Cuando Felícito Yanaqué abrió los ojos era el amanecer y todavía no comenzaban a cantar los pájaros. «Hoy es el día», pensó. La cita era a las diez de la mañana; tenía unas cinco horas por delante. No se sentía nervioso; sabría mantener el control sobre sí mismo, no se dejaría ganar por la cólera y hablaría con serenidad. El asunto que lo había atormentado toda su vida quedaría zanjado para siempre; su recuerdo se iría desvaneciendo poco a poco hasta desaparecer de su memoria.
Se levantó, corrió las cortinas y, descalzo y en su pijama de niño, hizo durante media hora los ejercicios del Qi Gong, con la lentitud y la concentración que le había enseñado el chino Lau. Dejaba que el esfuerzo para conseguir la perfección en cada uno de los movimientos acaparara toda su conciencia. «Estuve a punto de perder el centro y todavía no consigo recuperarlo», pensó. Luchó para que no lo invadiera otra vez la desmoralización. No era raro que hubiera perdido el centro con la tensión en que vivía desde que recibió la primera carta de la arañita. De todas las explicaciones que le había dado el pulpero Lau sobre el Qi Gong, ese arte, gimnasia, religión o lo que fuera que le enseñó y que desde entonces había incorporado a su vida, la única que había entendido a cabalidad era la de «encontrar el centro». Lau la repetía cada vez que se llevaba las manos a la cabeza o al estómago. Al final, Felícito entendió: «el centro» que era indispensable encontrar y al que había que calentar con un movimiento circular de las palmas en el vientre hasta sentir que salía de allí una fuerza invisible que le daba la sensación de flotar, no era sólo el centro de su cuerpo, sino algo más complejo, un símbolo de orden y serenidad, un ombligo del espíritu que, si uno lo tenía bien localizado y dominado, imprimía un sentido claro y una organización armoniosa a su vida. Este último tiempo, él había tenido la sensación —la seguridad— de que su centro se había desquiciado y que su vida comenzaba a hundirse en el caos.
Pobre chino Lau. No habían sido precisamente amigos, porque para entablar una amistad hay que entenderse y Lau nunca aprendió el español, aunque entendía casi todo. Pero hablaba un simulacro en el que había que adivinar tres cuartas partes de lo que decía. Y no se diga la chinita que vivía con él y lo ayudaba en la pulpería. Ella parecía entender a los clientes, pero rara vez se atrevía a dirigirles la palabra, consciente de que lo que decía era una chamuchina que se le entendía todavía menos que a él. Felícito creyó mucho tiempo que eran marido y mujer, pero, un buen día, cuando ambos habían ya entablado gracias al Qi Gong esa relación que se parecía a la amistad pero no lo era, Lau le hizo saber que en verdad la chinita era su hermana.
La pulpería de Lau estaba en los límites de la Piura de entonces, donde la ciudad y los arenales se tocaban, del lado de El Chipe. No podía ser más misérrima: una chocita de varas de algarrobo con un techo de calamina asegurado con pedrones, dividida en dos espacios, uno para la tienda, un cuartito con un mostrador y unas alacenas rústicas, y otro donde los hermanos vivían, comían y dormían. Tenían algunas gallinas, cabritas, y en algún momento tuvieron también un chancho, pero se lo robaron. Sobrevivían gracias a los camioneros que pasaban rumbo a Sullana o Paita y paraban allí a comprar cigarrillos, gaseosas, galletas o tomarse una cerveza. Felícito vivía por las vecindades, en la pensión de una viuda, años antes de mudarse a El Algarrobo. La primera vez que se acercó a la pulpería de Lau —era muy temprano en la mañana— lo vio plantado en medio de la arena, sólo con el pantalón puesto, desnudo el torso esquelético, haciendo esos extraños ejercicios en cámara lenta. Le picó la curiosidad, le hizo preguntas y el chino, en su español de caricatura, intentó explicarle qué era eso que hacía moviendo despacito los brazos y quedándose a veces inmóvil como una estatua, los ojos cerrados y, se diría, aguantando la respiración. Desde entonces, en sus tiempitos libres, el camionero se daba un salto a la pulpería a conversar con Lau, si se podía llamar conversación a eso que hacían, comunicarse con ademanes y morisquetas que trataban de complementar las palabras y que, a veces, ante un malentendido, los hacía estallar en carcajadas.
