CAPÍTULO 33
WISTY
¡Plaf! Sin aliento, y parpadeando con incredulidad, miré a mi alrededor. Seguía en aquella claustrofóbica celda, y la adrenalina me acababa de despertar.
Vi a Whit tratando de abrir los ojos, somnoliento y sorprendido. Luego se sentó y me miró con severidad. En ese momento me percaté de que mi trasero y mi espalda me dolían, y até un par de cabos.
Había estado flotando mientras dormía. La pesadilla sobre la horca me había despertado, y había despertado… en el aire.
Por desgracia, mi pequeño y huesudo trasero no estaba diseñado para caerse a un duro suelo desde una altura de… ¿un poco más de un metro?
—Eh… Wisty —me llamó Whit—, estabas flotando. En el aire.
Me limité a mirarlo. Estaba tan, tan contenta de que continuara vivo, y aquí, en lugar de ahorcado.
Aún bajo el impacto de aquel horrible sueño, sentí restos de sudor frío secándose en mi nuca. Miré hacia arriba, como si buscara los alambres y las poleas que pudieran haber hecho posible que flotara. No había nada.
—Flotando —repitió Whit, con un tono asombrado—, en sueños. Y dicen que no tenemos ningún poder especial aquí dentro.
Quise negarlo, pero allí estaba yo, con el trasero magullado. Recordaba perfectamente la caída. Me puse de pie, manteniéndome en el espacio en el que había estado, mmm, flotando.
Para ver qué pasaba, agité un poco mi inservible baqueta. No ocurrió nada.
—Mi hermana, la hechicera —se burló Whit—. ¿Por qué no puedes conjurar una hamburguesa doble con queso o algo de utilidad? ¿Un helado gigantesco? ¿Una pistola paralizante?
Suspiré y fui a sentarme a su lado en el colchón.
—Ahora te ríes, Whit, pero… todo eso de ser hechiceros… Las llamas. El resplandor. El mazo del juez deteniéndose en medio del aire. Y ahora, la levitación. Pienso que realmente tenemos magia.
Me sentí como si estuviera diciendo: «Supongo que realmente soy una supermodelo».
—Así es, detective Allgood —me respondió Whit—. Y ahora tenemos que averiguar cómo entrenar a nuestros hechiceros interiores para escapar de este basurero.
—Está bien —dije, golpeando suavemente mi baqueta contra el suelo. Era solo una estúpida baqueta, pero había descubierto que me sentía mejor con ella en la mano. Tal vez me ayudaba a pensar o me daba una especie de apoyo espiritual—. Podría estallar en llamas y quemar a la Matrona… —sugerí—, si supiera cómo hacerlo a propósito.
—Estupendo. Así tendremos a una giganta chamuscada además de un montón de guardias cabreados —dijo Whit.
—Cierto. A lo mejor podría intentar levitar para salir por el respiradero —dije, mirando la diminuta ventana oscura que había encima de mi cabeza. Entonces me imaginé a mí misma cayendo durante muchos pisos hasta el fondo y siendo pulverizada por la turbina de abajo.
—Tal vez podemos chasquear los dedos y hacer que aparezca de la nada una escalera de oro, con ángeles cantando y mostrándonos la forma de escapar —expresó Whit sombríamente—. O quizá nos crecerán alas sin más y podremos salir volando de aquí.
Bufé.
—Sí. Gente con alas. Lo más normal del mundo.
¡Blam!
Whit y yo saltamos treinta centímetros en el aire y luego nos volvimos hacia la puerta. Esta se había abierto de golpe y había chocado contra la pared con un fuerte golpe. Esperamos, tan tensos como resortes.
Habíamos aprendido una lección: fuera lo que fuera lo que entrase por aquella puerta, no iba a ser bueno.