CAPÍTULO 39

WISTY

La Matrona irrumpió en la habitación y nos informó de que, entre todas las personas del mundo, íbamos a volver a encontrarnos con el juez Ezekiel Unger.

Tal vez todo había sido un error. ¿Y si no éramos hechiceros? ¿Y si nuestros padres habían conseguido interceder de alguna manera? Fuera lo que fuera, algo importante había sucedido. Tal vez íbamos a recuperar un poco de trato humano.

Después de despedirnos sin demasiada tristeza de la Matrona, nos dieron un rápido paseo en una camioneta roñosa que tenía un cobrizo olor a sangre, y tal vez otro, el de algo que se hacen encima los animales asustados.

—Estás temblando —dijo Whit.

Besó suavemente mi cabeza. Siempre nos hemos querido, pero la mayor parte del tiempo nos peleábamos por cosas insignificantes y ridículas. Jamás volveríamos a hacer eso. La vida, como dice el más sabio de los refranes, es demasiado corta. Además, ahora yo veía claramente que Whit era el mejor de los hermanos. Desearía no haber tenido que vivir un verdadero infierno en el Nuevo Orden para darme cuenta de ello.

La camioneta se detuvo con un chirrido y nos sacaron de allí. Entramos en un edificio alto y de repente estábamos rodeados por la dureza monocromática propia del Nuevo Orden: luces brillantes, un vestíbulo de tribunal, las habituales personas del Nuevo Orden que vestían sus limpias y aburridas ropas del Nuevo Orden, con teléfonos móviles que sonaban todos igual, con el mismo tono monocorde. Los retratos del Único que es Único estaban por todas partes. Y había letreros en negro sobre rojo del N.O. por todas las paredes. Esto me hizo pensar que nuestros días y noches en prisión habían sido un poco más soportables. Al menos habíamos permanecido inmunes a toda aquella basura.

Whit acercó su rostro al mío y me susurró:

—A la mínima ocasión, ¡salimos corriendo! Nos damos la mano y echamos a correr. Sin mirar hacia atrás, no importa lo que…

Un guardia abrió una lujosa puerta tallada y nos encontramos de regreso en la sala del terrible tribunal. Y allí estaba el juez Ezekiel Unger, que parecía el primo hermano y el preferido de la mismísima Muerte.

—¡El Único que Juzga! —anunció un lacayo del Nuevo Orden, que sonreía con afectación.

Como si se nos hubiera podido olvidar la pinta tan siniestra que tenía aquel hombre.

Esta vez no había ningún jurado que nos odiara, ninguna audiencia de burla. Solamente el Único que Juzga, los guardias armados y el Visitante. Gemí al verlo. Probablemente estábamos acusados de limpieza inapropiada de retretes, o de haber volcado cubos en el Pasillo de los Perros Furiosos.

El juez Unger estaba leyendo un grueso informe, y entre página y página nos dedicaba un rápido vistazo asqueado.

—Wisteria Allgood —dijo el juez por fin, levantando sus ojos sin vida hacia mí—. Whitford Allgood —de alguna manera, se las arregló para hacer que nuestros nombres sonaran como algo diabólico—. Espero que estéis disfrutando de vuestra estancia en el Hospital.

—¡Es fantástico! —dije, sin poder resistirme—. De cinco estrellas.

—Tengo aquí los informes médicos —continuó, haciendo caso omiso de mí, mientras agitaba el documento de enorme grosor como si no pesara nada. Su mirada parecía un láser sobre nosotros—. Vuestras pruebas han dado como resultado «normales». ¡Todas las pruebas!

Mi corazón dio un pequeño salto. ¡Gracias a Dios! Todo esto había sido un terrible, terrible error. Ahora podríamos volver con nuestros padres a casa. La pesadilla finalmente había terminado.

—Quiero que me contestéis inmediatamente —continuó el juez—. ¿A quién sobornasteis? A él, ¿verdad? ¿Fue al Visitante? Sospecho que ha sido a él.