CAPÍTULO 4

WISTY

Los dos hombres musculosos de uniforme gris se quedaron congelados de repente, con sus cabezas cuadradas balanceándose de un lado a otro como si fueran juguetes.

—¿Dónde está? ¡Se ha ido! ¡Ha desaparecido! ¿Dónde se ha metido? —dijo uno de ellos, con la voz seca y llena de pánico.

Barrieron la habitación con la luz de sus linternas. Uno de ellos se arrodilló para buscar bajo la cama; el otro se apresuró a mirar dentro de mi armario.

¿Que dónde me había ido? ¿Esos tíos se habían vuelto completamente locos? Seguía allí mismo. ¿Qué estaba pasando?

A lo mejor trataban de engañarme para que echara a correr, de ese modo tendrían una excusa para usar la fuerza. O quizá eran una pandilla que se había fugado de algún manicomio y había venido a buscarme, igual que antes había hecho con la pobre Celia.

—¡Wisty! —gritó mi madre, muy nerviosa, desde el pasillo. Su voz deshizo la niebla que había invadido mi cerebro—. ¡Escápate, cariño!

—¡Mamá! —chillé. Los dos tipos parpadearon y dieron un paso atrás, sorprendidos.

—¡Aquí está! ¡Cógela! ¡Está aquí mismo! ¡Rápido, antes de que vuelva a desaparecer!

Con sus manazas me agarraron de las piernas y los brazos, y luego de la cabeza.

—¡Dejadme en paz! —grité, dando patadas y retorciéndome—. ¡Dejad que me vaya!

Pero me apretaban como si fueran de hierro, y me arrastraron por el pasillo hasta el salón, donde me dejaron caer como si fuera un saco de basura.

Me puse rápidamente de pie. Había más luces, que me impedían ver bien. Entonces oí gritar a Whit, mientras lo arrojaban al suelo del salón junto a mí.

—Whit, ¿qué está pasando? ¿Quiénes son estos… monstruos?

—¡Wisty! —exclamó, con bastante coherencia—. ¿Estás bien?

—No.

Estaba a punto de llorar, pero no podía, no quería, me negaba en redondo a que me vieran en ese estado. Todas las películas que había visto acerca de crímenes reales se amontonaban en mi cabeza, y mi estómago dio un vuelco. Me refugié en mi hermano, que me agarró la mano y la apretó.

De repente, las luces se apagaron, abandonándonos entre temblores y parpadeos.

—¿Mamá? —susurró Whit—. ¿Papá?

Puede que mi hermano no estuviera completamente sobrio antes de que todo aquello sucediera, pero, desde luego, lo estaba en aquel momento.

Ahogué una exclamación. Mis padres seguían allí, vestidos con sus pijamas arrugados, pero los sujetaban por detrás como si fueran peligrosos criminales. Yo ya sabía que nuestra familia no era lo que se dice normal, pero nadie había tenido nunca problemas con la ley.

Al menos, que yo supiera.