CAPÍTULO 29
WISTY
Cualquiera que haya estado al borde de una catástrofe, posiblemente incluso de la muerte, puede contar que se le pasaron por la cabeza las cosas más peregrinas.
Poco antes de estar a punto de sacrificar mi vida a estos animales, me vino a la memoria un perro realmente malvado que vivía en nuestra manzana. Cuando era pequeña, mis amigas y yo siempre llevábamos las bicis por el otro lado de la calle, porque aquel perro tenía una pinta salvaje y nos daba miedo que pudiera liberarse y mordernos el trasero. Se llamaba Princess. Era una shih tzu. Y ahora, me parecía que se trataba de un osito suave de peluche a quien podría haber vestido de muñequita para ir a tomar el té.
—¿Eso son perros —preguntó Whit con la voz ronca mientras empezábamos a avanzar por el pasillo—, o lobos?
Negué con la cabeza.
—Yo voto por perros del infierno.
—¿Crees que podrías arder en llamas otra vez? —susurró Whit.
—No puedo hacerlo a propósito —grazné, frustrada—. Estoy intentándolo. No pasa nada.
—Ok. Bien, voy para allá —Whit carraspeó, luego exhaló una bocanada de aire.
—No —jadeé—. Yo soy más pequeña y más rápida.
Antes de que Whit y yo tuviéramos posibilidad de terminar de discutir, vimos que una pequeña figura aparecía al final del pasillo. Llevaba un cubo.
—¿Quién es ese? —mascullé.
Quienquiera que fuese, de repente echó a correr hacia delante, brincando, esquivando y casi chocando contra las paredes a toda velocidad, en nuestra dirección, a un ritmo vertiginoso. Estaba a unos nueve metros de distancia cuando, de pronto, tropezó y cayó.
Al instante varios perros cayeron sobre él, gruñendo y restallando las mandíbulas. Contemplar aquella horrible escena me quitó el aliento.
—Tengo que ayudarle —dijo Whit, al tiempo que daba un paso hacia aquella alma desventurada.
Pero entonces la pequeña figura saltó, balde en mano, y se abrió paso otra vez hacia nosotros. No estaba segura de si se trataba de un chico o de una chica, pero definitivamente era un niño pequeño, unos cinco o seis años menor que yo. Tenía el cabello y la harapienta camiseta manchados con hilos de sangre. Nos hicimos a un lado mientras él o ella pasaba a toda velocidad, luego se desplomó sobre el suelo mugriento, acurrucándose junto a la pared, la cabeza y los hombros estremecidos.
El cubo, que se había caído cuando el niño tropezó, estaba completamente vacío. Los perros del infierno se habían comido y bebido todo aquello por lo que el niño había arriesgado su vida y sus miembros.
Llorando en silencio, la figura acurrucada sujetó el balde vacío, avanzó a gatas y tambaleándose por el pasillo, y desapareció tras una de las puertas.
Whit y yo nos miramos el uno al otro sin decir nada, conmocionados.
La Matrona se limitó a observar su reloj.
—Setenta segundos —nos dijo—. Tic tac.