Cuando don Rigoberto se despertó, oscuro todavía, oyó el murmullo del mar y pensó: «Por fin llegó el día». Lo embargó una sensación de alivio y excitación. ¿Era esto la felicidad? A su lado, Lucrecia dormía apaciblemente. Debía estar cansadísima, el día anterior se había quedado hasta muy tarde haciendo las maletas. Estuvo un buen rato escuchando el movimiento del mar —una música que en Barranco nunca se oía durante el día, sólo de noche y al amanecer, cuando se apagaban los ruidos de la calle— y luego se levantó y, en pijama y zapatillas, fue a su escritorio. Buscó y encontró en el estante de la poesía el libro de Fray Luis de León. A la luz de la lamparilla, leyó el poema dedicado al músico ciego Francisco de Salinas. Lo había estado recordando la víspera en la duermevela y luego soñó con él. Lo había leído muchas veces y ahora, después de releerlo despacio, moviendo apenas los labios, lo confirmó una vez más: era el más hermoso homenaje dedicado a la música que conocía, un poema que, a la vez que explicaba esa realidad inexplicable que es la música, era él mismo música. Una música con ideas y metáforas, una alegoría inteligente de un hombre de fe, que, impregnando al lector de esa sensación inefable, le revelaba la secreta esencia trascendente, superior, que anida en algún rincón del animal humano y sólo asoma a la conciencia con la armonía perfecta de una hermosa sinfonía, de un intenso poema, de una gran ópera, de una exposición sobresaliente. Una sensación que para Fray Luis, creyente, se confundía con la gracia y el trance místico. ¿Cómo sería la música del organista ciego al que Fray Luis de León hizo ese soberbio elogio? Nunca la había oído. Ahí está, ya tenía una tarea por delante en su estancia madrileña: conseguir algún CD con las composiciones musicales de Francisco de Salinas. Alguno de los conjuntos dedicados a la música antigua —el de Jordi Savall, por ejemplo— habría consagrado un disco a quien inspiró semejante maravilla.
Cerrando los ojos, pensó que, dentro de pocas horas, Lucrecia, Fonchito y él estarían cruzando los cielos, dejando atrás las nubes espesas de Lima, empezando el postergado viaje a Europa. ¡Por fin! Llegarían en pleno otoño. Imaginó los árboles dorados y las calles de adoquines condecoradas con las hojas desprendidas por el frío. Le parecía mentira. Cuatro semanas, una en Madrid, otra en París, otra en Londres y, la última, entre Florencia y Roma. Había planificado esos treinta y un días de tal manera que el placer no se viera estropeado por la fatiga, evitando en lo posible esos desagradables imprevistos que arruinan los viajes. Vuelos de avión reservados, entradas a conciertos, óperas y exposiciones compradas, hoteles y pensiones pagados por adelantado. Sería la primera vez que Fonchito pisaría el continente de Rimbaud, la Europa aux anciens parapets. Sería un placer suplementario en este viaje mostrarle a su hijo el Prado, el Louvre, la National Gallery, los Uffizi, San Pedro, la Capilla Sixtina. ¿Olvidaría, entre tantas cosas hermosas, esta siniestra temporada última y las apariciones fantasmales de Edilberto Torres, el íncubo o súcubo (¿cuál era la diferencia?) que tanto les había amargado la vida a Lucrecia y a él? Lo esperaba. Este mes sería un baño lustral: la familia cerraría la peor etapa de su existencia. Los tres regresarían a Lima rejuvenecidos, renacidos.
Recordó la última conversación con Fonchito en su escritorio, dos días atrás, y su súbita impertinencia:
—Si tanto te gusta Europa, si sueñas día y noche con ella, ¿por qué has vivido toda tu vida en el Perú, papá?
La pregunta lo desconcertó y durante un momento no supo qué contestar. Se sentía culpable de algo, pero ignoraba qué.
—Bueno, creo que si me hubiera ido a vivir allá, nunca hubiera gozado tanto con las cosas bellas que tiene el viejo continente —trató de esquivar el bulto—. Me hubiera acostumbrado tanto a ellas que ni siquiera notaría su existencia, como les pasa a millones de europeos. En fin, nunca se me pasó por la cabeza mudarme allá, siempre pensé que tenía que vivir aquí. Aceptar mi destino, si quieres.
—Todos los libros que lees son de escritores europeos —insistió su hijo—. Y creo que la mayoría de discos, de dibujos y grabados también. De italianos, ingleses, franceses, españoles, alemanes y alguno que otro norteamericano. Pero ¿hay algo que te guste del Perú, papá?
