CAPÍTULO 30

WHIT

¿Alguna vez has intentado pensar en voz alta? Parece que esa idea es una contradicción en sí misma. Pero algo hay que hacer cuando tratas de hacer lo posible por no oír los sonidos de las crueles mandíbulas que gruñen y chasquean a tu alrededor.

Tuve que gritar mentalmente varias veces mientras atravesaba el pasillo con nuestros cubos, «como si estuviera corriendo los cien metros lisos en el campeonato regional. ¡Corre, corre, corre!».

¡Argh! Sentí que mis pies tropezaban, pero conseguí estabilizarme y mantuve la velocidad. «No es el campeonato regional —pensé—. Es el campeonato mundial».

—¡Victoria, victoria, victoria! —grité insensatamente, esperando no tener que explicarle nunca a Wisty que eso era lo que solía canturrear para mí mismo cuando estaba en una competición, para ayudarme a fingir que era el perfecto chico americano que todo el mundo quería que fuese.

Sonaba bastante lamentable en medio de una carrera de obstáculos con perros rabiosos, pero estaba funcionando. De alguna manera logré llegar hasta el final del pasillo con solo un rasguño o dos. Me giré y levanté un par de pulgares hacia Wisty como un psicópata. Luego me estrellé contra una puerta.

Y me detuve en seco.

Estaba bastante oscuro. Y el cuarto parecía vacío. ¿Esta era la idea que la Matrona tenía de una trampa? En ese caso, era una bastante buena. Bien hecho, Matrona.

Por un segundo me sentí más vulnerable que nunca. Estaba medio esperando que un lobo o un perro rabioso se precipitase desde la oscuridad y me desgarrase la cara.

Pareció que pasaba una eternidad hasta que mis ojos se adaptaron, pero finalmente pude divisar dos formas pegadas a una pared. La Matrona no había mentido, después de todo. ¡Genial! Me lancé hacia ellas, llenando los cubos a paletadas de una avena cocida, que parecía lodo, y de agua tibia.

Me sentía tan bien que sumergí la cara en aquel líquido insalubre para tratar de darle un buen trago. La sensación de tener la cabeza bajo el agua me llenó de energía.

Apretando los cubos contra mi pecho, salí corriendo del cuarto a toda velocidad, luego seguí por el pasillo hacia mi hermana, que daba saltos como una animadora loca.

—¡Perritos del infierno! —la oí gritar por encima de los ladridos de los perros—. Perritos buenos del infierno, dejad que pase. ¡Vamos, Whit, vamos!

En ese mismo instante, sentí que las mandíbulas de uno de los animales se cerraban sobre mis pantalones.

Me estrellé contra una pared, pero mantuve la concentración («¡Victoria, victoria, victoria!») y salí disparado hacia delante a través de los gruñidos y rugidos.

Ver la cara de Wisty frente a mí me dio fuerzas para la recta final. Prácticamente volé hacia sus brazos, y ella me abrazó con fuerza.

—¡Eres genial! —dijo de forma entrecortada—. ¡Eres increíble, Whit!

La Matrona dio varias zancadas en nuestra dirección, sujetando su pistola paralizante a la altura de los ojos.

—¡Error! —gritó.

«¿Error?». Sin previo aviso, me disparó una sacudida.

Apenas me enteré de lo que estaba pasando mientras me derrumbaba y los baldes caían rodando.

—¡Cuatro minutos y seis segundos! —gritó la Matrona—. ¡No hay comida! ¡No hay agua!

Se llevó los cubos de un tirón mientras yo babeaba en el suelo.