CAPÍTULO 92
WISTY
Los matones con botas se abrieron paso entre la multitud de niños que yo había liberado de sus celdas. Sacudiendo con las porras, disparando pistolas paralizantes con una crueldad increíble.
Acordarme de esos guardias de más de cien kilos sujetando, pegando e hiriendo a niños, muchos de ellos cuatro veces más pequeños que ellos, me va a dar pesadillas durante el resto de mi vida.
En ese momento, me puso tan enferma que era completamente intolerable. Cada célula de mi cuerpo empezó a hervir de rabia. Y entonces… ¡whoosh!
Quiero decir, ¡WHOOSH!, esa conocida sensación de arder en llamas, y acto seguido unas lenguas de fuego cada vez más altas volvieron a brotar de mi cuerpo.
«La Chica Antorcha Ataca de Nuevo».
Sin embargo, eso no habría cambiado nada si no fuera porque tuve un gran golpe de suerte en aquel momento.
El golpe de suerte fue que estaba justo debajo de un detector de incendios. Y, tiempo atrás, la gente que estaba a cargo en el planeta le concedía cierto valor a la vida humana e instaló medidas de seguridad en las cárceles para que no todo el mundo muriera en caso de un gran incendio. El Nuevo Orden, al ocupar una cárcel que había sido creada por gente que creía en la justicia y la legalidad, se había olvidado de que las alarmas de incendios, en las cárceles, abrían automáticamente todas las puertas interiores, incluyendo las puertas de las celdas.
Así que la alarma de incendios se sumó a la sirena de alerta, creando una cacofonía indescriptible. Cargué contra los guardias, dejando huellas ardientes allá donde pisaba. Debía sacar de allí a todos aquellos niños, lo que significaba que tenía que abrir camino.
Los guardias no opusieron demasiada resistencia. Conseguí traspasar el vestíbulo y llegar al siguiente bloque de la prisión antes de que encontraran refuerzos y trataran de plantarme cara. Un guardia estaba gritando órdenes por un walkie-talkie; los otros tenían preparadas pistolas paralizantes y porras.
Tomé aliento y recordé las palabras que me había dicho aquella niña: «Nos tienen miedo a todos».
Bueno, está claro que al menos tenían un poco de miedo de una quinceañera furiosa que revoloteaba a su alrededor con los brazos abiertos de par en par, gritando como una loca: «¡El fuego hace mucho, mucho daño!», y «¡Soy una bruja malvada, muy malvada!».
Me lancé entre sus filas, sin sentir la menor lástima de que sus ropas se prendieran.
Al tiempo que les gritaba que dejaran las armas y se largaran, entré en el siguiente módulo de celdas.
—¡Todo el mundo fuera de aquí! —les chillé a los niños que había allí, así como a los del módulo anterior, que habían estado siguiéndome a una distancia razonable (como es lógico)—. ¡Fuego! Todo el mundo fuera. ¡Ahora mismo! ¿Veis aquella escalera? ¡Esa es la salida!
En ese momento, me empecé a asustar un poco yo también. Aquella era la vez que más tiempo había pasado echando llamas. ¿Existía algún punto de no retorno respecto a la calcinación total?
Pero en ese instante no podía detenerme a pensar en ello, porque de repente cientos de niños flacos y aterrorizados estaban pasando a mi lado. Y no quería que ellos se quemaran.