Don Rigoberto iba a protestar, decir que muchas, pero optó por poner una cara dubitativa y hacer un exagerado gesto escéptico:
—Tres cosas, Fonchito —dijo, simulando hablar con la pompa de un ilustrado dómine—: Las pinturas de Fernando de Szyszlo. La poesía en francés de César Moro. Y los camarones de Majes, por supuesto.
—Contigo no se puede hablar en serio, papá —protestó su hijo—. Yo creo que eso que te pregunté te lo has tomado a broma porque no te atreviste a decirme la verdad.
«El mocoso es más vivo que una ardilla y le encanta hacerle pasar malos ratos a su padre», pensó. «¿Era yo también así, de chico?». No lo recordaba.
Estuvo revisando papeles, echando una última ojeada a su maletín de mano a ver si no olvidaba nada. Poco después amaneció y sintió trajín en la cocina. ¿Preparaban ya el desayuno? Al regresar al dormitorio, vio en el pasillo las tres maletas listas y etiquetadas por Lucrecia. Fue al baño, se afeitó, se duchó y, cuando regresó a su dormitorio, Lucrecia ya se había levantado y estaba despertando a Fonchito. Justiniana anunció que el desayuno estaba esperándolos en el comedor.
—Me parece mentira que haya llegado este día —le dijo a Lucrecia, mientras saboreaba su jugo de naranja, su café con leche y su tostada con mantequilla y mermelada—. En estos meses llegué a pensar que nos quedaríamos atrapados años de años en ese enredo judicial en que me metieron las hienas y que nunca volveríamos a pisar Europa.
—Si te digo lo que me da más curiosidad en este viaje, te vas a reír —le contestó Lucrecia, que tomaba de desayuno sólo una taza de té puro—. ¿Sabes qué? La invitación de Armida. ¿Cómo será esa comida? ¿A quiénes invitará? Todavía no me creo que la antigua sirvienta de Ismael nos vaya a dar un banquete en su casa de Roma. Me muero de curiosidad, Rigoberto. Cómo vive, cómo atiende, quiénes son sus amistades. ¿Habrá aprendido el italiano? Tendrá un palacete, me figuro.
—Bueno, sí, seguramente —dijo Rigoberto, algo decepcionado—. Plata tiene para vivir como una reina, por supuesto. Ojalá tenga también el gusto y la sensibilidad para aprovechar de la mejor manera semejante fortuna. Después de todo, por qué no. Ha demostrado ser más viva que todos nosotros juntos. Se ha salido con la suya y allí la tienes ahora, viviendo en Italia, con toda la herencia de Ismael en sus bolsillos. Y los mellizos derrotados en toda la línea. Me alegro por ella, la verdad.
—No hables mal de Armida, no te burles —dijo Lucrecia, poniéndole una mano en la boca—. No es ni fue nunca lo que la gente cree.
—Sí, sí, ya sé que la conversación que tuviste con ella en Piura te dejó convencida —sonrió Rigoberto—. ¿Y si te contó el cuento, Lucrecia?
—Me dijo la verdad —afirmó Lucrecia de manera rotunda—. Meto mis manos al fuego que me contó lo que ocurrió, sin añadir ni quitar nada. Yo tengo un instinto infalible para esas cosas.
—No te lo creo. ¿De veras fue así?
—De veras —bajó los ojos Armida, un poco intimidada—. Nunca jamás me había mirado, ni dicho un piropo. Ni siquiera una de esas cosas amables que a veces dicen por decir los dueños de casa a sus empleadas. Se lo juro por lo más santo, señora Lucrecia.
—¿Cuántas veces te voy a decir que me tutees, Armida? —la reprendió Lucrecia—. Me cuesta creer que sea verdad lo que me dices. ¿De veras que nunca, antes, notaste que le gustabas aunque fuera un poquito a Ismael?
—Se lo juro por lo más santo —besó Armida sus dedos en cruz—. Jamás de los jamases, que Dios me dé un castigo eterno si miento. Nunca. Nunca. Por eso es que me llevé una impresión que casi me desmayo. ¡Pero, qué cosa me está diciendo usted! ¿Se ha vuelto loco, don Ismael? ¿Me estoy volviendo loca yo? ¿Qué es lo que está pasando aquí, pues?
