CAPÍTULO 78
WISTY
No disfruté especialmente al verme dentro del bolsillo de Whit, sobre todo cuando echó a correr. Era como viajar en un bote en mitad de una marejada: arriba y abajo y abajo y arriba. A mitad de camino empecé a ponerme de color verde y comencé a fantasear si existiría un hechizo que creara pastillas de mareo tamaño ratón. No sería elegante vomitar dentro del pantalón de mi hermano.
—Ahí está el transporte con los nuevos prisioneros —dijo Whit—. Igual que el que nos llevó a nosotros.
—¡Rápido! —apremió Margo.
Nos apresuramos. El horrible movimiento oscilante de la poderosa zancada de Whit me hizo gemir y cerrar los ojos. Entonces, metió la mano en el bolsillo y me sacó fuera para que pudiera ver. Nos habíamos plantado en la entrada de la cárcel en el preciso instante en que la furgoneta se detuvo, haciendo sonar el claxon.
—¡Vamos! —le dijo Emmet a Whit.
Mi hermano arrojó algo dentro de un cubo de basura que había en una esquina de la calle. Tras una suave explosión, el cubo se convirtió en una gigantesca antorcha.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué pasa? —gritó Whit, al tiempo que señalaba hacia la basura.
Los guardias de la entrada salieron a la carrera calle abajo en dirección al fuego, dejando la furgoneta y su conductor sin vigilancia durante unos preciosos segundos. El conductor introdujo un código en un teclado, y las altas verjas metálicas empezaron a abrirse. Whit se deslizó al interior, manteniéndose fuera del campo de visión del conductor.
Una vez pasada la verja, me empezó a picar la nariz de forma incontrolable. El olor parecía venir de los conductos del Hospital. Por un momento, no pude soportar la idea de enfrentarme a él de nuevo. Pero entonces recordé a mis padres y supe que no había vuelta atrás.
El conductor abrió las puertas de la furgoneta, y un montón de niños asustados comenzaron a descender lentamente, mirando alrededor con los ojos como platos. Un guardia salió de una garita del interior, dispuesto a registrar a los nuevos prisioneros, algunos de ellos no mayores de cinco años. Me puse enferma de pensar en los horrores que esperaban a esos niños inocentes.
Whit y yo nos miramos a los ojos (lo juro, un ser humano y un ratón pueden hacer eso) y pronunciamos los dos a la vez las mismas palabras:
Dormid ahora, pequeños,
descansad vuestras cabezas y dormid.
La noche os tendrá en sus brazos
y os mantendrá seguros.
Nuestros padres nos cantaban esta nana cuando éramos pequeños, y nunca lograba recordar ni una sola cosa tras la última palabra porque me quedaba frita tan pronto como terminaban de cantar. Whit y yo nos habíamos llegado a preguntar si en realidad no estaban usando la magia para hacernos dormir cada noche. Bueno, a lo mejor exagerábamos. Esta vez no sucedió nada.
El guardia y el conductor conversaban despreocupadamente e intercambiaban formularios de sus portapapeles. Solo era otra jornada de trabajo encarcelando niños inocentes, qué divertida es la vida. Whit y yo nos miramos el uno al otro, y vi el pánico en el fondo de sus ojos. «¡Dormid, condenados, dormid!». Me puse a pensar contrarreloj, mientras deseaba tener a mano mi baqueta y esperaba no terminar como puré de ratón en los próximos segundos.
Las puertas se cerraron a nuestra espalda, con nuestros amigos fuera de la prisión, y ahí estábamos nosotros: un guardia de mentirijillas que podía volverse de nuevo adolescente en cualquier momento, un ratón que podía convertirse en una chica en cualquier momento, y dos esbirros del Nuevo Orden que en cualquier momento iban a darse cuenta de que algo raro estaba pasando y darían la alarma.
En cualquier momento.