CAPÍTULO 40
WISTY
—¿Sobornar? —se sorprendió Whit. Me dio la impresión de que la parte superior de su cabeza podría salir volando y comenzar a dar vueltas. Llegados a este punto podía decir honestamente que nos habían pasado cosas más extrañas.
—¿El Visitante? —dije—. No tiene nada que temer, créame, se trata de uno de sus sádicos más leales.
—¡Por supuesto que sobornaron a alguien! —gritó el juez—. ¿Normales? ¡Sois la cosa más alejada a la normalidad que puede existir! Lo depravado no es normal. El engaño no es normal. El riesgo para la sociedad no es normal.
Whit estaba muy cerca de estallar.
—¡Y estar completamente loco tampoco es normal! ¿Con qué podríamos sobornar a alguien? ¿Papilla? ¿Excrementos de ratones? ¿Los trucos de belleza de esa extraña Matrona?
La cara del juez Unger se volvió casi púrpura de furia.
—¡Tú no haces las preguntas, muchachito! —dijo, vomitando la ira como si fuera una fuente ornamental—. ¡Tú contestas las preguntas! Ahora, por última vez, ¿quién fue? Sé que no fue la Matrona. Se trata de mi querida hermana.
«Eso sí que es una sorpresa», pensé con cansancio, y redacté una nota mental de no hacer más chistes sobre la Matrona a lo largo de aquella jornada.
—Y si dices una palabra más acerca de ella —continuó—, ordenaré que te detengan por desacato al tribunal. Ese castigo hará que todo lo demás parezca cosas de niños.
«Eres una cucaracha rastrera y miserable», pensé.
Mientras tanto, Whit replicó.
—Lo siento. ¿Tal vez las maquinitas de sus lacayos no funcionaron bien ese día?
—Cállate —gritó el juez—. Es obvio que le hicisteis algo a los aparatos medidores. ¡Usasteis magia sobre ellos! ¡Cambiasteis los resultados!
«¡Cucaracha! ¡Eres una cucaracha! —grité en mi cabeza—. Si tan solo fuera capaz de convertir al juez Unger en una cucaracha… —pensé—. Soy una bruja, ¿verdad? ¿Por qué no puedo hacer esto? ¿Por qué, por qué, por qué?».
—¡Conviértete en una cucaracha! —murmuré en silencio—. ¡Conviértete en una cucaracha! —repetí con firmeza.
El cerebro comenzó a dolerme a causa del esfuerzo. Las brujas lanzan hechizos. Yo no conocía ningún hechizo. Solo recordaba unos pocos versos, de cuando era una niña. ¿Sabía alguna canción sobre cucarachas? Lo único que se me ocurría era:
Moscas en la cocina, oh, qué miedo,
moscas en la noche, hay que temer.
Moscas en el río, oh, qué miedo,
moscas en el alba, hay que temer.
¿Y quién sabía qué diablos significaba todo aquello? No entendía nada.
El juez aún continuaba gritando a Whit, y la cara de mi hermano estaba rígida. Trataba con todas sus fuerzas de no perder los estribos. Una hermana reconoce las señales.
De pronto un fuerte zumbido me distrajo y aparté de golpe la mirada de Whit para mirar al aire, por encima de mí.
¿Aquello era posible?
El sonido se hizo más fuerte, y uno de los guardias dijo:
—¿Qué dem…? ¡Eh! ¡Dios mío, Dios mío de mi vida!
De repente la sala estaba llena de enormes tábanos de los que muerden.
Había atraído una plaga.