CAPÍTULO 8

WHIT

¿Pensaríais que estoy completamente loco si os dijera que lo que nos encontramos en aquella caseta de señales era un portal que nos llevó a Wisty y a mí a través de varias dimensiones para arrojarnos de nuevo a nuestra infernal realidad, pero en un lugar completamente distinto?

Hace un año, me hubiera presentado por mi propia voluntad en el manicomio por ese motivo, pero la locura ha reemplazado a la cordura en una sociedad dirigida por los tarados del Nuevo Orden. Por cierto, un portal es uno de esos esquivos puntos donde el tejido de la realidad se vuelve… blando. Aunque atravesar un portal puede ser cualquier cosa menos eso. Puede arrojarte a otro lugar, otro momento, otra dimensión… E incluso a veces, a lugares donde preferirías no haber llegado. Con toda tu alma.

Como, por ejemplo, a este lugar tan estrecho, negro como el carbón, en el que hemos aterrizado. Por lo que sé, podríamos estar atrapados en el mueble donde guarda los zapatos el Único. El aire huele a cerrado, a estancado. Tengo el hombro ardiendo y la cabeza me da vueltas.

—¿Whit? ¿Estás aquí? —escucho un susurro. Percibo un leve movimiento a unos metros de mí.

—Sí —gruño, aturdido por el dolor. Es una dulce voz femenina, cálida y tranquilizadora.

—¿Estás bien? —me pregunta la voz, preocupada.

«¿Celia?». Echo de menos a mi novia, secuestrada y asesinada ya hace tiempo por el Nuevo Orden. Acercándose a mí, inclinándose, a punto de tocarme, curarme, salvarme…

—Mmm… —me desvanezco, esperando oler el aroma de Celia, sentir sus brazos en torno a mí.

—Parece que tienes… resaca.

«Oh. Es Wisty. Claro».

Suelto un gemido.

—Mi hombro. Me lo he dislocado en el portal, creo.

—¿En serio? Yo me he deslizado por este como si fuera sobre mantequilla.

Pongo los ojos en blanco, aunque lo más probable es que ella no sea capaz de verlos.

—Supongo que era del tamaño adecuado para tu culo de bruja —le digo, juro que afectuosamente—. ¿Dónde crees que hemos ido a parar?

—¿Qué tal… a una cárcel? Parece nuestro destino favorito en los últimos tiempos.

Yo no estoy tan seguro.

—No. Las cárceles no huelen así. Huele a algo… bueno. Algo que me recuerda a…

—A casa —decimos a la vez.

Wisty se enciende una pequeña llama en la punta del dedo para darnos luz. Me impresiona cómo está aprendiendo a controlar su fogoso genio para que su don nos sirva de ayuda. Antes, yo era la estrella de la familia. El capitán del equipo de fútbol americano del colegio, el campeón de natación y atletismo. Mientras tanto, Wisty se dedicaba a saltarse las clases. Ahora, ella es la célebre bruja que se envuelve en llamas, cambia de forma, suelta rayos y hace otras cosas geniales. Solo que no siempre cuando ella quiere.

En la incierta luz apenas veo más que la silueta de mi hermana y pilas de cajas de cartón etiquetadas PARA INCINERAR.

—Libros —dice Wisty con reverencia, mientras hojea algunos volúmenes de las cajas abiertas.

Con mi brazo bueno, abro cautelosamente un agujero en una caja y echo un vistazo a títulos de todo tipo de autores famosos, desde B.B. White hasta Roy Royce.

—Parece un cargamento de libros para la hoguera —deduzco. El Nuevo Orden se ha embarcado en una cruzada para destruir todos y cada uno de los libros escritos antes de la conquista del Overworld.

Una sensación semejante a una puñalada me atraviesa el hombro herido. Me contraigo de dolor.

—Hablando de destrucción… ¿Me ayudas a colocar de nuevo mi hombro en su sitio, Wisty?

—Eso suena definitivamente repugnante —dice, pero se acerca en dirección a mí—. Tienes que aprenderte un hechizo para estas cosas, hermanito. ¿No se supone que vosotros los magos sois expertos en eso?

—Supongo que merece la pena intentarlo. Ayúdame con el diario, ¿quieres?

Mi padre me dio este libro en blanco antes de que nos secuestraran aquella aciaga noche, hace tantos meses, y lo llevo siempre conmigo. (Wisty lleva a su vez una vieja baqueta/varita que le dio nuestra madre). La mayor parte del tiempo el libro permanece en blanco y suelo escribir en él, normalmente poemas tristes de amor dedicados a Celia. Pero a veces encuentro dentro revistas, mapas, obras completas de literatura y, si hay suerte, algún hechizo. Se supone que los magos deberían ser capaces de controlar lo que viene en el libro, pero a mí, por ahora, me funciona por pura chiripa.

Wisty saca el diario de mi mochila y me ayuda a pasar las páginas en busca de algún hechizo curativo, que encontramos al fin bajo la invocación Voron klaktu scapulati.

—¡Suena satánico! —suelta Wisty, imitando la voz de una vieja quejándose de la música heavy. Pero un calor maravilloso se extiende por mi hombro cuando pronuncio las palabras y, como quien no quiere la cosa, el hueso regresa a su sitio. Levanto el brazo sin la menor punzada de dolor.

—Supongo que acabamos de vender nuestras almas —digo—. Ahora tratemos de saber dónde demonios estamos y cómo regresar a Freeland.

Mientras nos abrimos camino hacia la parte trasera de aquel lugar, nos damos cuenta de que estamos dentro de un contenedor. Meto en la mochila algunos libros para los chicos del cuartel de la Resistencia, entre otros Los cianotipos de Bruno Genet y Los torneos de la sed.

—¿Preparada para lo que nos vayamos a encontrar ahí fuera? —pregunto cuando alcanzamos la salida.

—O para quien nos vayamos a encontrar —repite Wisty con precaución—. Deja que me concentre, no sea que tenga que ponerme a arder o algo.

A la de tres, abrimos la puerta del contenedor.

Y ahí están, mirándonos de frente… nuestros padres.