—Ni tú ni yo estamos locos, Armida —dijo el señor Carrera, sonriéndole, hablándole con una amabilidad que ella nunca le había conocido, pero sin acercársele—. Claro que has oído muy bien lo que te he dicho. Te lo pregunto de nuevo. ¿Quieres casarte conmigo? Te lo digo muy en serio. Yo ya estoy viejo para hacerte la corte, para enamorarte a la vieja usanza. Te ofrezco mi cariño, mi respeto. Estoy seguro que también vendrá el amor, después. El mío hacia ti y el tuyo hacia mí.
—Me dijo que se sentía solo, que yo le parecía buena, que yo conocía sus costumbres, lo que le gustaba, lo que le disgustaba, y que, además, estaba seguro de que yo sabría cuidar de él. Me daba vueltas la cabeza, señora Lucrecia. No podía creer que me estuviera diciendo lo que oía. Pero así ocurrió, como se lo cuento. De repente y sin rodeos, de buenas a primeras. Esa y sólo esa es la verdad. Se lo juro.
—Me dejas maravillada, Armida —Lucrecia la escudriñaba, con cara de asombro—. Pero, sí, después de todo por qué no. Te dijo la verdad, simplemente. Se sentía solo, necesitaba compañía, tú lo conocías mejor que nadie más. ¿Y, entonces, le aceptaste, así, de golpe?
—No necesitas responderme ahora, Armida —añadió el señor, sin dar un paso hacia ella, sin hacer el menor movimiento para tocarla, cogerle la mano, el brazo—. Piénsalo. Mi propuesta es muy seria. Nos casaremos, nos iremos de luna de miel a Europa. Procuraré hacerte feliz. Piénsalo, por favor.
—Yo tenía un enamorado, señora Lucrecia. Panchito. Una buena persona. Trabajaba en la Municipalidad de Lince, en la oficina de los registros. Tuve que romper con él. No lo pensé mucho, la verdad. Me parecía el cuento de la Cenicienta. Pero, hasta el último momento, dudaba si el señor Carrera me había hablado en serio. Pero sí, sí, muy en serio, y ya ve usted todo lo que ha pasado después.
—Me da no sé qué preguntarte esto, Armida —dijo Lucrecia, bajando mucho la voz—. Pero no puedo aguantarme, la curiosidad me mata. ¿Quieres decir que antes de casarse no hubo nada entre ustedes?
Armida se echó a reír, llevándose las manos a la cara.
—Después que lo acepté, sí hubo —dijo, ruborizada, riéndose—. Claro que hubo. El señor Ismael era todavía un hombre muy entero, a pesar de su edad.
Lucrecia se echó a reír, también.
—No necesito que me cuentes más, Armida —dijo, abrazándola—. Ay, qué risa que las cosas pasaran así. Lástima que se muriera, nomás.
—Todavía no me acabo de tragar que las hienas hayan perdido los colmillos —dijo Rigoberto—. Que se hayan amansado tanto.
—Eso yo no me lo creo, no hacen bulla porque estarán tramando alguna otra maldad —contestó Lucrecia—. ¿El doctor Arnillas te explicó en qué consiste el arreglo de Armida con ellos?
Rigoberto negó con la cabeza.
—Tampoco se lo pregunté —respondió, encogiendo los hombros—. Pero, no hay duda que se rindieron. Si no, no habrían retirado todas las demandas. Debe haberles dado una buena cantidad para domarlos así. O tal vez no. Tal vez el par de idiotas acabaron por convencerse de que si seguían peleando se morirían de viejos sin ver ni un centavo de la herencia. La verdad, me importa un comino. No quiero que hablemos de ese par de bellacos todo este mes, Lucrecia. Que en estas cuatro semanas todo sea limpio, bello, grato, estimulante. Las hienas no encajan en nada de eso.
—Te prometo que no los volveré a nombrar —se rio Lucrecia—. La última pregunta. ¿Sabes qué ha sido de ellos?
—Se habrán ido a Miami a gastar en juergas la platita que le sacaron a Armida, dónde si no —dijo Rigoberto—. Ah, pero, es verdad, no pueden ir allá porque Miki atropelló a alguien y luego se fugó. Aunque, tal vez, aquello haya prescrito. Ahora sí, los mellizos se esfumaron, desaparecieron, nunca existieron. No volvamos a hablar de ellos nunca más. ¡Hola, Fonchito!
El chiquillo estaba ya vestido para el viaje, hasta con la casaca puesta.
—Qué elegante, Dios mío —lo recibió doña Lucrecia, besándolo—. Aquí tienes tu desayuno listo. Yo los dejo, se me está haciendo tarde, debo apurarme si quieres salir a las nueve en punto.
—¿Te hace ilusión este viaje? —le preguntó don Rigoberto a su hijo cuando se quedaron solos.
