CAPÍTULO 23
WISTY
—Qué miedo, ¿eh? —dije, tratando de sonar como si aquel lugar no fuese mucho peor que la casa embrujada de un parque de atracciones.
—Eh… no da tanto miedo como tú —dijo Whit—. Odio tener que decirte esto, hermanita, pero… ejem… estás brillando.
«¿Brillando?». No lo proceso. No lo proceso.
—¿Cómo? —dije, impasible—. ¿Qué quieres decir?
—¿Qué parte de «estás brillando» no comprendes? —preguntó.
—La parte en la que se supone que estoy brillando —le aclaré—. ¿A qué te refieres?
Entonces miré hacia abajo y vi que mi piel, mi ropa e incluso el aire alrededor de mi cuerpo estaban impregnados con una débil y pálida luz verdosa. Era suficiente para poder ver.
—¿Has estado jugando con desechos tóxicos últimamente? —dijo Whit. No tuvo gracia.
Alargué mi temblorosa mano y la examiné. Empezó a ponerse tan brillante que tuve que girarme. El cuarto entero se iluminó (las sucias grietas oscuras, los montones de desperdicios médicos, las bacinillas, los agujeros entre el suelo y la pared en los que sería muy fácil que cupieran ratas).
—¡Ugh! —Whit hizo una mueca—. Hazme un favor y dale al interruptor de apagado.
—No sé si puedo hacerlo —mi voz se quebró un poco.
Excepto por mi nombre de pila ligeramente hippie, por lo general a lo largo de mi vida había escapado bastante bien de la anormalidad. No tuve que vestir horrendas ropas usadas de una hermana mayor. Nunca fui la última a la que elegían para los equipos de la clase de gimnasia. Nunca me llamaron cuatro ojos, dientes de sierra, o bola de sebo. Sin embargo, ahora me había convertido en un fenómeno tres veces peor. Una bruja lanzallamas y radioactiva. Eso no son excelentes noticias para una chica de quince años de edad, por si no lo sabías.
De golpe y porrazo me llené de lágrimas: echaba desesperadamente de menos a mis padres.
—¿Mamá? ¿Papá? —lloriqueé. El eco de sus nombres impactó de forma cruel en mis oídos.
Whit puso otra vez esa molesta mirada de preocupación.
—Wisty…
—Shh —susurré, llorando—. Mamá me hablaba de todo, Whit. Me contó todo lo de los pájaros y las abejas muchísimo antes de que cualquier otro padre o madre de mis amigos lo hiciesen. Me contó cómo se enamoraron ella y papá (fue muy romántico). Y papá me explicó cuáles habían sido sus momentos más penosos en la escuela. Y lo orgulloso que estaba de ti y de mí, y… y nunca le daba miedo decirnos que nos quería, como les pasaba a otros padres —tomé aire dolorosamente—. Así que, ¿por qué no me contaron nada acerca de todo esto?
Whit se acercó y me abrazó, aunque estuviera resplandeciendo.
—Lo peor de todo, Whit, es que tal vez ellos sí que me hablaron sobre esto. Y tal vez no presté la suficiente atención.
Entonces empecé a llorar a moco tendido. Mis lágrimas empaparon el uniforme de Whit, y él me abrazó hasta que nos quedamos dormidos y mi resplandor se fue desvaneciendo poco a poco.