CAPÍTULO 12
WISTY
Quizá aquello fuera la cosa más extraña que nos había ocurrido hasta ese momento. Otro misterio metido dentro de un misterio envuelto en otro misterio.
Apenas recuerdo nada. Por lo menos, nada después de decirle a Whit que mirara la pantalla donde estaba Celia. De repente, me había convertido en una figura de dos dimensiones en mitad de la plaza, con la cabeza dando vueltas.
Me vuelvo para descubrir a Whit en un estado similar, salvo por el hecho de que él se sujeta la cabeza con ambas manos y está sollozando. No hay nada peor que ver a tu hermano mayor llorando. Excepto ver así a tus padres, quizá.
Trepo hasta él y lo abrazo mientras él me cuenta lo que ha sucedido. Es una explicación bastante incoherente, pero una cosa está clara: Celia dijo que teníamos que entregarnos. «Muy buena, Celia. Ya me lo pensaré. Pero primero vamos a examinar tu relación con el Nuevo Orden, una vez más. ¿Cómo has acabado dentro del panel de propaganda?».
—No vamos a entregarnos —le digo a Whit con resolución—. Es un montaje. El N.O. va a la desesperada.
—¡Es un truco! —responde él indignado, súbitamente rehecho—. Lo sabía. No era Celia la que hablaba. No puede haber sido ella. Vamos a destruir este régimen, y no podemos hacerlo si estamos presos. O muertos.
Me pongo en pie.
—¡Caramba! —digo, sacudiéndome el polvo—. ¿Un arrebato de testosterona?
Whit se las arregla para sonreír ante mi lamentable chiste, y de repente me sorprende con un placaje de broma, desde el hombro hasta la cintura.
—¡Sí! ¡Nos los vamos a cargar! —grita.
—¡Yuju! —responde un coro de vocecillas. ¿Y ahora qué?
Nos damos la vuelta y vemos a una populosa banda de granujillas sacando la cabeza hacia la carretera desde los carteles que cubren una tienda de videojuegos.
—¿Quiénes sois? —pregunto, boquiabierta. No parecen tan asustados como para querer pasar inadvertidos, pero tampoco tan confiados como para ponerse a nuestro alcance.
Un muchachito de cabellos rubios increíblemente enmarañados da un paso al frente.
—¿Sois gente normal? —pregunta. No puede tener más de diez años.
—Si te refieres a que el Nuevo Orden no nos ha lavado el cerebro, sí —respondo—. Somos normales. ¿Dónde están tus padres?
—Se fueron. No sabemos adónde. Se los llevaron.
—¿Se los llevaron?
—Los soldados los metieron en camiones y se los llevaron —dice. Algunos de los niños más pequeños se frotan los ojos llenos de lágrimas.
Un fogonazo de emoción cruza el rostro de Whit. Simpatía, empatía, llamadlo como queráis. Mi hermano no es exactamente un blando, excepto cuando debe serlo. Se quita la mochila y la deja en el suelo frente a él. A continuación, pone las manos sobre ella, con los ojos cerrados.
Y entonces, lo más surrealista de todo, un cachorrito y dos gatitos asoman sus cabezas fuera de la mochila.
La tristeza de los niños se convierte en asombro y risas cuando el perrito y los gatitos salen de la mochila correteando. Los niños que no llegan a acariciar a los animalitos miran maravillados en dirección a Whit. Francamente, yo también.
—¡Guau! —exclamo.
Luego se tira del cuello de la camisa y saca una bandada de palomas blancas que se eleva hacia el cielo. Y después, ¡puaj!, estornuda y una nube de abejas amarillas sale de su nariz y vuela detrás de las palomas. Los niños se ponen a reír, casi histéricos.
—¿Dónde has aprendido estos trucos de feria? —pregunto a Whit—. Genial. Te estás convirtiendo en un mago bastante impresionante.
Se encoge de hombros.
—Pensé que ya me tocaba hacer algo bonito por alguien, en lugar de preocuparme todo el tiempo por nosotros —responde, y se vuelve a los alborozados críos—. Chavales, ¿queréis venir con nosotros?
Caramba. Las cosas que pasan cuando menos te lo esperas. De repente, mi hermano se ha convertido en el señor don Whitford «Oenegé» Allgood.
—¿Lo próximo será abrir un comedor de beneficencia? —le pregunto con una gran sonrisa.
—Tal vez —responde—. ¿Por qué no?
Y entonces, mi hermano conjura una marmita de sopa de tomate caliente, con boles y cucharas, y esta vez hay bastante para todos.