—Mucha, papá. Te he oído hablar tanto de Europa desde que tengo uso de razón, que hace años sueño con ir allá.
—Será una linda experiencia, ya verás —dijo don Rigoberto—. Lo he planeado todo con mucho cuidado para que veas las cosas mejores que hay en la vieja Europa y evitar todo lo feo. En cierta forma, este viaje será mi obra maestra. La que no pinté, ni compuse, ni escribí, Fonchito. Pero tú la vivirás.
—Nunca es tarde para eso, papá —repuso el chiquillo—. Te queda mucho tiempo, puedes dedicarte a lo que de verdad te gusta. Ahora eres jubilado y tienes toda la libertad del mundo para hacer lo que quieras.
Otra observación incómoda, de la que no sabía cómo zafarse. Se levantó con el pretexto de dar una última revisión a su maletín de mano.
Narciso se presentó a las nueve de la mañana en punto, como le había pedido don Rigoberto. La camioneta que manejaba, una Toyota último modelo, era de color azul marino y el antiguo chofer de Ismael Carrera había colgado del espejo retrovisor una imagen coloreada de la Beata Melchorita. Hubo que esperar un buen rato, desde luego, a que saliera doña Lucrecia. La despedida de ella con Justiniana fue con unos abrazos y besos que no terminaban nunca y, con un sobresalto, don Rigoberto advirtió que se rozaban los labios. Pero ni Fonchito ni Narciso lo notaron. Cuando la camioneta bajó la Quebrada de Armendáriz y enrumbó por la Costa Verde hacia el aeropuerto, don Rigoberto le preguntó a Narciso cómo le iba en su nuevo trabajo en la compañía de seguros.
—Requetebién —mostró Narciso la blanca dentadura mientras sonreía de oreja a oreja—. Pensé que la recomendación de la señora Armida no serviría de gran cosa con los nuevos dueños, pero me equivoqué. Me trataron muy bien. Me recibió el gerente en persona, figúrese usted. Un señor italiano muy perfumado. Eso sí, no sé qué me dio verlo ocupando la oficina que era la suya, don Rigoberto.
—Mejor él que Escobita o Miki, ¿no te parece? —lanzó una carcajada don Rigoberto.
—Eso, sin la menor duda. ¡Por supuestísimo!
—¿Y qué trabajo tienes, Narciso? ¿Chofer del gerente?
—Principalmente. Cuando él no me necesita, llevo y traigo gente de toda la compañía, quiero decir a los jefazos —se lo notaba contento, seguro de sí mismo—. También me manda a veces a la aduana, al correo, a los bancos. Chambeo duro, pero no puedo quejarme, me pagan bien. Y, gracias a la señora Armida, tengo ahora carro propio. Algo que nunca pensé que tendría, la verdad.
—Te hizo un lindo regalo, Narciso —comentó doña Lucrecia—. Tu camioneta es preciosa.
—Armida tuvo siempre un corazón de oro —asintió el chofer—. Quiero decir, la señora Armida.
—Era lo menos que podía hacer contigo —afirmó don Rigoberto—. Tú te portaste muy bien con ella y con Ismael. No sólo aceptaste ser testigo de su matrimonio, sabiendo a lo que te exponías. Sobre todo, no te dejaste comprar ni intimidar por las hienas. Muy justo que te hiciera este regalo.
—Esta camioneta no es un regalo, sino un regalazo, don.
El Aeropuerto Jorge Chávez estaba repleto de gente y la cola de Iberia era larguísima. Pero Rigoberto no se impacientó. Había pasado tantas angustias estos últimos meses con las citas policiales y judiciales, el atasco de su jubilación y los quebraderos de cabeza que les daba Fonchito con Edilberto Torres, que qué podía importarle una cola un cuarto de hora, media hora o lo que fuera, si todo aquello había quedado atrás y mañana a mediodía estaría en Madrid con su mujer y su hijo. Impulsivo, pasó los brazos por los hombros de Lucrecia y Fonchito y les anunció, rebosante de entusiasmo:
—Mañana en la noche iremos a comer al mejor y el más simpático restaurante de Madrid. ¡Casa Lucio! Su jamón y sus huevos con papas fritas son un manjar incomparable.
—¿Huevos con papas fritas, un manjar, papá? —se burló Fonchito.
—Ríete nomás, pero te aseguro que, por sencillo que parezca, en Casa Lucio han convertido ese plato en una obra de arte, una exquisitez de chuparse los dedos.
