CAPÍTULO 64

WISTY

Y la nieve sigue cayendo.

Mi nueva definición del mal: cualquiera que me haga odiar algo que me encanta. Por ejemplo: creo que ahora mismo podría odiar incluso el chocolate. Eso sí que es malvado. Todo es por culpa del Centro Mundo Feliz. Creo que hasta odio a Celia por volver medio loco a Whit. Otra cosa causada por el Nuevo Orden. Ahora el Único ha conseguido que odie la nieve, que antes adoraba.

Me acuerdo de que cada vez que nevaba, Whit y yo salíamos fuera en busca de un sitio para deslizarnos, sin importar lo mayores que fuéramos. Lo único que cambiaba era que cada vez nos atrevíamos a hacer cosas más peligrosas, hasta tirarnos por cuestas que terminaban en un estanque congelado (o eso esperábamos). Los últimos años incluso se traía a Celia, y he de admitir que me gustaba verlos juntos. Estaban tan contentos de estar el uno con el otro…

Así eran los días en los que nada nos daba miedo.

Ahora, la nieve solo simboliza los últimos y dolorosos momentos antes de mi muerte.

He encontrado un par de tablas de madera, que he colocado de manera que pueda sentarme en ellas para tratar de retrasar todo lo posible el congelamiento de mis nalgas. En este instante ya hay casi diez centímetros de nieve. Mi siempre heroico hermano sigue explorando el sótano, buscando una salida o un nuevo portal. Mientras tanto, yo he recitado todas las letras de canciones, poemas y rimas infantiles que me han venido a la memoria. Sé que esos textos escolares tienen algún tipo de magia, y parece que siempre que lo hemos intentado lo suficiente hemos acabado por encontrar una manera de usar nuestros poderes.

Es el frío. En serio. Odio hasta la médula pasar frío. Y ahora va a matarme literalmente.

—De acuerdo, Whit, saca tu diario —le pido—. Te voy a dictar mis últimas voluntades y mi testamento.

—Te escucho —me llega la voz de Whit desde una esquina del sótano, que está examinando como si fuera un detective (solo que uno de esos que no saben muy bien lo que se hacen).

—¡Escribe! Te lo digo en serio.

—Wisty, odio decirte esto, pero no tenemos ni dos perras que dejarles a nuestros parientes… —dice Whit con un falso acento, mientras se acerca a mí llevando en la mano algo que ha descubierto—, ni parientes o amigos a los que poder dejarles nada.

—Deja el humor negro, ese es mi terreno. Y deja que te recuerde que en algún lugar del mundo están las dos mitades de mi baqueta. Te las dejaría en herencia a ti, pero también vas a morir, así que necesito un plan de repuesto un poco más realista.

Whit llega llevando un trozo de lienzo con el tamaño adecuado para envolver un cadáver en él.

—He encontrado esto —dice, cubriéndome con él—. No es mucho, pero…

—Si puede retrasar la hipotermia aunque sea cinco minutos, me lo quedo. Gracias —respondo, plegando una esquina para que se meta dentro conmigo—. ¿Estás preparado para apuntar?

Whit me mira con serenidad, sin rastro de la locura de Celia en sus ojos, gracias a Dios. Necesito que esté cuerdo.

—Claro, Wisty.

Saca su diario y un bolígrafo, y me aclaro dramáticamente la garganta.

—Yo, Wisteria Rose Allgood, quiero dictar testamento.