¿Por qué Lau y su hermana no se juntaban con los otros chinos de Piura? Había un buen número, dueños de chifas, bodegas y comercios, algunos muy prósperos. Tal vez porque todos ellos tenían mucho mejor situación que Lau y no querían desprestigiarse mezclándose con ese pobretón que vivía como un salvaje primitivo, sin cambiarse nunca el grasiento pantalón agujereado y sus dos únicas camisetas que por lo general llevaba abiertas, mostrando los huesos de su pecho. Su hermana era también un esqueleto silente, aunque muy activo, pues era ella la que daba de comer a los animales e iba a comprar el agua y los víveres a los distribuidores de las cercanías. Felícito nunca pudo averiguar nada de sus vidas, cómo y por qué habían venido a Piura desde su lejano país, ni por qué, a diferencia de los otros chinos de la ciudad, no habían podido salir adelante y se habían quedado nomás en la miseria.
Su genuino medio de comunicación fue el Qi Gong. Al principio, Felícito se puso a imitar sus movimientos como jugando, pero Lau no lo tomó a broma, lo incitó a perseverar y se convirtió en su maestro. Un maestro paciente, amable, comprensivo, que, en su rudimentario español, acompañaba cada uno de sus movimientos y posturas de explicaciones que Felícito entendía apenas. Pero, poco a poco, fue dejándose contagiar por el ejemplo de Lau y empezó a hacer sesiones de Qi Gong no sólo cuando visitaba la pulpería, también en la pensión de la viuda y en las pascanitas de sus viajes. Le gustó. Le hacía bien. Lo tranquilizaba cuando estaba nervioso y le daba energía y control para emprender los avatares del día. Lo ayudó a descubrir su centro.
Una noche, la viuda de la pensión despertó a Felícito diciéndole que la chinita medio loca de la pulpería de Lau estaba en la puerta dando gritos y que nadie entendía qué decía. Felícito salió en calzoncillos. La hermana de Lau, despeinada, gesticulaba señalando hacia la pulpería dando chillidos histéricos. Él corrió detrás de ella y encontró al pulpero calato, retorciéndose de dolor sobre una estera, con un fiebrón que volaba. Costó un triunfo conseguir un vehículo que llevara a Lau a la Asistencia Pública más cercana. Allí, el enfermero de guardia dijo que debían trasladarlo al hospital, en la Asistencia sólo se hacían curaciones leves y esto parecía serio. Les tomó cerca de media hora conseguir un taxi que llevara a Lau a Emergencias del Hospital Obrero, donde dejaron al pulpero tumbado en una banca hasta la mañana siguiente, porque no había camas libres. Al otro día, cuando por fin lo vio un médico, Lau agonizaba. Murió a las pocas horas. Nadie tenía para pagarle un entierro —Felícito ganaba lo justo para comer— y lo enterraron en la fosa común, luego de recibir un certificado explicando que la razón de su muerte era una infección intestinal.
Lo curioso del caso es que la hermana de Lau desapareció la misma noche de la muerte del pulpero. Felícito no la volvió a ver más ni a saber de ella. La pulpería la saquearon esa misma mañana y un tiempito después se llevaron las calaminas y las varillas, de modo que unas semanas más tarde no quedaba rastro de los dos hermanos. Cuando el tiempo y el desierto se tragaron los últimos restos de la choza, funcionó allí una gallera, sin mucho éxito. Ahora, ese sector de El Chipe se había urbanizado y había calles, electricidad, agua y desagüe y casitas de familias emergentes de la clase media.
El recuerdo del pulpero Lau quedó vivo en la memoria de Felícito. Se reactualizaba cada mañana, después de treinta años, cada vez que hacía los ejercicios de Qi Gong. Había pasado tanto tiempo y todavía se preguntaba a veces cuál habría sido la aventura de Lau y su hermana, por qué habían salido de China, qué peripecias habían sufrido hasta quedar varados en Piura, condenados a esa triste y solitaria existencia. Lau repetía con frecuencia que había que encontrar siempre el centro, algo que, por lo visto, él nunca logró. Felícito se dijo que tal vez hoy, cuando hiciera lo que iba a hacer, recobraría su centro perdido.
Se sintió algo cansado al terminar, con el corazón latiendo un poco más de prisa. Se duchó con calma, lustró sus zapatos, se vistió con camisa limpia y fue a la cocina a prepararse el desayuno habitual con leche de cabra, café y una rebanada de pan negro que calentó en la tostadora y untó con mantequilla y miel de chancaca. Eran las seis y media de la mañana cuando salió a la calle Arequipa. Lucindo ya estaba en su esquina, como esperándolo. Depositó un sol en su tarrito y el ciego lo reconoció en el acto:
—Buenos días, don Felícito. Hoy está saliendo más temprano.
—Es un día importante para mí y tengo mucho trabajo. Deséame suerte, Lucindo.