Y, en ese mismo momento, divisó, a pocos metros, a esa curiosa pareja que le pareció conocida. No podían ser más asimétricos ni anómalos. Ella, una mujer muy gruesa y grande, de cachetes abultados, sumergida en una especie de túnica color crudo que le llegaba a los tobillos y abrigada con una gruesa chompa de color verdoso. Pero lo más raro era el absurdo sombrerito chato y con velo que llevaba en la cabeza y que le daba un aire caricatural. El hombre, en cambio, menudo, pequeño, raquítico, parecía empaquetado en un ternito muy ceñido color gris perla y un llamativo chaleco azul de fantasía. También él lucía un sombrero, metido hasta media frente. Tenían un aire provinciano, parecían extraviados y desconcertados entre el gentío del aeropuerto, y miraban todo con aprensión y desconfianza. Se diría que habían escapado de uno de esos cuadros expresionistas llenos de gente estrafalaria y desproporcionada del Berlín de los años veinte, que pintaron Otto Dix y George Grosz.
—Ah, ya los viste —oyó decir a Lucrecia, señalando a la pareja—. Parece que viajan a España, también. ¡Y en primera clase, qué te parece!
—Creo que los conozco, aunque no sé de dónde —preguntó Rigoberto—. ¿Quiénes son?
—Pero, hijo —repuso Lucrecia—, la pareja de Piura, cómo no los vas a reconocer.
—La hermana y el cuñado de Armida, por supuesto —los identificó don Rigoberto—. Tienes razón, viajan también a España. Qué coincidencia.
Sintió un raro, incomprensible malestar, una inquietud, como si coincidir con ese matrimonio piurano en el vuelo de Iberia a Madrid pudiera constituir alguna amenaza en su programa de actividades tan cuidadosamente planeado para el mes europeo. «Qué tontería», pensó. «Vaya delirio de persecución». ¿En qué forma podía estropearles a ellos el viaje esa pareja tan pintoresca? Los estuvo observando un buen rato mientras hacían los trámites ante el mostrador de Iberia y pesaban el gran maletón sujeto con gruesas correas que registraron como equipaje. Se los notaba perdidos y asustados, como si fuera la primera vez en su vida que tomaran un avión. Cuando acabaron de entender las instrucciones de la azafata de Iberia, tomados del brazo como para defenderse de algún imprevisto, se alejaron rumbo a la aduana. ¿Qué iban a hacer a España Felícito Yanaqué y su esposa Gertrudis? Ah, claro, irían a olvidar aquel escándalo que habían protagonizado allá en Piura, con secuestros, adulterios y putas. Habrían tomado un tour, gastándose en él los ahorros de toda su vida. No tenía la menor importancia. En estos meses se había vuelto demasiado susceptible, sensible, casi un paranoico. Estaba fuera del alcance de esa parejita causarles el menor perjuicio en su maravillosa vacación.
—¿Sabes que, no sé por qué, me da mala espina encontrarme con ese par de piuranos, Rigoberto? —oyó decir a Lucrecia y lo recorrió un escalofrío. En la voz de su mujer había cierta angustia.
—¿Mala espina? —disimuló—. Qué adefesio, Lucrecia, no hay por qué. Será un viaje mejor todavía que el de nuestra luna de miel, te lo prometo.
Cuando terminaron los trámites, subieron al segundo piso del aeropuerto donde había otra larga cola para que la policía les sellara el pasaporte. De todos modos, cuando estuvieron finalmente en la sala de embarque, quedaba un buen rato para la partida. Doña Lucrecia decidió ir a echar un vistazo a las tiendas del Duty Free y Fonchito la acompañó. Como detestaba ir de compras, Rigoberto les dijo que los esperaría en la cafetería. Compró The Economist al pasar y encontró que en el pequeño restaurante todas las mesas estaban tomadas. Se disponía a ir a sentarse a la puerta de embarque, cuando descubrió en una de las mesas al señor Yanaqué y a su esposa. Muy serios y muy quietos, tenían frente a ellos unas gaseosas y un plato lleno de galletas. Siguiendo un brusco impulso, Rigoberto se les acercó.
—No sé si me recuerdan —los saludó, estirándoles la mano—. Estuve en su casa en Piura hace unos meses. Qué sorpresa encontrarlos aquí. Así que se van de viaje.
Los dos piuranos se habían puesto de pie, en el primer momento sorprendidos, luego sonrientes. Le estrecharon las manos efusivamente.
—Qué sorpresa, don Rigoberto, usted por acá. Cómo no vamos a acordarnos de nuestras conspiraciones secretas.
