CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Martes, 20 de noviembre de 2012
Llevo toda la mañana trabajando como una autómata. Ni las bromas de mis compañeros entre sí, mentando a todas sus madres y al oficio más antiguo del mundo, me hacen reír. Y no es que esté triste que te mueres y que quiera tirarme desde lo alto de la catedral de la Almudena, sino que estoy asqueada y no me apetece nada más que acurrucarme con Gabriel, escuchar música, olerle y olvidar todo lo demás.
Podría echarle la culpa a Álvaro por enésima vez, pero a decir verdad creo que las discusiones con él ya ni me agotan. Solo me aburren. Es el cuento de nunca acabar y yo ya estoy empezando a pensar que es un sinsentido siquiera tratar de hablar con él. No me entiende y tampoco hace un esfuerzo por intentarlo.
Vale, sí, me fui a Los Ángeles dejando en el aire la posibilidad de arreglarlo con él y al volver resultaba que me había casado en plan jijí jajá en Las Vegas con Gabriel que, por si fuera poco, es famoso, está forrado y ha estado enganchado a las drogas. Ole, ole y ole. No es la demostración de madurez que Álvaro esperaba, supongo.
Pero todo eso ya lo sé. Entonces ¿por qué estoy tan asqueada?
Los dedos siguen volando sobre el teclado mientras voy dibujando logaritmos y voy cerrando códigos. Álvaro entra en el departamento y, solo por el ruido de sus pisadas sobre la moqueta que cubre el suelo técnico, sé a ciencia cierta que está que echa humo. Supongo que no le ha mejorado el humor después de la bronca de ayer. Y aunque me he propuesto no mirarlo, soy incapaz de evitarlo, porque viene hasta mi mesa y deja caer cuatro revistas encima. En realidad no las deja caer, las tira con una mala hostia que debería arruinar su karma de aquí a su séptima reencarnación.
—Toma —dice con rabia.
Ya ni siquiera me llama a su despacho para montarme el pollo. No sé qué le estará pasando por dentro, pero lo está volviendo mucho más atrevido con estas cosas. Todos los compañeros nos miran; la tensión podría cortarse ahora mismo.
—¿Qué es esto? —le pregunto.
—Son revistas. Sales en todas.
Tira de la esquina de una y la abre. Maldita sea la coincidencia, porque se abre por una página en la que Gabriel y yo estamos posando para los fotógrafos en la alfombra roja.
—Qué guapa, Silvia. Se os ve tan felices… —masculla sarcástico.
—¿Y a ti qué te importa? —contesto en el mismo tono.
—Eso mismo me pregunto yo… ¿a mí qué coño me importa ya?
Después, pisando con la misma fuerza, se mete en su despacho y el portazo hace vibrar hasta las placas de pladur del techo. Mis compañeros han dejado de teclear y me miran. Pobres, no han hecho nada, pero van a pagar las consecuencias de todo mi cabreo. Me levanto, les tiro de malas maneras las revistas, que revolotean como pájaros cayendo sobre las mesas, y, mientras voy hacia la salida, digo:
—¡Tomad carnaza!
Miércoles, 21 de noviembre
Hemos tenido mal rollo durante buena parte del último año, pero siempre lo dejamos aparcado antes de las reuniones de planificación. Esta vez no ha sido así. El Álvaro frío y previsible se está resquebrajando por momentos. Tiene unas marcadas ojeras bajo los ojos e incluso juraría que está más delgado. Ya no puede ni disimular lo agriado que tiene el carácter. Debe de pasarle como a mí, que la rabia me carcome y, además, me quita hasta el apetito. Las damiselas de los libros románticos se sienten desfallecer de pena y su apetito languidece por culpa del desánimo. A mí es la rabia pura lo que no me deja espacio para nada más.
Nuestros compañeros no sé si identifican la fuente del mal rollo, pero desde luego notan que el ambiente está cargado de electricidad. Y no es ese tipo de electricidad que nos recorre cuando nos deseamos pero no podemos tenernos. Es algo maligno. Me están carcomiendo los nervios. Me imagino a mí misma tirándole por encima de la mesa la silla en la que estoy sentada, cuando normalmente lo único con lo que fantaseo en estas reuniones es con tirármelo a él. O con que me abrace contra su pecho desnudo y yo pueda dibujar espirales con la yema de mis dedos sobre su piel. Saber que aún sería capaz de hacerme flaquear me indigna. Es posible que a él le pase lo mismo.
