CAPÍTULO 11

WISTY

Comenzaba a darme la impresión de que toda aquella pesadilla iba a resultar ser verdadera al fin y al cabo. Ahora ni siquiera se me iba a conceder el pequeño consuelo de seguir llevando mi viejo pijama rosa: nos obligaron a ponernos unos uniformes carcelarios a rayas que parecían directamente salidos de la segunda guerra mundial. El traje de Whit le quedaba bien (supongo que tiene la talla habitual de los presos), pero el mío colgaba como la vela de un barco en un día sin viento.

Mi cómodo pijama había sido la última conexión con el hogar. Sin él, lo único que conservaba de mi antigua vida era la baqueta.

La baqueta. «¿Por qué una baqueta, mamá?». Ya la echaba de menos, y sentía retortijones de ansiedad cuando me preguntaba qué habían hecho con ella y con papá.

—¡No le tires así del brazo! —le espetó Whit a mi guardia. Tenía razón. Parecía que mi brazo estuviera a punto de descoyuntarse.

—Cállate, mago —gruñó el malhumorado guardia, arrastrándonos a través de otra puerta electrónica etiquetada como PROPIEDAD DEL NUEVO ORDEN. Entonces llegamos a un enorme recinto de cinco pisos de altura, rodeado por todas partes de jaulas y celdas con barrotes.

Para criminales.

Y para nosotros. Para mi hermano y para mí. ¿Te lo imaginas? No. Es probable que no puedas. ¿Cómo puede alguien en su sano juicio imaginarse esto?

Una de las puertas de las celdas se abrió, y los guardias me arrojaron dentro. En la caída me golpeé fuertemente las rodillas y las manos en el suelo de cemento.

—¡Wisty! —gritó Whit mientras lo arrastraban por delante de mi puerta, que se cerró de inmediato. Apreté la cara contra los barrotes, tratando de ver adónde se llevaban a mi hermano. Lo metieron en la celda contigua a la mía—. Wisty, ¿estás bien? —me preguntó Whit enseguida.

—Podría ser —dije, examinando mis rodillas raspadas—, si la palabra bien significara algo totalmente distinto de lo que quería decir hasta ahora.

—Vamos a salir de aquí —dijo. Su voz estaba llena de valentía y de enfado—. Todo esto es solo un estúpido error.

Au contraire, mi ingenuo amigo —replicó una voz desde la celda siguiente a la de Whit.

—¿Qué? ¿Quién eres tú? —preguntó Whit.

—Soy el prisionero número 450209A —dijo la voz—. Créeme, no ha habido ningún error. Y no es que se olvidaran de leeros vuestros derechos. Tampoco van a concederos un abogado o una llamada telefónica. Y vuestra mamá y vuestro papá no van a venir a buscaros. Nunca. Y eso es mucho, mucho tiempo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —grité.

—¿Cuántos años tenéis? —dijo la voz.

—Tengo casi dieciocho —dijo Whit—, y mi hermana, quince.

—Bueno, pues yo tengo trece —respondió él—, así que ya veis que no hay ningún error.

Entonces miré hacia todas las celdas al otro lado del bloque. Observé, rostro tras rostro, un niño asustado tras otro. Todos llevaban uniformes carcelarios demasiado grandes. Parecía que esta cárcel estaba llena de niños y adolescentes.

Ni un solo adulto.