WISTY

Es devastador. Una ciudad entera de caras furiosas me mira como si fuera una malvada criminal (cosa que no es cierta, lo prometo). El estadio está lleno hasta los límites de su capacidad y, seguramente, los supera. Hay gente de pie en los pasillos, en las escaleras, en las rampas de cemento, y algunos millares más han acampado en el terreno de juego. Hoy no hay en este lugar ningún equipo de fútbol americano. Ni siquiera podrían salir al campo desde los vestuarios por mucho que lo intentaran.

Esta abominación se está retransmitiendo por la tele y también por Internet. Todas las revistas sin sentido, todos los inútiles periódicos se encuentran aquí. Sí, hasta veo cámaras en plataformas elevadas repartidas por todo el estadio. Incluso hay una de esas cámaras que se mueven por control remoto colgadas de cables tendidos sobre el campo. Ahí está, suspendida justo enfrente del escenario, bamboleándose ligeramente con el viento.

Así que, sin duda, hay millones de ojos más observando, muchos más de los que puedo ver. Pero son los que están aquí, en el estadio, los que me rompen el alma. Enfrentarse a decenas, quizá centenares de miles de rostros curiosos, insensibles, como mínimo indiferentes… eso sí que es aterrador.

Y no hay ojos siquiera un poco húmedos, no digamos con lágrimas.

Ni una palabra de protesta.

Nadie que patalee para oponerse.

Ninguna mano alzándose, solidaria.

Ninguna pista que indique que a alguien se le haya pasado por la cabeza salir de la multitud, romper el cordón de seguridad y llevar a mi familia a un lugar seguro.

Está claro que no es un buen día para nosotros, los Allgood.

De hecho, mientras el indicador luminoso va mostrando la cuenta atrás en las enormes pantallas de vídeo, en ambos extremos del estadio, todo parece indicar que este va a ser nuestro último día.

Este es un tanto que se ha anotado el hombre, muy alto y muy calvo, que ocupa la torre que se alza en medio del campo. Es algo así como un cruce entre un juez de las Cortes Supremas y Ming el Despiadado. Yo sé quién es. Lo conozco en persona. Es el Único que es Único.

Justo detrás de su Unicidad hay un enorme cartel del N.O.: el Nuevo Orden.

Entonces la multitud empieza a corear, casi como si cantara:

—¡El Único que es Único! ¡El Único que es Único!

Con gesto autoritario, el Único levanta la mano, y sus lacayos encapuchados nos empujan hacia delante, al menos todo lo que les permiten las sogas que llevamos al cuello.

Veo a mi hermano, Whit, tan guapo y tan valiente, mirando hacia abajo, hacia los mecanismos de la plataforma. Está tratando de averiguar si hay alguna manera de averiarla, algún modo de impedir que se abra y nos deje caer, para evitar así que nuestros cuellos se quiebren, provocando nuestra muerte. Se está preguntando si habrá alguna posible escapatoria en el último minuto.

Veo a mi madre llorar en silencio. No lo hace por ella misma, claro, sino por Whit y por mí.

Veo cómo la alta y resignada figura de mi padre nos sonríe a mí y a mi hermano, en un intento de mantener la moral, de recordarnos que no tiene sentido pasarlo mal en nuestros últimos momentos sobre el planeta.

Pero me estoy adelantando demasiado. Se supone que aquí tengo que hacer una introducción, no dar los detalles de nuestra ejecución pública.

Así que retrocedamos un poco…