CAPÍTULO 81
WHIT
Pisé a fondo los frenos, pero parece ser que si estás conduciendo una pesada furgoneta cargada de niños y de repente te encuentras bajando unas escaleras, los frenos no sirven de gran cosa.
Los niños de detrás chillaron como si estuvieran atrapados en una carrera de obstáculos ideada por un asesino en serie. Por un segundo pensé que quizá estuvieran deseando seguir en la cárcel, donde les estarían proporcionando sus pijamitas de rayas.
Pero aquel fue el único pensamiento coherente que logré articular. Al instante nos encontrábamos botando y rebotando tan violentamente que no había forma de concentrarse en nada.
¡Abajo, abajo, abajo!
¡Pown, pown, pown!
¿Por qué el tiempo vuela cuando te estás divirtiendo, pero cuando estás bajando escalones a toda velocidad en una furgoneta llena de niños histéricos parece detenerse?
Las leyes de la física no son justas.
—¿Qué tienes en la cabeza? —le grité a Emmet—. ¡Esto es una estación de metro!
—Así es —chilló él por encima del ruido de los amortiguadores forzados al máximo. Ya no estaban amortiguando gran cosa, la verdad. El sonido de los gritos de los niños subía y bajaba como si en realidad les estuviera dando un ataque de hipo histérico—. Es otra línea de metro abandonada. Por aquí podemos volver hasta el portal, lo que nos conducirá a casa.
«No puede ser», pensé mientras la furgoneta daba un par más de tremendos saltos, destrozando los torniquetes de entrada, y botaba a lo largo de una plataforma agitándose de un lado a otro a cámara lenta… hacia el agujero de las vías.
Todo el mundo chilló, presa del pánico, mientras la furgoneta se quedaba en equilibrio en el andén durante un par de segundos infinitos antes de caer, como una tonelada de cemento, en las vías del metro.
Rápidamente, el silencio llenó el vacío que los gritos acababan de dejar. Me sentí como si alguien nos acabara de sacar de un parque de atracciones en el infierno.
Estábamos apoyados en las vías del metro, y nuestros magullados faros iluminaban la oscuridad cavernosa del túnel. Apagué el motor de la furgoneta y miré hacia Emmet.
—Aquí estamos. Ningún problema —dijo al fin, con una voz algo temblorosa en medio del silencio. Su cara estaba un poco más pálida que la de una estatua de mármol.
—¿Todos bien? —pregunté.
—No haga esto más veces —dijo uno de los niños, entre lágrimas—. ¿De acuerdo, señor?
—Lo peor ya ha pasado —dijo Emmet—. Ahora podemos conducir por los raíles sin que nadie nos persiga. Hay un túnel lateral que nos llevará directamente al portal.
Entonces se oyó un grave y prolongado silbido, que dejó un eco en la negrura.
—Es otro tren, un poco más lejos —dijo Emmet—. Venga, vamos a movernos.
Automáticamente, eché un vistazo por el retrovisor mientras volvía a poner en marcha el vehículo.
Vi una sola luz que traspasaba la oscuridad detrás de nosotros.
—Mmm… no está tan lejos —le dije a Emmet, con el corazón dando fuertes golpes.
—¿Qué? —dijo Emmet.
—Echa un vistazo por la luna trasera.
No hizo falta. Los gritos de los niños le informaron de todo lo que necesitaba saber.