CAPÍTULO 53

WISTY

Era demasiado fácil.

El aparato de la mesa era una turbina de vapor conectada a un generador y, fijaos, lo único que tenía que hacer era emplear la magia para calentar aquella cosa de manera que suministrara electricidad a las bombillas. Le di tanta potencia a esas bombillas que los chicos de alrededor empezaron a chillarme para que las apagara, porque les estaban haciendo daño en los ojos.

Perdedores.

No es que les eche la culpa. Yo también estaría quejica si me fuera a quedar sin chocolate.

Estoy tan contenta que ni siquiera me importa que Byron venga conmigo. Y, debo admitirlo, su mera presencia traidora me altera de una manera que es posible que vaya encendiendo cada bombilla en el paseo desde aquí hasta la salida del Extrasium.

Casi ni reparo en que el Centro de Recompensas parece una enorme y deslucida centralita telefónica llena de cubículos afelpados. Sentados en el interior de muchos de ellos se ve a chicos con cara de felicidad y la boca manchada de color marrón, con enormes platos de chocolate enfrente de cada uno. Los chicos están cubiertos de cables y extraños dispositivos eléctricos que de cuando en cuando emiten un pulso de luz azulada.

Pero, Dios mío, ¡puedo oler el chocolate! Se me hace la boca agua. Me desfallecen las rodillas. Me quedo sin habla.

—Prisionera Allgood e informante Swain, por favor procedan a los cubículos 124G y 124H —dice ASEE.

—Sígueme —dice Byron—. Te enseñaré cómo conectarte a los monitorizadores.

—¿Monitorizadores?

—Debes llevar los monitorizadores mientras comes el chocolate.

—No debería sorprenderme que sepas tanto de tecnología de vigilancia —suelto con un bufido. Entre vosotros y yo, ahora mismo me pondría una camiseta de I LOVE BYRON si eso me sirviera para conseguir más chocolate.

Byron me ayuda a ponerme los pequeños aparatos con forma de ventosa por la frente y los brazos. Son como los electrodos que se ponen los pacientes en el hospital, solo que de mayor tamaño, y los cables pesan bastante más.

Y entonces, oh sí, llega un carrito mecánico con dos grandes bandejas de chocolate, más grandes que mi cabeza. Una lleva el nombre de Byron, y la otra…

Llevo engullido al menos cien gramos de chocolate cuando me quiero dar cuenta. Esto sabe tan bien.

Seguiría engullendo si no fuera porque mi estómago empieza a protestar. Supongo que hay alguna razón por la cual la gente no come dulces para desayunar, comer y cenar.

Me tomo un respiro y miro alrededor.

Algunos de los chicos llevan aquí un buen rato y se han comido sus bandejas enteras. La mayoría de ellos se han desplomado. «¿Sesteando, quizá?».

Todos menos un niñito en una esquina, que se ha puesto un poco verde.

Y una niña caída en el suelo. Mientras la miro, dos canallas vestidos con atuendos sanitarios la levantan y se la llevan a rastras.

Byron me mira desde su chocofestín personal y se da cuenta de que la he visto.

—Bien, probablemente no ha descubierto cuál es su límite todavía. La llevarán al vomitorio.

—¿El vomitorio? —pregunto, sin pensar en ello realmente.

—Es como llaman los estudiantes al lugar donde hacen el lavado de estómago.

—Ah —digo, encontrando la idea un tanto inquietante, pero siento otra oleada de ansia chocolatera y vuelvo rápidamente mi atención a la gloriosa bandeja. Lo juro, si me hubieran dado esto de comer cuando iba al instituto, hubiera llegado a pesar ciento veinte kilos.

En ese momento empiezo a sentirme realmente cansada, y las ventosas sobre mi piel comienzan a sentirse frías. Están casi quemando, de lo frías que están. Los cables brillan con un color azul sobrenatural. Tengo un nudo en el estómago.

No recuerdo haberme sentido tan cansada en toda mi vida. Es como si estos cables estuvieran sacándome la vida del interior…

Byron me dirige una mirada preocupada. «¿Qué está diciendo?». Quizá si dejo caer mi cabeza sobre la mesa durante unos segundos y cierro los ojos…