CAPÍTULO 21
WISTY
Cuando la horrible furgoneta negra del Nuevo Orden se detuvo por fin, llovía intensamente en el exterior y el viento rugía. Aparcamos delante de otro gran edificio, que tenía unos muros altos de piedra con aspecto requemado, como si fuera una fábrica vieja. Las manchas sobre la entrada revelaban la ausencia de una serie de letras, en las que en el pasado había estado escrito HOSPITAL PSIQUIÁTRICO ESTATAL DEL GENERAL BOWEN.
Por un segundo, se me ocurrió que esta pesadilla realmente podría tener sentido. «¡Eso es! —pensé con un aliento de esperanza—. ¡Tengo un trastorno psiquiátrico! Todo lo que ha pasado ha sido solo un conjunto de espectaculares alucinaciones».
Eso explicaría el fuego… la extraña y aleatoria aparición de Byron Swain… la sentencia de muerte por ser una hechicera.
«Los médicos me darán un buen tratamiento, mamá y papá vendrán a recogerme cuando me recupere, y todo estará bien de nuevo. Solo soy una psicópata, eso es todo. No es para tanto».
Sonreí sin querer ante este pensamiento. Whit me miraba como si yo estuviera (no me sorprende) oficialmente loca. Esperaba estarlo.
—¿Qué pasa contigo? ¿A qué viene esa sonrisita? Esta parece la casa del infierno —hizo una mueca.
—Bueno, ¿qué esperabas? —dije con una risita—. ¿Un sitio cálido y entrañable?
Nos empujaron fuera de la camioneta hasta franquear los muros de piedra.
—¡Muévete! —el guardia me clavó en la espalda su bastón, empujándome a la fuerza por un ancho pasillo oscuro. Una débil luz fluorescente parpadeaba al final, muy lejos. ¿Una luz al final del túnel? Me extrañaría mucho.
—¿Mi tratamiento va a ser aquí? —aproveché para preguntar—. ¿Cuándo podré ver al médico?
Whit giró la cabeza y me echó otra mirada de desconcierto.
—Esta es una cárcel del Nuevo Orden, mocosa —dijo uno de los guardias, brusco y nervioso al mismo tiempo—. Para criminales peligrosos. Como vosotros dos.
Nos guiaron por un túnel con escaleras, terriblemente oscuro, cuya única iluminación procedía de las rendijas bajo las puertas de cada rellano. Tenía las piernas temblorosas, probablemente porque no habíamos comido apenas nada desde la pesadilla de la medianoche anterior. Los guardias nos condujeron cada vez más arriba, hasta que me rendí a la fatiga y dejé de contar los pisos.
Por fin llegamos a otro pasillo oscuro que parecía albergar el mostrador de una antigua sección de enfermeras. Una mujer estaba recostada sobre su escritorio, absorta en la revista Administrador del Nuevo Orden. Debía de ser enormemente alta, porque a pesar de estar sentada, tenía que inclinar hacia abajo la cabeza para mirarme.
—¿Qué pasa? —croó, como una rana que hubiera fumado demasiados cigarrillos—. ¿Por qué razón habéis venido a molestarme?
Unos ojos oscuros, sin nada blanco en ellos, perforaron los míos. Tenía la nariz torcida y una barbilla puntiaguda, con un enorme lunar con cerdas negras que sobresalían. Vaya, si de verdad el Nuevo Orden estaba buscando brujas…
—Dos despreciables degenerados más para usted, Matrona —anunció uno de los guardias—. Dos hechiceros.
El estómago se me hundió hasta los calcetines. La breve fantasía de psicosis que me había permitido se había volatilizado.
Te das cuenta de que la vida realmente apesta cuando reconoces el deseo de ser internada, drogada o sometida a tratamientos de shock para regresar a la realidad. En aquel momento, me habría gustado que me practicaran una lobotomía. Supongo que eso es a lo que te enfrentas cuando la libertad ya ni siquiera es una ilusión.
¡Lobotomía o muerte!