—Tome asiento, señor —dijo la señora Gertrudis—. Denos ese gusto.
—Bueno, sí, encantado —le agradeció don Rigoberto—. Mi esposa y mi hijo están viendo tiendas. Viajamos a Madrid.
—¿A Madrid? —abrió los ojos Felícito Yanaqué—. Lo mismo que nosotros, qué casualidad.
—¿Qué quiere usted tomar, señor? —preguntó, muy solícita, la señora Gertrudis.
Parecía cambiada, se había vuelto más comunicativa y simpática, ahora sonreía. Él la recordaba, allá en los días de Piura, siempre adusta e incapaz de soltar una palabra.
—Un cafecito cortado —ordenó al mozo—. O sea que a Madrid. Pues seremos compañeros de viaje.
Se sentaron, se sonrieron, cambiaron impresiones sobre el vuelo —¿saldría a la hora el avión o se atrasaría?— y la señora Gertrudis, a quien Rigoberto estaba seguro de no haberle oído la voz en las reuniones de Piura, hablaba ahora sin parar. Ojalá no se moviera este avión como se había movido el de Lan que los trajo de Piura la víspera. Había bailoteado tanto que a ella se le salieron las lágrimas creyendo que se estrellarían. Y esperaba que Iberia no les perdiera la maleta, porque, si se la perdía, qué se pondrían allá en Madrid, donde iban a pasar tres días y tres noches y donde al parecer estaba haciendo mucho frío.
—El otoño es la mejor estación del año en toda Europa —la tranquilizó Rigoberto—. Y la más bonita, le aseguro. No hace frío, sólo un fresquito muy agradable. ¿Van a Madrid de paseo?
—En realidad, vamos a Roma —dijo Felícito Yanaqué—. Pero Armida insistió que nos quedáramos unos días en Madrid, para conocer.
—Mi hermana quería que fuéramos también a Andalucía —dijo Gertrudis—. Pero, era quedarnos mucho tiempo y Felícito tiene mucho trabajo en Piura con los ómnibus y las camionetas de la compañía. La está reorganizando de pies a cabeza.
—Transportes Narihualá va saliendo adelante, aunque me da siempre algunos dolores de cabeza —dijo sonriente el señor Yanaqué—. Ha quedado reemplazándome mi hijo Tiburcio. Conoce muy bien la empresa, trabaja en ella desde muchacho. Lo hará bien, estoy seguro. Pero, usted ya sabe, uno mismo tiene que estar encima de todo porque, si no, comienzan a fallar las cosas.
—Armida nos ha invitado a este viaje —dijo la señora Gertrudis, con un timbre de orgullo en la voz—. Nos lo paga todo, fíjese qué generosa. Pasajes, hoteles, todo. Y en Roma nos alojará en su casa.
—Ella ha sido tan amable que no podíamos desairarle una cosa así —explicó el señor Yanaqué—. Imagínese lo que le costará esta invitación. ¡Una fortuna! Armida dice que está muy agradecida por lo que la alojamos. Como si hubiera sido para nosotros la menor molestia. Un gran honor, más bien.
—Bueno, ustedes se portaron muy bien con ella en esos días tan difíciles —comentó don Rigoberto—. Le dieron cariño, apoyo moral; ella necesitaba sentirse cerca de su familia. Ahora tiene una magnífica posición, así que ha hecho muy bien en invitarlos. Les encantará Roma, ya verán.
La señora Gertrudis se levantó para ir al baño. Felícito Yanaqué señaló a su mujer y, bajando la voz, le confesó a don Rigoberto:
—Mi esposa se muere por ver al Papa. Es el sueño de su vida, porque Gertrudis es muy pegada a la religión. Armida le ha prometido que la llevará a la Plaza de San Pedro cuando el Papa salga al balcón. Y que, tal vez, pueda conseguir que le hagan un sitio entre los peregrinos a los que el Santo Padre recibe ciertos días en audiencia. Ver al Papa y pisar el Vaticano será para ella la mayor alegría de su vida. Se volvió tan católica después de casarnos, sabe usted. No lo era tanto antes. Por eso me animé a aceptar esta invitación. Por ella. Ha sido siempre muy buena mujer. Muy sacrificada en los momentos difíciles. Si no hubiera sido por Gertrudis, no hubiera hecho este viaje. ¿Sabe una cosa? Nunca en mi vida tomé antes vacaciones. No me siento bien sin hacer algo. Porque, a mí, lo que me gusta es trabajar.
