CAPÍTULO 58
WISTY
Por fin se dan por vencidos. Al menos por ahora. Me enrollo formando una pequeña bola, mientras trato de reunir toda la energía que pueda para cuando vuelvan. Las interminables horas de silencio, en las que solo se oye un goteo, se interrumpen a veces por el correteo de una rata, el ruido rasposo de la compuerta por la que cae la comida, y el golpeteo de una rodaja de pan endurecido y un bloque semicongelado de judías secas.
Sí. Congeladas y secas.
Alzo el agrietado bloque. Sorprendentemente, hay un sonido como el crepitar de unas llamas, que debe de estar en mi imaginación. Me acuerdo de cuando teníamos seis años y a Whit y a mí se nos ocurrió robar ese tipo de judías del congelador y tirarlas por el váter sin que mi madre se diera cuenta. La primera parte funcionó, pero la segunda no. ¿Y a quién le echaron la bronca? Pues a mí, está claro. Siempre yo. Y sigo estando yo sola en esta celda de castigo.
«Whit, ¡te necesito aquí, ahora!».
Arrojo el ladrillo de judías contra la puerta, con una fuerza que ni siquiera sabía que tenía y se estrella con un satisfactorio chasquido.
—Hey —dice una voz al otro lado de la puerta—. ¿Estás bien ahí dentro, Wisty?
«¿Whit?».
—¿Whit? —grito, corriendo hacia la puerta. Oigo la llave girar en la cerradura.
Mi hermano entra en la celda, escoltado por un monitor regordete. Para mi deleite, el chico se resbala contra algunas judías al entrar, pero por desgracia no se estampa la cara contra el suelo.
—Demonios, Wisty, ¿qué te ha pasado en la cara?
Ese es el saludo de mi hermano.
Le abrazo enseguida, y entonces veo que hay otra persona a la que están conduciendo dentro de la celda. Lleva un ojo morado. «¿Todo esto no era muy previsible?».
Echo un vistazo a la comadreja.
—Creía que se suponía que esto era un lugar solitario.
Me devuelve la mirada.
—No me eches la culpa, Wisty. Yo no lo decidí. Pregúntale a tu hermano.
Suelto un momento a Whit mientras los monitores depositan a sus prisioneros en el sótano. Después se van, sin una palabra. La puerta se cierra tras ellos.
—¿Qué os ha pasado a los dos? —pregunto, sin ser capaz de disimular completamente mi satisfacción por su encarcelamiento, o más bien por el hecho de tener compañía.
Whit se encoge de hombros.
—Byron y yo nos echamos una buena pelea al viejo estilo. Ya sabes, cosas de hombres.
—Bueno, pues me alegro por vosotros, chavales. Y me alegro por mí. ¡Ya no estoy sola!
Abro los brazos de par en par.
—Bienvenidos a la caseta del terror. Aquí te hacen la cera gratis en la cabeza, por cierto. Estoy segura de que a vosotros os depilarán el pecho, en el caso de Whit, y el entrecejo, en el caso de Byron.
—Es horrible —comenta Byron, levantando del suelo una judía y examinándola.
Sí, estar en esta mazmorra es horrible, pero aún se va a poner mucho peor.