CAPÍTULO 91
WISTY
Una idea me estaba atormentando desde que los guardias me arrojaron contra las barras para abrir la puerta. Incluso aunque Sasha nos hubiera engañado, la realidad era que yo había fracasado. Había fallado a esos chicos. Había fallado a Emmet. Había fallado a Margo. Había fallado a Whit. Había fallado a mis padres.
Por segunda vez aquel día, lloré como un bebé.
Pero entonces sucedió algo increíble. Una de las niñas, una pequeña desnutrida que estaba dentro de la celda, tocó mi brazo entre las barras y trató de animarme.
—No llores. Recuerda que están haciendo todo esto porque están asustados. Te tienen miedo. Nos tienen miedo a todos.
—¿Qué quieres decir?
—Saben que podemos cambiar el mundo. Saben que tenemos el poder de luchar contra ellos.
—¡Cállate, pedazo de mugre! —le ladró uno de los guardias como si fuera un perro. La niña ni siquiera pestañeó.
Lo cual me dio qué pensar. Ahí estaba ella, famélica y oprimida al borde de la muerte (se parecía a Michael Clancy), y aun así sacaba fuerzas para darme ánimos. Tenía la fortaleza de la esperanza.
Quizá yo también tenía un poquito de fe dentro de mí… ese uno por ciento de posibilidades de sobrevivir al que me había aferrado con tanta fuerza antes.
«Te tienen miedo. Nos tienen miedo a todos».
Me giré hacia mis sabuesos infernales mientras me llevaban, fuertemente agarrada, hacia la puerta abierta de la celda, y me oí gritar a mí misma como una niña poseída:
—¡QUIETOS!
Se rieron, y uno me golpeó en la cabeza con su porra.
Los ojos se me llenaron de estrellas y me sentí muy débil. ¿Qué estaba pasando? Ya no oía a los guardias… Y los niños de la celda me estaban mirando con la boca tan abierta como si hubieran visto a Papá Noel bajar por la chimenea.
Sí. ¡Sí! ¡La magia había funcionado! ¡Los guardias estaban inmovilizados!
Contorsionando un poco mis muñecas y codos, conseguí liberarme de las garras de piedra que me sujetaban.
Quedaba un camino muy largo hasta la libertad. Miré hacia el parpadeante piloto rojo de la cámara de seguridad que estaba enfocada hacia mí. ¿Quién sabe cuántos centenares de guardias y cuántas decenas de puertas de acero iba a tener que superar para poder salir de allí?
Y no solo tenía que liberarme yo: también tenía que dejar salir a mi conciencia. Los niños de la celda que estaba abierta podrían venir conmigo, pero ¿qué pasaba con todos los demás? ¿Qué pasaba con los cientos de tristes rostros que nos estaban mirando a través de los barrotes de las celdas cercanas? ¿Y los del piso de arriba? ¿Y los del módulo siguiente?
Tomé una llave maestra del cinturón de uno de los guardias congelados y me acerqué a la celda de al lado.
—¿Queréis salir de aquí o qué? —grité a los que estaban dentro.
Mi pregunta fue recompensada con cientos de emocionantes gritos de esperanza. Rápidamente, recorrí todo el pasillo, abriendo todas las celdas mientras pasaba por ellas.
Entonces empezó a sonar una sirena, y unos veinte guardias irrumpieron en el edificio.