Y, de pronto, sin transición, Felícito Yanaqué comenzó a contarle a don Rigoberto cosas de su padre. Un yanacón, allá en Yapatera, un chulucano humilde, sin educación, sin zapatos, al que su mujer había abandonado, y, rompiéndose los lomos, lo crio a Felícito haciéndolo estudiar, aprender un oficio, para que saliera adelante. Un hombre que fue siempre la rectitud en persona.
—Bueno, qué suerte haber tenido un padre así, don Felícito —dijo don Rigoberto, poniéndose de pie—. No lamentará este viaje, le aseguro. Madrid, Roma, son ciudades llenas de cosas interesantes, ya verá.
—Sí, le deseo lo mejor —asintió el otro, levantándose también—. Salúdeme a su esposa.
Pero a Rigoberto le pareció que no estaba nada convencido, que el viaje no le hacía la menor ilusión y que, en efecto, se sacrificaba por su mujer. Le preguntó si los problemas que había tenido se habían resuelto y ahí mismo lamentó haberlo hecho al ver que un ramalazo de preocupación o de tristeza cruzaba por la cara del hombre pequeñito que tenía al frente.
—Por suerte ya se arreglaron —musitó—. Espero que este viaje sirva al menos para que los piuranos se olviden de mí. No sabe usted lo horrible que es volverse conocido, salir en los periódicos y en la televisión, que a uno lo señale la gente en la calle.
—Le creo, le creo —dijo don Rigoberto, dándole una palmadita en el hombro. Llamó al mozo e insistió en pagar toda la cuenta—. Bueno, ya nos veremos en el avión. Ahí veo a mi mujer y a mi hijo que andan buscándome. Hasta lueguito.
Fueron hasta la puerta de salida y todavía no había comenzado el embarque. Rigoberto contó a Lucrecia y a Fonchito que los Yanaqué viajaban a Europa invitados por Armida. Su mujer quedó conmovida con la generosidad de la viuda de Ismael Carrera.
—Esas cosas ya no se ven en estos tiempos —decía—. En el avión me acercaré a saludarlos. La alojaron unos días en su casita y no sospechaban que por esa buena acción se sacarían la lotería.
En el Duty Free ella había comprado varias cadenitas de plata peruana para dejar de recuerdo a la gente simpática que conocieran en el viaje y Fonchito un DVD de Justin Bieber, un cantante canadiense que enloquecía ahora a los jóvenes de todo el mundo y que se disponía a ver en el avión en su computadora. Rigoberto empezó a hojear The Economist pero, en ese momento, recordó que era mejor llevar en la mano el libro que había elegido para lectura en el viaje. Abrió su maletín y sacó su antiguo ejemplar, comprado en un bouquiniste de orillas del Sena, del ensayo de André Malraux sobre Goya: Saturne. Desde hacía muchos años elegía con cuidado lo que leería en el avión. La experiencia le había demostrado que, durante un vuelo, no podía leer cualquier cosa. Debía ser una lectura apasionante, que concentrara su atención de tal modo que anulara por completo aquella subliminal preocupación que asomaba en él siempre que volaba, recordar que estaba a diez mil metros de altura —diez kilómetros—, deslizándose a una velocidad de novecientos o mil kilómetros por hora, y que, allí afuera, las temperaturas eran de cincuenta o sesenta grados bajo cero. No era exactamente miedo lo que tenía cuando volaba, sino algo todavía más intenso, la certeza de que aquello sería en cualquier momento el fin, la desintegración de su cuerpo en un fragmento de segundo, y, tal vez, la revelación del gran misterio, saber qué había más allá de la muerte, si es que había algo, una posibilidad que, desde su viejo agnosticismo, apenas atenuado por los años, tendía más bien a descartar. Pero ciertas lecturas conseguían obturar aquella sensación fatídica, lecturas que lograban absorberlo de tal modo en lo que leía que se olvidaba de todo lo demás. Le había ocurrido leyendo una novela de Dashiell Hammett, el ensayo de Italo Calvino Seis propuestas para el próximo milenio, El Danubio de Claudio Magris y releyendo The Turn of the Screw de Henry James. Esta vez había elegido el ensayo de Malraux porque recordaba la emoción que había sentido la primera vez que lo leyó, la ansiedad que despertó en él por ver en vivo, no en las reproducciones de los libros, los frescos de la Quinta del Sordo y los grabados Los desastres de la guerra y Los caprichos. Todas las veces que había estado en el Prado se había demorado en las salas de los Goyas. Releer el ensayo de Malraux sería un buen anticipo de aquel placer.
