CAPÍTULO 41

—Siéntate —dice el hombre solemne, de labios prietos, que está sentado tras el escritorio de metal.

Byron Swain asiente nerviosamente y toma asiento en un raído sofá mientras el hombre termina de revisar unos papeles de aspecto oficial.

—Te has tomado tu tiempo para llegar aquí —dice el hombre con severidad, dejando sobre la mesa un lápiz mordisqueado.

—Tenía que llevar a cabo todos los procedimientos…

—¡No pongas excusas! —grita el hombre, soltando salivazos por todo el escritorio metálico en dirección a Byron—. ¡Los Hijos de los Únicos no ponen excusas!

Agarra de nuevo el magullado lápiz como si fuera a romperlo en dos o arrojarlo a la cara de Byron.

El chico se aprieta contra el sofá, deseando desaparecer entre los cojines como si fuera calderilla.

—¡Y permanece de pie en mi presencia! ¿Quién te has creído que eres, Byron?

—Lo siento, papá.

—¡Y deja de llamarme así! Yo soy el Único que Cuenta el Dinero de los Impuestos.

—Sí, señor. Lo siento, señor —dice Byron, que recuerda cómo los freelandeses llaman a su padre «el Único que Cuenta las Habichuelas» y toma nota mental de no mencionárselo—. Yo solo…

—¡Excusas! —grita—. ¡Por mandato del Nuevo Orden, y a petición específica del Único, me harás ahora un informe completo!

Byron siente un dolor que crece como un tumor dentro de su pecho. No le hace feliz espiar a los freelandeses, pero ¿qué otra opción le queda? Wisty sigue rechazándolo. No es nadie para ella. Para ninguno de ellos, en realidad. Y está bajo las órdenes directas de su padre.

Byron se pone firme, en posición, y, temblando ligeramente, comienza a contárselo todo.