—Miguel y Julio, encargaos de cerrar el proyecto del gestor de contactos, por favor.
En ese momento, despierto de mi sopor.
—Con todos mis respetos, ese proyecto es mío —respondo.
—Ya no. —Y ni me mira al decirlo.
—¿Cuánto le queda a esta reunión? —pregunto.
—¿Por qué?
—Por si puedo pedirles a mis compañeros que nos dejen solos un momento o tengo que montar el cirio con todos delante.
Álvaro levanta los ojos de sus apuntes por fin y me sostiene la mirada. Yo no me amilano, debería saberlo. El puñetero proyecto me importa dos pimientos, como el resto de las cosas que pasan encima de esta horrible moqueta azul, pero es una cuestión de principios. Ahora mismo le arrancaría la cabeza con mis propias manos.
—No llevas el ritmo que necesito con el proyecto, así que es mejor que delegues en dos personas con muchísima más experiencia que tú en trabajos importantes. Esto te viene grande, acéptalo.
Los pobres Miguel y Julio tragan saliva y miran hacia otro lado.
—Y una mierda —contesto entre dientes, y hago que todos mis compañeros contengan el aliento—. Esto es algo personal.
—No hay nada personal entre tú y yo, Garrido.
—Mira, Álvaro…, me importa una mierda que estés rabioso de celos. Me importa una mierda que ahora quieras mantener el control y que decidas que hacerlo con el trabajo es la mejor decisión. Pero por ahí vas mal, porque tengo más cojones que el caballo de Espartero y no me da la gana. Coge las putas revistas y métetelas por el culo o hazte pajas con ellas, me la suda, pero no me toques la moral. —Se hace el silencio y ni siquiera se escuchan carraspeos—. A lo mejor ahora decides que sí es buena idea que mis compañeros vayan saliendo de la reunión —digo con placer.
—No. —Y paladea las letras mientras me aguanta la mirada—. Prefiero que se queden para que comprueben lo que pasa cuando se es tan inconsciente como tú. La que te vas eres tú, pero suspendida de empleo y sueldo durante una semana.
A eso no sé qué contestar y él empieza a escribir cosas en sus apuntes con la pluma Montblanc que estoy imaginando que le clavo en el corazón.
—Si no te vas en un minuto, llamo a seguridad —dice sin mirarme.
Me levanto y me voy. El portazo suena en el pasillo. Cuando salgo del edificio siento tantas cosas malas dentro de mí que no me reconozco. No me reconozco, Álvaro.
Jueves, 22 de noviembre
Suspendida de empleo y sueldo durante una semana… Él sabe de sobra que necesito el cien por cien del dinero que cobro, porque vivo al día. Tengo que pagar el alquiler de este piso que, aunque él me consiguió a buen precio, sigue siendo más caro que el anterior y muchísimo más que vivir en casa de mi madre. Y no quiero volver. No puedo volver.
Ayer no le quise decir nada a Gabriel cuando me llamó, a pesar de que me preguntó un par de veces si estaba bien, pero hoy no aguanto más. Necesito desahogarme y no me vale hacerlo con Bea en este caso, porque lo más seguro es que ella reaccione aún peor que yo. Necesito que me aplaquen, que me apaguen un poco la ira que brilla detrás de mis ojos y que lo vuelve todo rojo. Gabriel es la persona indicada y, además, desde ayer no pienso en otra cosa: tumbarme sobre su pecho desnudo y acariciar su piel dibujada; calmarme con el ritmo de su respiración regular. Cojo el teléfono que me dio para llamarle (y de cuya factura también se hace cargo) y marco su número. Ni siquiera he pensado que allí deben de ser las cinco de la mañana hasta que contesta con la voz tomada por el sueño.
—¿Qué pasa, mi amor? —susurra.
Lo de «mi amor», lo confieso, me ha dejado fuera de juego. Nota mental: no contárselo a Bea si no quiero estar probándome vestidos de novia a los cinco minutos.
