CAPÍTULO 96
WHIT
Era como una pesadilla recurrente, de las peores.
Ahí estaba la horrible Matrona, cubierta de vendas y pálida como la tiza. A su lado estaba el Único que Juzga, Ezekiel Unger. Recordé que era su hermano. Seguía llevando su deprimente túnica negra, como si fuera la muerte en persona.
Los rodeaban «especialistas» en seguridad armados con metralletas.
A su lado estaba… Jonathan. Con pinta engreída y cómplice.
La desesperación me abatió como una mortaja. Nunca se me había ocurrido pensar que nadie de Freeland pudiera alcanzar el nivel de traición de Byron Swain, pero, por lo visto, Jonathan había sido capaz.
—¿Jon? —susurró Margo.
Jonathan hizo una mueca.
—Vivir como vosotros es demasiado difícil. No hay esperanza. El Nuevo Orden ofrece una vida mejor —dijo—. Es preferible a la cárcel y la muerte. Yo creo en el Único.
Los ojos de Margo se llenaron de lágrimas furiosas. Pero ella me había hecho sentir mejor antes, y yo quería hacerle creer que todo iba a salir bien. Aunque en realidad no fuera así.
Aparecieron unas palabras en mi cabeza. No tenía ni idea de dónde procedían.
—Margo, tienen miedo de nosotros. Tienen miedo de todo.
Y me puse a decirlas sin pensarlo demasiado, hasta que se convirtieron en una especie de consigna.
Tienen miedo del cambio, y nosotros somos el cambio.
Tienen miedo de los jóvenes, y nosotros somos los jóvenes.
Tienen miedo de la música, y la música es nuestra vida.
Tienen miedo de los libros, del conocimiento, de las ideas.
Tienen mucho miedo de nuestra magia.
Margo se me quedó mirando con los ojos como platos, pero ya no había lágrimas en ellos.
Abracé a Wisty, que seguía inconsciente y casi no pesaba nada, y volví a decir las palabras. Con más fuerza esta vez.
Tienen miedo de nosotros. Tienen miedo de todo.
Tienen miedo del cambio, y nosotros somos el cambio.
Tienen miedo de los jóvenes, y nosotros somos los jóvenes.
—¡Silencio! —rugió el juez Unger, con su cara de escarabajo de color morado.
—Esperad a que vuelva a poner mis manos sobre vosotros —dijo la Matrona, a su lado. Tenía los ojos tan apretados que un céntimo no podría pasar a través de ellos.
—Eso no va a suceder, Matrona —dije—. En este momento, estás muy asustada de nosotros. Nosotros tenemos magia. Y tú no.
La siguiente vez que pronuncié las palabras, Margo, Emmet, Janine, los niños de la cárcel (todos menos Jonathan) las repitieron conmigo.
Tienen miedo de nosotros. Tienen miedo de todo.
Tienen miedo del cambio, y nosotros somos el cambio.
Tienen miedo de los jóvenes, y nosotros somos los jóvenes.
Tienen miedo de…
—¡Ya basta! ¡Esto es demasiado! —el juez Unger cerró el puño y lo levantó como si fuera a pegarme—. ¡El mago y la bruja tienen que ser ejecutados de una vez por todas!
En mis brazos, mi hermana abrió los ojos por fin. Yo la miré, maravillado.
Los ojos de Wisty antes eran azules. Ahora parecían casi transparentes, como el cristal pulido por el mar. Su pelo era más castaño rojizo que rojo, como antes; ahora se parecía más al de nuestra madre. Sus ojos resplandecían, e hizo todo lo posible por sonreírme.
—Hola, hermano.
—¡Tú y tu hermana vais a arder! Aquí mismo, en esta cárcel —el juez Unger vomitaba odio hacia nosotros—. ¡El fuego va a terminar con los problemas de esta sociedad de una vez por todas!
»¡Vosotros! —le soltó a los responsables de la seguridad—. ¡Llevadlos de vuelta a la cárcel y cerrad todas las puertas! Si tanto les gusta el fuego, dejemos que se quemen. Esa es mi sentencia final. Es la ley de este territorio. Yo soy el Único que Juzga.
—¡No! —interrumpió una poderosa voz.
Era la voz de Wisty.