CAPÍTULO 88

WHIT

Por desgracia, el tren que se dirigía hacia nosotros no se detuvo en la estación abandonada de la que acabábamos de salir. La carrera continuaba. El chirriante sonido del metal contra el metal me hacía castañetear la mandíbula, pero continué pisando a fondo el acelerador tan fuerte como pude. Los travesaños de las vías hacían que la furgoneta diera unos saltos insoportables.

Estaba empezando a darme cuenta de que era imposible que fuéramos más rápido que un tren. En pocos segundos se estrellaría contra nosotros, probablemente sacándonos de la vía y luego aplastándonos contra la pared de hormigón del túnel.

«Necesito otro túnel —pensé—. Necesito un giro».

El problema era que no sabía cómo hacer eso con magia, y Wisty estaba bastante ocupada como ratón. No era capaz de pensar en condiciones. Cada átomo de energía se centraba simplemente en aguantar los rebotes, manejar el volante y apretar el acelerador como si pudiera traspasarlo con el pie.

—¡Ahí! —gritó Emmet, señalando hacia delante—. ¡Ahí, Whit, mira!

Entonces lo vi. Un giro. Las vías se bifurcaban en dos caminos un poco más adelante.

—¿Por cuál giro? —grité—. ¡No sabemos la que va a tomar el tren!

La cara de Emmet estaba blanca como un hueso mientras observaba la bifurcación. Sabía que no tenía forma de averiguar qué camino escoger, igual que yo. El silbato del tren seguía pitando como si el conductor pensara que eso nos fuera a hacer entrar en razón y nos quitara de su camino de una vez.

—¡De acuerdo! —le chillé al grupo enloquecido—. ¡Creo que ya sé qué hacer!

Aceleramos hacia la bifurcación, con los focos del tren llenando nuestra furgoneta como esas escenas televisivas bañadas en luz en las que casi siempre muere alguien. Me lancé por el túnel de la derecha y agité la mano izquierda hacia atrás.

En mi mente, vi las vías cambiar justo en el momento en que pasábamos.

El tren, a toda velocidad, se desvió hacia la izquierda, separándose de nosotros como un cometa. En unos segundos, su terrorífico silbato se había convertido en un intenso gimoteo.

Por fin podíamos pararnos, pero mantuve el vehículo en marcha por si acaso. Tenía toda la camiseta empapada de sudor frío.

Los niños sollozaban y se abrazaban unos a otros en el asiento trasero. Emmet seguía tan blanco como una estatua de alabastro y daba la impresión de estar a punto de echarse a llorar de alivio o de empezar a vomitar por el mareo que llevaba. Las manos crispadas de Margo se aferraban al salpicadero de la furgoneta como garras, y en ese momento se engancharon a mi hombro con la misma fuerza.

—Lo conseguiste, Whit —susurró—. Nos has salvado la vida.

Nos tomó unos minutos recobrar el aliento y recuperarnos del subidón de adrenalina. Entonces la voz de Emmet se elevó agitada entre los sonidos de alivio.

—Este es justo el desvío que te había dicho —su voz seguía temblando—. Podemos seguir por este túnel hasta el portal y regresaremos sin problemas al garaje de Garfunkel’s —se echó hacia atrás en su asiento, conmocionado.

Una pequeña voz nos llegó desde la parte trasera de la furgoneta:

—¿De verdad vamos a ir a Garfunkel’s?