—Álvaro me ha despedido durante una semana. Me habrán abierto un expediente y, además de que no puedo volver hasta el miércoles, no voy a cobrar el veinticinco por ciento de mi sueldo de este mes.
—¿Qué… qué dices, Silvia? —contesta sorprendido.
—Digo que Álvaro…
—Cariño, te he oído, pero… ¿me lo estás diciendo en serio?
—¿Cómo iba a inventarme una cosa así?
—Yendo borracha, por ejemplo.
—Estoy demasiado deprimida para beber —le respondo mordiéndome el labio inferior.
—A ver… cuéntamelo bien…
Durante diez largos minutos lo único que hace Gabriel es carraspear y asentir a lo que yo le voy contando. Le oigo levantarse de la cama y respirar hondo un par de veces. Le imagino de pie junto a la ventana de la habitación, en su casa de Toluka Lake, mirando hacia el exterior, que ya debe de brillar bajo los primeros despuntes del alba. Quiero abrazarle. Necesito abrazarle.
Como tengo muy buena memoria, se lo cuento todo con pelos y señales, incluido el dato de lo que yo llevaba puesto (un vestido negro con botones dorados en la espalda) y de qué color era el traje que llevaba Álvaro (gris azulado, de ojo de perdiz). Cuando termino, Gabriel resopla.
—¿Por qué resoplas? ¿Crees que me pasé?
—Nunca he trabajado en una oficina, no sé si ese es el tono normal de una de las broncas habituales entre jefe y subordinado o si te has pasado diez pueblos… lo que sí te digo es que no entiendo cómo aguantas ahí un día más. Eso es insoportable, cariño.
—¿Y qué quieres que haga? —le replico—. ¿Tú sabes cómo está el paro aquí?
Su resoplar ahora es mucho más fuerte y de pronto entiendo por qué me lo está diciendo. Le atajo.
—Gabriel, por enésima vez…
—No, Silvia, por enésima no, escúchame aunque sea una maldita vez. Si me despiertas a las cinco de la mañana espero al menos que oigas lo que tengo que decirte.
—Siento haberte despertado. —Me tapo los ojos cuando lo digo.
—Que me despiertes es lo de menos. Sabes cuánto te quiero, Silvia. ¿Qué necesidad tienes de aguantar mierdas? ¿Crees de verdad que esa situación tiene vuelta atrás? Y voy más allá… Si la tuviera, ¿crees que no soy capaz de mejorar tus condiciones y tu futuro? ¿Crees que te lo ofrecería si no fuera así?
Cierro los ojos. Es tentador, pero no es lo que necesito que me diga.
—Pero no quiero huir.
—Bueno, mi vida, ya sabes lo que hay. Si te interesa…
Mi vida. Quiero ser su vida. Quiero que él sea la mía.
—Déjame que… que lo piense.
Viernes, 23 de noviembre
No puedo dejar de darle vueltas a lo que me dijo ayer Gabriel sobre mi trabajo y el que me ofrece él. Es posible que tenga razón en algunas cosas, como que esta situación no va a mejorar de verdad.
Puede mejorar aparentemente, porque Álvaro y yo podemos llegar a un acuerdo y firmar otra tregua, pero… ¿no es lo que hicimos allá por el mes de marzo de este mismo año? Pues ha durado ocho míseros meses. O ni eso.
Bea me ha dicho que no sabe por qué narices me lo estoy pensando tanto aunque, claro, yo he omitido el hecho de que me llame «mi amor» y que algunas de mis dudas nazcan del pasado de Gabriel con las drogas. Imagino que ella lo sabe, porque es una forofa de los cotilleos y ya se habrá informado bien, pero supongo que piensa que es una de esas estrellas que resurgen de sus cenizas con más fuerza que antes. Y no digo que no, pero yo conozco a Gabriel y sé que su naturaleza es melancólica por definición. ¿Tenerme allí con él le vendrá bien o terminará por contagiarme? Además… ¿quiero dejar aquí a mis amigas, mis hermanos y mi madre? Creo que nunca, jamás, había tenido que tomar una decisión más importante que esta.
