CAPÍTULO 31

WHIT

Según pasaban los días, mi hermana y yo logramos evitar la muerte por deshidratación gracias a un hilo de agua que había cerca de la ventana que daba al pozo de ventilación. Esperábamos que fuese agua de lluvia o condensación. Doblando un trozo de alambre hacia delante y luego guiando el otro extremo hasta un arrugado vaso de cartón que habíamos encontrado, podíamos dar un par de tragos cada tres o cuatro horas. Sabía a pared en polvo, pero nos mantenía con vida.

Todo aquel asunto era terriblemente absurdo. La semana anterior, un mal día consistía en quedarme castigado por no haber hecho los deberes de Trigonometría y verme obligado a pasar dos horas en el instituto después de clase con algunos de mis mejores amigos.

Pero en esta última semana, tras el aburrimiento y la depresión de estar en semejante lugar, habría mirado mi pulcro libro de texto como si fuera El libro definitivo de los coches más alucinantes del mundo.

Una tarde estaba acostado en el colchón pensando en Celia, esperando que ella regresara, aunque fuera en otro sueño, cuando mi hermana exclamó:

—¡Whit! ¡Whit! ¡WHIT! ¿Puedes hacerme caso, por favor? ¡WHITFORD!

La voz de Wisty me trajo de vuelta a la horrible realidad. Mantuve los ojos cerrados, intentando hundirme nuevamente en mis pensamientos acerca de Celia.

—¡Whit! —me dio un golpe en la pierna con su estúpida baqueta—. ¡Abre los ojos ahora mismo!

—¡Ay! ¿Qué es tan importante? —me quejé, al tiempo que me levantaba y le quitaba de un tirón la baqueta, enfadado—. ¿Ha llegado ya la pizza?

Mi hermana se encontraba frente a mí, sosteniendo el diario.

—¡Mira esto! —me dijo ella, agitando ante mis ojos aquel libro polvoriento.

Agarré el tomo y examiné la cubierta. No veía ninguna diferencia.

—¿Y qué? Es viejo, está mohoso, no sirve para nada.

—Hojea las páginas. Hazlo, venga. Hazme caso.

Entonces vi lo imposible. De repente, el diario estaba lleno de palabras, cuadros, ilustraciones. Y de anotaciones con una letra que parecía la de mi padre.

—Vaya por… —me puse de pie—. Es el siguiente libro de la saga de Percival Johnson. Se suponía que no iba a salir hasta el próximo año —dije—. Qué interesante. El ladrón del trueno era uno de mis libros favoritos de todos los tiempos.

—¿Qué? —exclamó Wisty—. ¿Estás viendo lo mismo que yo?

Pasé unas cuantas páginas.

—¡Genial! —eché un vistazo más adelante—. ¡El libro definitivo de los coches más alucinantes del mundo!

—Espera un momento… ¡Yo no he visto nada de eso! —Wisty me arrebató el libro de nuevo—. ¡No, no, tiene la Historia del Arte Mundial! Y los cuadros de mis artistas preferidos, Pepe Pompano y Margie O’Greeffe. ¡Y también todas mis novelas favoritas! —hojeó las páginas—. ¿Lo ves?

Sostuvo el diario bajo de mi nariz, con las páginas abiertas.

—Mira, las obras completas de mi escritora favorita, K. J. Meyers. Y Los cianotipos de Bruno Genet. Y la Saga de Firegirl. ¡Está todo aquí!

Volví a mirar. Esta vez, lo que había allí era un número especial de Compendio de bañadores, edición de lujo.

—Whit… creo que ya lo entiendo —dijo Wisty con cierto temor—. El libro le muestra a cada uno lo que quiere ver.

Sus ojos se agrandaron y se me quedó mirando.

—Es mágico. Por eso papá te lo dio.

Volví a quitarle el diario a Wisty.

—Muéstrame dónde está Celia —intenté sin entusiasmo, pero tras decirlo, no pude evitar contener el aliento mientras esperaba que apareciera algo.

Nada. A menos que El libro definitivo de los coches más alucinantes del mundo pudiera, de alguna manera, llevarme hasta ella.

—Tenemos que descubrir cómo funciona —dijo Wisty, nerviosa—. Sé que piensas que me estoy volviendo loca, pero estoy empezando a creer en nosotros. En nuestra magia. Solo tenemos que practicar, Whit. Tenemos que intentarlo con más fuerza. Tal vez sí que eres un mago. Y tal vez yo soy una bruja.