CAPÍTULO 20

WHIT

—Oh, Dios mío, Whit. ¿Están…? ¿Están…? —Wisty se pone a tartamudear. Le paso el silbato y me acerco hasta el chico más cercano para comprobar su pulso.

—Vivos —le digo, con alivio—. Pero estaremos todos muertos si el jefe de laboratorio regresa ahora. Entre tú y yo, tú eres la experta en música, Wisty. Inténtalo. ¡Rápido!

Toma el silbato y, de manera metódica, toca una serie de escalas en las tres octavas que alcanza el instrumento. Al cabo de una media docena, «¡ay mi madre!», cada miembro de cada grupo se nos queda mirando, paralizado. Pero al menos, están vivos.

—Di algo —susurra Wisty—. Ordénales algo.

—¡En pie! —bramo.

En un segundo, la habitación entera se levanta del suelo ante nuestros ojos atónitos y se pone a dar botes. Lo más extraño de todo es que… todos sonríen mientras saltan.

—Caramba —exclamo. De repente, se me ocurre que esta es probablemente la cosa más divertida que he visto en los últimos tiempos. Que yo recuerde, por lo menos.

Wisty debe tocar un par de docenas de notas para lograr que se detengan. Mientras tanto, nos damos cuenta de que cada nota equivale a una orden singular.

Me estoy poniendo nervioso.

—Sydney, el jefe se acaba de tomar la pausa fisiológica más larga de la historia y volverá en segundos —regla número 1 del espía: mantener el personaje todo el tiempo—. ¡Hagamos aquello para lo que hemos venido!

Mi hermana toca rápidamente unas seis escalas y, señalándome con el dedo, grita:

—¡Seguid a este tío!

Y yo me dirijo hacia la puerta del laboratorio.

Irrumpimos en el pasillo, con Wisty cerrando nuestro pelotón de desmejorados investigadores.

El único problema es que, a veinte metros de nosotros, de vuelta de su liberadora misión, aparece el jefe de laboratorio.

—¡Deteneos, deteneos todos! Deteneos en nombre del Único…

Sin perder un segundo, me lanzo contra él, con la energía de la desesperación. Le suelto una devastadora carga con el hombro derecho sobre el plexo solar, que lo deja tumbado sobre el linóleo del pasillo, donde, antes de que pueda protegerse, es al instante pisoteado por los veinticuatro grupos de niños esclavos de su laboratorio.

La cabeza me estalla a causa de las superalarmas que de alguna manera se han encendido y aúllan ahora desde cada una de las esquinas. El pasillo se ha quedado a oscuras, salvo por las luces de emergencia.

Mientras nos apresuramos a correr hacia las escaleras del sótano, escucho el ruido atronador de botas en el piso de arriba. Parece que son una auténtica legión.

Detrás de mí, los bocinazos enloquecidos de Wisty suenan como la banda sonora de una antigua película de terror. «Pero ¿qué hace?».

—¡Por aquí! —chilla una voz desde el vestíbulo, lejos de la escalera. «¿Byron?».

Me doy la vuelta y guío a los chicos hacia la voz, rezando para que Byron no se haya cambiado de bando. Los niños resultan curiosamente veloces, quizá porque están acostumbrados a realizar sus tareas a toda velocidad y evitar así su ración de palos.

Pero no son tan rápidos como los guardias del Nuevo Orden, que son adultos hormonados. Los abusones con botas están ya solo veinte metros detrás de nosotros. ¿Son quince? ¿Diez?

¡Zaaaaaaas-ping! El muelle de una pistola aturdidora pasa junto a mi cabeza y golpea la barandilla metálica, dándole casi a mi mano.

Byron dirige a los niños por un pasillo distinto, presuntamente en dirección a una salida subterránea. Wisty sigue tocando como una enloquecida flautista de Hamelín.

En el parpadeo de las luces de emergencia, veo algo realmente extraño por encima de mi hombro. Los soldados empiezan a detenerse, formando un remolino en torno a Wisty, en una especie de trance… ¿inducido por la música?

«Vamos a conseguirlo».