Decido hacer una cosa muy loca y llamo a mi hermano Óscar. Aunque no lo parece, se le dan bien las personas porque es psicólogo. Sí, es psicólogo y tiene un bar de copas. Él defiende que es una cosa consecuente, porque para tratar con los borrachos hay que tener mucha psicología. Varo, por su parte, estudió contabilidad. En fin, cuando eligieron sus carreras… ¿en serio estaban siendo realistas? Aunque, claro, creo que las universidades aún no ofertan estudios de fucker.
El caso es que, cuando llamo a Óscar, lo pillo en la cama. Son las doce de la mañana y supongo que ayer cerraron el pub tarde, de modo que no le recrimino que esté sobando como un oso en periodo de hibernación.
—Hola, Óscar.
—¿Qué haces en tu casa a estas horas? ¿Estás enferma o te han despedido?
Miro el techo de mi salón. En esta familia tenemos una manera muy particular de comunicarnos.
—Álvaro me ha mandado a casa una semana sin empleo y sueldo.
—¿Qué has hecho? —espeta mientras sé que se estará levantando de la cama.
—Le dije de todo menos guapo en una reunión de equipo, con todo el mundo delante. Por un tema profesional, que conste. No me puse a gritar en plan amante despechada. Aún.
—Ajá. Oye, espera. —Le oigo tapar el auricular y, amortiguado, escucho el sonido de su voz—: «Cariño, es mi hermana, necesita terapia. Si me haces un café, sigo con eso cuando termine».
Oigo algunas risitas y, de pronto, Óscar vuelve a carraspear. Qué asco.
—Ya. Dime —dice.
—¿Quién es?
—No la conoces —contesta rápido.
Pongo los ojos en blanco. Seguro que es alguna de mis amigas. Sé que varias de ellas han cogido un pedo mayúsculo en su pub y han acabado jugando al kamasutra con Varo o con él. Al menos espero que siempre haya sido con cada uno por separado. Bea nunca me lo ha confirmado, pero sé a ciencia cierta que una vez Varo y ella se dieron un meneo que dejó a mi hermano completamente fascinado.
—Oye, en realidad… quería consultarte una cosa a la que le estoy dando vueltas —le digo.
—¿No es porque estés de bajonazo por lo del despido?
—No. Y sí. Bueno… el caso es que Gabriel…
—¿Quién es Gabriel? —pregunta.
—¡Mi marido! —respondo con voz de no dar crédito a que gente como mi hermano sobreviva con esa capacidad de retención de datos…
—Ah, ya sí. Claro. Sigue.
—Gabriel lleva tiempo ofreciéndome un trabajo.
—Si te paga por comérsela, te conviertes en puta, da igual cómo lo adorne —responde.
—No es por comérsela, imbécil —me enfurruño—. Me ofrece ser su mano derecha. Algo así como su asistente, el nexo entre él y su mánager y… ya sabes. La persona que le acompaña a todas partes.
—¿Cuánto te paga?
—Pues la verdad es que no he ahondado en esas cuestiones, pero seguro que más de los mil euros al mes que cobro en esta maldita y pútrida empresa. Nunca le he tomado demasiado en serio como para preguntárselo.
—¿Por qué? —Y ahí está, de pronto, el Óscar psicólogo…
—Pues porque… siempre me dio la sensación de que yo era el nuevo juguetito y que un día se cansaría y me haría desaparecer de su vista. Y entonces yo me quedaría sin nada.
—Hablas en pasado. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Han pasado ya casi seis meses desde que nos conocemos y cada día insiste más. Yo… nosotros… tenemos algo especial. Además…, Óscar, él es una persona que necesita a alguien que le cuide en algunos aspectos de su vida.
—¿No te da miedo que al tratar de solucionar esos asuntos suyos salgas tú perjudicada y te veas metida en esa espiral?
—Sabes de lo que hablas, ¿verdad?
—Supongo que hablamos de drogas, de alcohol y de fiestas.
—Más o menos. Se supone que ya está curado pero… es tan melancólico.
