los músculos y grita—: ¡Joder!
Se deja caer sobre mi cuerpo, hundiendo la cara en mi cuello y nos aceleramos. El ritmo empieza a ser enfermizo. La cama cruje bajo nosotros y chirría. Siento los dientes de Gabriel clavándose en mi hombro y me arqueo facilitando la colisión entre su cadera y la mía.
Se incorpora, sale de mí y tira de mi cuerpo. Nos besamos de una manera salvaje, enrollando las lenguas, lamiéndonos la boca. Sus dedos, clavados en mi cintura, me obligan a darme la vuelta y me coloca a cuatro patas delante de él. Me penetra enseguida, cogiéndome del pelo.
—¡Dios! —grito.
Sus gemidos llenan la habitación; los míos le hacen coro. Y aunque es increíblemente placentero, el cuerpo me pide más. En realidad, creo que no es el cuerpo, sino mi cabeza, llena de un deseo que hasta me empaña la mirada.
Con la fuerza de las penetraciones y mi humedad, Gabriel termina deslizándose hacia el exterior. Gruñe de frustración y cuando dirige su erección de nuevo hacia mi cuerpo, me doy la vuelta.
—Gab… —y si el tono ya es perverso, sucio, lujurioso… la petición que va detrás, lo es más—. Házmelo.
Él sonríe; sabe a qué me refiero.
—¿Qué quieres que te haga?
—Que me folles por el culo —le digo mordiéndome el labio inferior.
—En realidad no quieres —dice tocándose y abriendo más mis piernas con una de sus rodillas.
—Quiero…
Se ha preocupado de asegurarse, pero no va a insistir, eso está claro. Se estira y abre el cajón de la mesita. Frunce el ceño.
—No hay ni lubricante ni condones, nena.
—¿Quién los necesita? —bromeo.
Gabriel pasea su erección por entre mis labios empapados y después humedece su mano con saliva y se toca. Ese gesto me ha puesto casi más cachonda de lo que ya estaba, si eso es realmente posible. Coge la almohada y tira de ella hacia abajo, obligándome a acomodarla en mis riñones. Eso deja mis caderas levantadas.
—¿No prefieres la postura de antes? —le pregunto.
—No. Quiero verte la cara cuando te corras.
Repite lo de la saliva y yo gimo de anticipación. Me pide en un susurro que me toque. Me acaricio con los dedos a la vez que él presiona por entrar en mí; la punta se cuela de un empellón y se queda quieto. Siento mi cuerpo tirar en todas direcciones y sigo acariciándome.
—No pasa nada si cambias de idea —susurra tocándome los pechos.
—Quiero tenerte en todo mi cuerpo —le respondo.
Él empuja un poco más. Me contraigo entera y él va a retirarse, pero como no quiero que lo haga, le presiono con mis piernas, atrayéndolo más. De golpe, lo tengo dentro. Jadeo. Lo siento en todo el cuerpo. Lo siento haciéndose sitio. Acomodándose en mi interior. El sexo me palpita, los pezones se han endurecido aún más y la piel me escuece. Gabriel me mira alucinado.
—¡Dios! —grita y aprieta los puños, conteniéndose para no empezar a empujar y hacerme daño.
Sigo acariciándome, pero muy despacio, porque estoy a punto de correrme cada vez que lo hago.
—Hazlo, Gabriel…, hazlo y córrete dentro de mí.
Se mueve fuera y dentro de nuevo. Me penetra con facilidad. Cierra los ojos y susurra que va a correrse si me mira. Yo estoy igual. Nunca pensé que esto me excitaría tanto. Nunca pensé que terminaría pidiéndolo yo.
Cogemos ritmo y sus manos se deslizan de mis pechos a mis caderas, hasta que una se cuela entre las piernas. Mete un dedo dentro de mi vagina húmeda. Eso le gusta, lo he escuchado gemir. Mete otro y entonces me gusta tanto que tengo que dejar de acariciarme por no correrme ya.
—No, no… no te contengas, nena. No puedo más.
Nos acercamos cuanto podemos y nos besamos. Aspiro sus gemidos mientras me penetra con firmeza. Sé que está al borde porque tiene que parar de vez en cuando y se muerde el labio inferior con saña en cuanto no lo beso. Y solo tengo que acercar de nuevo los dedos a mi clítoris para explotar en un orgasmo que no es comparable a nada y siento tanto placer que creo que voy a desmayarme. Grito y noto cómo Gabriel explota dentro de mí también. Nos movemos al unísono, frenando el ritmo hasta que él sale de mí y, hasta en ese movimiento, vuelvo a sentir placer.
