CAPÍTULO 9

WHIT

Bueno, al menos se trata de sus cabezas.

Las fotos de nuestros padres se hallan en un panel de seis metros, con un aspecto abandonado y solitario, en medio de la estación de mercancías donde nos encontramos. Y bajo su ficha policial figuran unas palabras que nos dejan los huesos helados:

Recompensa

Desde luego, ya sabíamos que papá y mamá eran criminales perseguidos, por las mismas falsas razones que nosotros. Pero verlo impreso a la vista de todo el mundo (¡por el patético precio de tres millones de pavos por sus cabezas!) resulta un cruel recordatorio de que es posible que esta pesadilla no termine bien.

Wisty, como suele hacer, lee mis pensamientos y me lanza un guiño de esperanza.

—Eso es que siguen libres —señala tranquilamente.

—Por lo menos lo estaban —replico— cuando colgaron este cartel.

El papel tiene un aspecto avejentado, descolorido, rasgado y doblado por los bordes. Permanecemos en silencio mientras el poderoso aroma de los frágiles libros del contenedor, llenos de sueños, historias, tragedias, risas e imaginación, nos envuelve con el recuerdo agridulce de nuestro hogar.

¿Cómo puedes estar en paz con algo si ni siquiera sabes qué es ese algo? No sabemos si nuestros padres están vivos o muertos o siendo interrogados en una prisión del Nuevo Orden o… desterrados a Shadowland, como Celia. «¿Están sufriendo? ¿Hay algo que podamos hacer? ¿O estamos tan indefensos e inermes como me siento ahora?».

Golpeo el cartel tan fuerte que mi puño atraviesa el panel entero.

Luego saco mi mano de él y hago como si no hubiera sucedido. Wisty me mira preocupada. Me encojo de hombros. Creo que me sangran los nudillos, pero no siento nada.

Miro por un momento la cara de Wisty, acongojada por la preocupación y la pena, y luego más allá. Tengo ganas de abrazarla, pero necesito demostrarle que no voy a dejar que mis emociones me controlen. Deshago el nudo en mi garganta, del tamaño de una pelota de golf, y tomo la mano de Wisty.

—Salgamos de aquí.

No se ve a nadie en las afueras de esta horripilante ciudad. Solo las ventanas rotas de los almacenes. Calles cubiertas de basura. Lo único de nueva construcción parece ser los enormes paneles de vídeo y los postes de los altavoces.

Cuando llegamos al centro de la población, fantaseo con lo que pudo ser algún día la vida aquí. Es curioso. Veo un instituto de fachada de ladrillo rojo, columpios, un parque con un kiosco, un triciclo volcado. Me asalta la tristeza. Me recuerda a nuestro pueblo, con sus campanarios, las tiendas de ultramarinos y sus árboles reales.

Ahora sí que me siento nostálgico. Por mamá, por papá, por nuestra casa, incluso por la escuela. Al menos, un poco.

—Me pregunto dónde se ha metido todo el mundo —susurra Wisty.

—Yo no —respondo, tal vez demasiado deprisa—. Quiero decir… en realidad no quiero saberlo.

De repente oigo:

—¿Tú no? ¿… no? ¿… no? ¿… no? ¿Por qué, Whit?

Me giro a ambos lados. Wisty se me queda mirando.

Ha sido claramente una voz. No era la de Wisty. Ni la mía.

Era la voz de Celia.

Quizá este sea un pueblo fantasma. Literalmente.