—A ver, Silvia… Nunca tienes que tomar decisiones pensando en los demás en lugar de en ti. Es como lo de ese máster que ibas a hacer y para el que estabas ahorrando que, al parecer, el perfecto Álvaro te quitó de la cabeza.
—Pero es que no sé si es buena idea…
—¿Quieres mi opinión sincera?
—Claro.
—Tienes que largarte del trabajo o eso va a terminar como el rosario de la aurora. Varo me lo decía el otro día… ya estábamos pensando en hacerte un hueco en el pub. Esa situación es insostenible. Da igual lo que tú creas. Ya no hay marcha atrás y ahora encima me llamas desde casa, adonde te han mandado sin empleo y sueldo por pelearte con él… Silvia, por Dios…
—Pero eso no me aclara si es buena idea tomar en serio la proposición de Gabriel, eso solo es una bronca. Para una vez que te pones serio, podría ser para darme un buen consejo, no para reñirme como si fuese un perro que se ha comido tus revistas guarras —me quejo.
—Es que no sé qué consejo darte; nadie lo sabe. Irte con Gabriel puede ser la mejor decisión que tomes en tu vida o la peor. No lo sé. Pero es que las decisiones debes tomarlas tú sola y hay dos cosas que te polarizan. Una es que Gabriel te despierta algún tipo de instinto de protección. La otra es que no quieres dejar de verle la cara a Álvaro todos los días porque, en el fondo, ninguno de los dos queréis darle de verdad carpetazo y hacer real la ruptura.
Joder. Puto Óscar. ¿Por qué cojones le habré llamado?
Lunes, 26 de noviembre
Álvaro ha tardado más de lo que pensaba en venir a hablar conmigo. Pensé que ese mismo día aparecería en mi casa con el rabo entre las piernas justo después del trabajo, buscando una solución a un problema que ya ha pringado hasta nuestra vida profesional. Pero no, ha sido muy digno y con esa dignidad aparece aquí plantado en la puerta de mi casa, cinco días después. Debe de estar mucho más rabioso de lo que pensaba.
Nota mental: Silvia, no folles con él.
Le dejo pasar y mis ojos se van directos a su culito; no lo puedo remediar, es superior a mis fuerzas. Me encanta cómo se mueve cuando camina. Es como si sus hombros marcaran un ritmo macarra, mientras las piernas siguen andando con elegancia. Cuando llega al centro del salón, se quita el abrigo, lo deja perfectamente colocado en el respaldo de una silla y, después, mete las manos en los bolsillos de su pantalón de traje. Qué gesto tan suyo.
—Creo que tenemos que hablar —dice.
Y yo no puedo evitar, porque soy imbécil y porque llevo demasiado tiempo sin echar un polvo, que la saliva se me arremoline en la garganta cuando me fijo en lo guapo que está con su traje negro, el jersey de cuello de pico del mismo color y la camisa gris clara. Miro hacia la silla y veo asomar parte de la corbata del bolsillo de su abrigo.
—Tú dirás —logro contestarle.
—He hablado con Recursos Humanos y no van a abrirte un expediente. He aclarado que ha sido un momento de calentón entre los dos y que mi reacción fue desmedida, de modo que al menos hemos atajado eso. Desde luego se te va a descontar la parte proporcional a…
Me está hablando como si lo hiciera sobre una cartera ministerial. Como si yo fuese uno de sus puntos pendientes en la lista de to do’s. Me enerva y le interrumpo de malas maneras.
—¡Di lo que has venido a decirme y lárgate, joder!
Me lanza una mirada que me hiela, pero finjo que no siento escalofríos recorriéndome la espalda.
—Esto no puede seguir así, Silvia. Es evidente que uno de los dos va a tener que tomar la decisión de alejarse, pero por más que busco, ahora mismo no hay más trabajo que el que tengo. No te voy a pedir que hagas tú el esfuerzo de marcharte, porque imagino que, en tu situación, incluso será más complicado.
Trago bilis por no romperle la mesa de centro encima. ¿En mi situación? Ah, claro, que yo soy una pobre diabla que no tiene su magnífica formación.
—¿Y entonces?