Su boca y la mía se devoran enfermizamente durante los siguientes segundos. No puedo despegarme de él. Le rodeo con las piernas, le abrazo con mis manos deslizándose por la piel de su espalda.
—Tenías razón —le digo en un hilo de voz.
—¿En qué?
—Nunca antes me lo habían hecho bien.
Después de una ducha, volvemos a meternos en la cama, desnudos. Nos besamos y hasta nos avergonzamos un poco de lo salvajes que nos hemos puesto antes. Al recordarlo Gabriel vuelve a ponerse tonto. Me besa, mordisquea mis orejas y yo finjo que no quiero más, acurrucándome en la cama, cuando lo que quiero es que me lo haga así, desde atrás, abrazado a mi cuerpo. No se hace esperar. Le facilito la tarea subiendo mi pierna derecha a las suyas, en un ejercicio de flexibilidad.
—Voy a tocarte, nena, como toco mi guitarra. Y vas a hacer música para mí.
Y hago música, claro, gimiendo despacio, mimosa, rezando entre dientes que le quiero, que me hace sentir viva. Él lo hace también, suspirando quedamente en mi cuello y susurrando que me quiere. Nos corremos los dos a la vez, en un murmullo.
No me suelta aunque le pido que me deje ir al baño. No quiere, dice. Me abraza más a él y me acaricia el pelo, besándolo. No tardo en dormirme; ni siquiera me doy cuenta. Cierro los ojos, siento sus dedos viajando entre mis rizos y me relajo. Sueño con miles de flashes en mitad de la noche y con gritos; ecos de la gira, que tengo metida en el cerebelo hasta para esto. Lo siguiente es el despertar. Estoy mirando hacia la ventana, sola en la cama. Fuera se está haciendo de noche y Gabriel, sentado en la hamaquita de madera y algodón, me mira. Está muy serio.
—¿Por qué no me has despertado? —gimoteo—. Después no dormiré.
—Estabas muy guapa. Parecías relajada.
Se levanta, vuelve a llevar los vaqueros y se ha puesto un jersey bastante roído también, que le gusta tanto o más que los pantalones. Sale hacia el salón y le oigo encenderse un cigarrillo. Salgo de la cama desnuda y me pongo una bata; cuando salgo del baño, Gabriel está apoyado en la ventana del dormitorio y mira hacia el exterior. No le veo la cara, pero sé que su expresión debe ser taciturna, porque se respira en el ambiente. Le ha estado dando vueltas a la cabeza.
Le abrazo por detrás y le beso la espalda.
—Deja de pensar. Nada importa tanto, ¿sabes? —le pido.
—Me gustaría tenerlo tan claro.
—Te quiero.
Gabriel se da la vuelta y me mira.
—Lo eres todo, Silvia. Eres cuando me despierto, cuando me duermo, cuando respiro. No tienes que ser nada, solo ser tú.
—A juzgar por tu tono, cualquiera diría que eso es malo.
—No lo es.
—¿Entonces?
—No quiero hacerte daño.
—¿Quién dice que lo harás?
—Lo tengo aquí —se señala la boca del estómago—. Se me hace un nudo si lo pienso; hace mucho tiempo que no me pongo a prueba. La gira…
Me pongo de puntillas y le doy un beso en la nariz. Sonríe automáticamente. Se acomoda en la hamaquita y me siento en sus rodillas, con la espalda pegada a su pecho y su boca en mi cuello.
—Me tengo miedo —musita.
—No tienes por qué tenerlo. Yo te conozco. Eres el amor de mi vida y el amor, dicen, lo puede todo.
—Soy un cobarde, Silvia. Es mejor que lo sepas, porque no quiero decepcionarte.
—No eres un cobarde. Tomaste decisiones equivocadas en el pasado. Como todos.
—No, no todos.
—¿Cómo que no? ¡Mírame a mí! Perdiendo el tiempo cuando estabas ahí, en la MTV.
Me giro y compruebo que, efectivamente, le he dibujado una sonrisa grande.
—Eres capaz de darle sentido a todo, joder. —Apoya su frente en mi espalda y siento que sus brazos me ciñen más a él.
¿Soy capaz de darle sentido? Eso espero…
Gabriel se teme demasiado.