CAPÍTULO 35

WISTY

Sumergí el cepillo de dientes en el inodoro de agua gris y cepillé otro centímetro del suelo. Estaba cantando como si hubiera perdido la chaveta, y probablemente ya lo había hecho.

He estado trabajando en el ferrocarril, todo el santo día

A esta hora había cantado todas las canciones que me gustaban y cuya letra recordaba (y puedes creerme, eran muchas) y ahora estaba exprimiéndome el cerebro, remontándome a los días preescolares. Solía ser la reina definitiva de los karaokes, porque crecí con unos padres que siempre ponían toda clase de música en nuestra casa: cosas viejas, cosas nuevas, música clásica, blues, jazz, rock, pop, y, sí, incluso hip hop. Me refiero a absolutamente de todo, desde Toasterface pasando por Ron Sayer hasta Lay-Z.

Así de asombrosamente fantásticos fueron mis padres. Quiero decir, son.

Ese fugaz pensamiento agridulce acerca de mamá y papá me hizo perder la concentración en fregar, y tuve que cantar la canción incluso más fuerte desde el comienzo. A todas luces, Whit no estaba interesado en escucharla.

—Así que el Visitante le tiene miedo al fuego —comentó, apoyándose contra la pared en un descanso del trabajo.

—Como si la mayor parte de la gente no se asustara si alguien echase a arder en llamas de repente —dije, poniendo los ojos en blanco—. Hay que ver qué cobarde es el Visitante.

—Somos hechiceros. ¿Qué significa eso? —prosiguió Whit—. Hace mucho tiempo que no leo cuentos de hadas. Ni siquiera soy capaz de decirte lo que se supone que hacen los magos y las brujas, pero ¿no deberíamos ser capaces de hacer cosas a propósito, en lugar de todo esto sobre lo que no tenemos ningún control?

—Ya lo sé. Si tuviera diez centavos por cada alakazam que he dicho sin que pasara nada, podría comprarme un armario entero de ropa nueva. Y un perrito tamaño monedero a juego con cada traje —hice una pausa, con el brazo dolorido—. Espera. No, borra eso. Ni siquiera quiero perritos. Quiero…

Whit interrumpió mi ensoñación.

—Tiene que haber alguna forma…

Su voz quedó cortada por un sofoco ahogado. Me puse en pie de un salto. Whit estaba mirando su brazo.

Y yo también.

Su mano se había hundido del todo en la pared.

No hundido como si hubiera proyectado su puño directamente a través del cemento, sino hundido como si, no sé, las moléculas se hubieran reorganizado alrededor de su mano.

—Mmm, ¿puedes sacar la mano? —le pregunté—. Por favor, inténtalo.

Una mirada de preocupación cruzó la cara de mi hermano, pero pudo sacar la mano sin ninguna resistencia o dolor aparente. Ambos la examinamos: estaba igual que siempre. Luego la apoyó contra la pared y volvió a empujar suavemente. La mano penetró varios centímetros, confundiendo su perfil con las moléculas de la pared.

—Solo puedo entrar hasta el codo —me informó—. Después de eso, la pared se vuelve sólida de nuevo.

Negué con la cabeza.

—Extrañísimo. Pero ¿para qué sirve? No lo tengo tan claro. No, a menos que puedas atravesarla completamente. Por el amor de Dios, haz el favor de no meter tu cabeza ahí dentro —le pedí.

La voz amortiguada de Whit se escuchó a continuación.

Había metido cabeza en la pared.

—¡No te vas a creer esto! —sus palabras apenas se oían—. Es totalmente alucinante.