Formidable que, por fin, se hubiera resuelto aquella desagradable historia. Tenía la firme decisión de no permitir que nada estropeara estas semanas. Todo en ellas debía ser grato, bello, placentero. No ver a nadie ni nada que resultara deprimente, irritante o feo, organizar todos los desplazamientos de tal modo que, por un mes entero, tuviera la sensación permanente de que la felicidad era posible, que contribuía a ello todo lo que hacía, oía, veía y hasta olía (esto último no sería tan fácil, claro).
Estaba sumergido en este ensueño lúcido cuando sintió los codazos de Lucrecia indicándole que había comenzado el embarque. Vieron, a lo lejos, que don Felícito y doña Gertrudis pasaban los primeros, en la fila de Business. La cola de los viajeros de clase económica era muy larga, por supuesto, lo que significaba que el avión iría repleto. De todas maneras, Rigoberto se sentía tranquilo; había conseguido que la agencia de viajes le reservara los tres asientos de la décima fila, junto a la puerta de emergencia, que tenía más espacio para las piernas, lo que haría más llevaderas las incomodidades del viaje.
Cuando entraron al avión, Lucrecia extendió la mano a los piuranos y la pareja la saludó con mucho cariño. En efecto, ellos tres ocupaban la fila junto a la puerta de emergencia, con ancho espacio para las piernas. Rigoberto se sentó en la ventana, Lucrecia en el pasillo y Fonchito en el medio.
Don Rigoberto suspiró. Oía sin escuchar las instrucciones que daba alguien de la tripulación sobre el vuelo. Cuando el avión comenzó a carretear por la pista hacia el punto de despegue, había logrado enfrascarse en un editorial de The Economist sobre si el euro, la moneda común, sobreviviría a la crisis que sacudía a Europa, y si la Unión Europea sobreviviría a la desaparición del euro. Cuando, con los cuatro reactores rugiendo, el avión arrancó con una velocidad que aumentaba por segundos, sintió de pronto que la mano de Fonchito presionaba su brazo derecho. Apartó los ojos de la revista y se volvió hacia su hijo: el chiquillo lo miraba atónito, con una expresión indescifrable en la cara.
—No tengas miedo, hijito —dijo, sorprendido, pero se calló porque Fonchito negaba con la cabeza, como diciendo «no es eso, no es por eso».
El avión acababa de desprenderse del suelo y la mano del chiquillo se incrustaba en su brazo como si quisiera hacerle daño.
—¿Qué pasa, Fonchito? —preguntó, echando una ojeada alarmada hacia Lucrecia, pero ella no los oía por el ruido de los reactores. Su mujer tenía los ojos cerrados y parecía dormitar o rezar.
Fonchito trataba de decirle algo pero movía la boca y no salía de sus labios palabra alguna. Estaba muy pálido.
Un horrible presentimiento hizo que don Rigoberto se inclinara a su hijo y le murmurara al oído:
—No vamos a permitir que Edilberto Torres nos joda este viaje, ¿no, Fonchito?
Ahora sí el chiquillo consiguió hablar y lo que don Rigoberto oyó le heló la sangre:
—Ahí está, papá, aquí en el avión, sentado detrás de ti. Sí, sí, el señor Edilberto Torres.
Rigoberto sintió un tirón en el cuello y le pareció que quedaba contuso y lisiado. No podía mover la cabeza, volverse a mirar hacia el asiento de atrás. El cuello le dolía horriblemente y su cabeza se había puesto a hervir. Tenía la estúpida idea de que sus cabellos humeaban como una fogata. ¿Sería posible que ese hijo de puta estuviera aquí, en este avión, viajando con ellos a Madrid? La rabia subía por su cuerpo como una lava irresistible, unos deseos feroces de ponerse de pie y abalanzarse sobre Edilberto Torres, para golpearlo e insultarlo sin misericordia, hasta sentirse exhausto. Pese al dolor tan agudo en el pescuezo, consiguió al fin volverse de medio cuerpo. Pero en el asiento de atrás no había varón alguno, sólo dos señoras mayores y una niña que lamía un chupete. Desconcertado, se volvió a mirar a Fonchito y, entonces, se dio con la sorpresa de que los ojos de su hijo chispeaban de burla y alegría. Y en ese instante soltó una sonora carcajada.
—Te la creíste, papá —decía, ahogándose con una risa sana, traviesa, limpia, infantil—. ¿No es cierto que te la creíste? ¡Si vieras la cara que pusiste, papá!
Ahora, Rigoberto, aliviado, moviendo la cabeza, sonreía, se reía también, reconciliado con su hijo, con la vida. Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión.