CAPÍTULO 99

WISTY

Ya sé que no quedan muchas páginas en este libro, y que llegado a este punto te preguntas dónde se ha metido el final feliz.

Puede que sea joven, pero ya me he dado cuenta de que la vida no viene envuelta con pequeños finales felices que se cierran como lazos perfectos. Te puedo prometer una cosa, sin embargo: aún queda una esperanza, ¿vale? Ni se te ocurra llamarme a mí, Wisteria Rose Allgood, una derrotista. No importa qué basura nos eche encima el Único, te juro que encontraré ese puntito luminoso en el paisaje más amargamente sombrío, y me aferraré a él como si de ello dependiera mi vida.

Y ahora mismo me estoy aferrando a la vista de las dos personas que me dieron la vida.

¡Mi madre y mi padre!

Ni fantasmas, ni alucinaciones, sino ellos mismos, en carne y hueso. Aunque atados. Como yo. Por lo menos Whit y yo podemos verlos y decirles lo mucho que los queremos, una vez más antes de morir.

Pero ¡qué clase de reunión familiar es esta! Miradnos aquí arriba, entre las burlas de la multitud que nos rodea, con los lacayos del Nuevo Orden empujándonos a golpes hacia el escenario montado en el estadio, con la soga al cuello, las cámaras de televisión fijas en nuestras caras… y, en la torre, justo frente a nosotros, él. El Único que es Único. En su gloria, triunfante, ¡pues él ha ganado!

Usar un antiguo patíbulo como escenario le añade un toque dramático. La vaporización es el método preferido por el Único para las ejecuciones, ya que es altamente eficiente, pero las sogas en el cuello son un extra para nuestra específica humillación, el teatrillo morboso del ahorcamiento.

Deseo con tantas ganas arder debido al odio que siento por este monstruo que ha destrozado nuestras vidas y está a punto de matar a toda mi familia. Ojalá pudiera usar mi cólera para encontrar fuerzas que desataran la magia, para convertir este horrible escenario en cenizas, cauterizar este lugar maldito de este, por llamarlo de alguna manera, mundo.

Pero, para ser honesta, tengo demasiado miedo para estar enfadada. Mi coraje se tambalea; mi luz se está apagando.

«Oh Dios, no quiero morir ahora. No quiero que mi familia muera. No quiero verlos morir».

Papá sigue con su cara de póquer, tratando de infundirnos a Whit y a mí algo de valor. Mamá se ha rendido a la emoción del momento y llora en silencio por el dolor y el miedo.

Whit, por su parte, parece salvajemente furioso, por lo menos cuando no se está recuperando de los repetidos golpes que le propinan en la nuca. Media docena de veces ha intentado liberarse de sus ataduras, y media docena de veces sus guardas encapuchados lo han golpeado con sus porras, le han hecho caer exhausto sobre sus rodillas hasta que lo ponen de nuevo en pie y él trata de reunir fuerzas para liberarse de nuevo.

La sádica multitud disfruta de cada momento dramático del espectáculo. La madre con el corazón roto, el estoico padre, el hijo desafiante, la hija cobardica que de alguna manera habían llegado a tomar por una poderosa bruja.

Pero ahora el Único que es Único eleva sus manos de largos dedos en el aire y hace un gesto de silencio.

Y ahora hace otra cosa con las manos, un movimiento que conozco demasiado bien. «Dios mío, por favor, no se lo permitas…».

Una grieta negra aparece enfrente de él y se abre camino en dirección a nosotros. O, por lo menos, hacia dos de nosotros.

Y, tal cual, mamá y papá han sido vaporizados. No queda nada sino humo. Mi madre. Mi padre. Se han ido.