—Irme me iré, pero has de tener paciencia. Sé que no te apetece nada verme la cara, pero debes ser paciente y comportarte. —Me paso la mano por debajo de la nariz y después me siento en el sofá. Él sigue hablando—. Tengamos el mínimo trato posible, ¿vale? Solo el estrictamente necesario. Incluso puedes reportarle los avances de tus proyectos al jefe de equipo, sin tener que hablar directamente conmigo.
Cierro los ojos y me remuevo el pelo. Se me ha hecho un nudo en la garganta horrible pero, a pesar de todo, no tengo ganas de llorar. Me ha convertido en una persona gris que apenas puede ni llorar; como él. Entonces tomo una determinación. He de hablar con Gabriel en serio sobre lo que me propone. No quiero ver cómo esto termina de deshacerse.
—No te preocupes, Álvaro. Estoy en trámites de encontrar otra cosa.
Él levanta las cejas, sorprendido. Eso no se lo esperaba, el muy cabrón. Jódete.
—¿Otra cosa?
—Sí, te daré detalles cuando sepa más. Pero antes de que te vayas, quiero decirte algo. Va a ser algo así como un monólogo, pero creo que no será de esos en los que te partes el culo de risa. Necesito que me dejes terminar. —Ninguno de los dos dice nada. El silencio se extiende, y cuando se vuelve demasiado denso me doy cuenta de que no puedo organizar las palabras en mi cabeza y de que tendré que improvisar—. No sé qué ha convertido esto en odio. No lo sé. Supongo que ha sido… Gabriel. Pero tienes que comprender que yo también lidié con otra persona en tu vida y en ese caso era diferente, porque otra te besaba, otra se acostaba contigo y… tú y yo apenas habíamos roto días antes. —Suspiro—. El caso es que por mucho que me afectara, que fue bastante, no lo mezclé con el trabajo. Te pinché las ruedas del coche, sí, pero no lo hice como parte del equipo del que eres responsable, sino como tu exnovia cabreada. Tú, desde tu posición de jefe, me has quitado una parte del sueldo que necesito para pagar un alquiler que siempre he pensado que me puedo permitir a duras penas. El que no está siendo ni sensato ni maduro eres tú, Álvaro. Para mí no es fácil. Yo también quería arreglarlo y, ¿sabes?, habría solucionado lo de mi matrimonio loco en Las Vegas si tú hubieras reaccionado de diferente manera. Pero estoy harta. Y aunque sé que tienes razón en desesperarte porque me he casado con él y por el numerito de la gala de los EMA, has tenido tan poca razón en el resto de cosas que… no puedo más. Yo te quiero, Álvaro, y nunca me ha dado miedo decírtelo. Tú también me quieres; si no, no haríamos estas cosas. La diferencia es que tú nunca te has atrevido a decírmelo porque, probablemente, eso lo haría más real o, no sé, pondría de manifiesto que te importa más lo que piensen los demás que lo que tú mismo sufras. Mírate, Álvaro… —Levanto la mirada—. ¿Por qué crees que te mereces estar pasándolo así de mal? ¿De verdad crees que esta ruptura fue lo mejor? O quieres demasiado a tus padres o es que no te quieres nada a ti mismo… El caso es que nunca me había tomado en serio la posibilidad de irme de Ruiz&Ruiz porque no quería dejar de verte. Pero ya no puedo hacer nada por evitarlo. Es cuestión de tiempo. Solo… deja que lo arregle todo.
Álvaro me mira con los labios levemente apretados, el uno con el otro. Si no lo conociera tanto, diría que tiene los ojos vidriosos y que le cuesta tragar saliva. Asiente de pronto. Se gira, resopla y se pasa las manos por la cara.
—Nunca he conseguido no hacerte sufrir. Hasta queriendo protegerte… mírate, eso es lo que hago contigo. Y conmigo. —No le contesto—. Aprenderemos a hacerlo. No te vayas a ninguna parte.
Saca la cartera del bolsillo interior de su chaqueta, coge doscientos cincuenta euros y los deja sobre la mesa; la parte proporcional de mi sueldo que he perdido con esta lucha de poder. Da un par de pasos hacia la salida pero vuelve la cara ligeramente hacia mí y me dice:
—Perdóname, Silvia…
Eso sí que es nuevo. ¿Me sirve?