Había poca gente en la calle. Era agradable caminar por la vereda sin estar acosado por los reporteros. Y todavía más agradable saber que a esos periodistas les había infligido una derrota en regla: los infelices nunca descubrieron que Armida, la supuesta secuestrada, la persona tan buscada por la prensa del Perú, había pasado toda una semana —¡siete días y siete noches!— escondida en su casa, al alcance de sus narices, sin que lo sospecharan. Lástima nomás que nunca se enterarían que habían perdido la primicia del siglo. Porque Armida, en la multitudinaria conferencia de prensa que dio en Lima, flanqueada por el ministro del Interior y el jefe de la Policía, no reveló a la prensa que estuvo refugiada en Piura, donde su hermana Gertrudis. Se limitó a indicar vagamente que había estado alojada donde unos amigos para escapar al asedio de la prensa que la tenía al borde de una crisis nerviosa. Felícito y su esposa siguieron en la televisión esa conferencia abarrotada de periodistas, flashes y cámaras. El transportista se quedó impresionado de la desenvoltura con que su cuñada respondía a las preguntas, sin atolondrarse, sin lloriquear, hablando con calma y bonito. Su humildad y sencillez, dirían todos después, la había congraciado con la opinión pública, menos propensa desde entonces a creer en la imagen de oportunista codiciosa y braguetera que habían hecho correr de ella los hijos de don Ismael Carrera.
La salida de Armida de la ciudad de Piura, en secreto, a medianoche, en un auto de Transportes Narihualá, con su hijo Tiburcio al volante, fue una operación perfectamente planeada y ejecutada, sin que nadie, empezando por los policías y terminando por los periodistas, lo advirtiera. Al principio, Armida quería hacer venir de Lima a un tal Narciso, antiguo chofer de su difunto marido al que tenía mucha confianza, pero Felícito y Gertrudis la convencieron de que manejara el auto Tiburcio, en quien ellos tenían fe ciega. Era un magnífico chofer, una persona discreta y, después de todo, su sobrino. El señor don Rigoberto, que la animó tanto a regresar cuanto antes a Lima y salir a la luz pública, terminó por disipar las prevenciones de Armida.
Todo salió como lo planearon. Don Rigoberto, su esposa e hijo regresaron a Lima en avión. Un par de días después, pasada la medianoche, Tiburcio, quien había consentido de buena gana a colaborar, se presentó en la casa de la calle Arequipa a la hora convenida. Armida se despidió de ellos con besos, llanto y agradecimientos. Luego de doce horas de un viaje sin percances, llegó a su casa de San Isidro, en Lima, donde la esperaban su abogado, sus guardaespaldas y las autoridades, felices de anunciar que la viuda de don Ismael Carrera había reaparecido sana y salva, luego de ocho días de misteriosa desaparición.
Cuando Felícito llegó a su oficina en la avenida Sánchez Cerro, los primeros ómnibus, camionetas y colectivos del día se disponían ya a partir a todas las provincias de Piura y a los departamentos vecinos de Tumbes y Lambayeque. Poco a poco, Transportes Narihualá iba recuperando la clientela de las buenas épocas. La gente que debido al episodio de la arañita dio la espalda a la empresa por miedo a ser víctima de alguna violencia de los supuestos secuestradores, se iba olvidando del asunto y volvía a confiar en el buen servicio que prestaban sus choferes. Por fin había llegado a un acuerdo con la compañía de seguros, la que pagaría, a medias con él, la reconstrucción de los daños del incendio. Pronto comenzarían los trabajos de reparación. Aunque fuera a cuentagotas, los bancos volvían a darle créditos. Se restablecía la normalidad, día tras día. Respiró aliviado: hoy pondría punto final a aquel malhadado asunto.
Trabajó toda la mañana en los problemas corrientes, habló con mecánicos y choferes, pagó algunas facturas, hizo un depósito, dictó cartas a Josefita, tomó dos tazas de café y, a las nueve y media de la mañana, cogiendo el cartapacio preparado por el doctor Hildebrando Castro Pozo, fue a la comisaría a recoger al sargento Lituma. Este lo esperaba en la puerta del local. Un taxi los llevó a la cárcel de varones, en Río Seco, los extramuros de la ciudad.
—¿Está usted nervioso por este careo, don Felícito? —le preguntó el sargento durante el viaje.
—Creo que no lo estoy —le respondió él, vacilando—. Veremos cuando lo tenga delante. Nunca se sabe.
En la cárcel, los hicieron pasar a la Prevención. Unos guardias revisaron las ropas de Felícito para verificar que no llevaba armas. El director en persona, un hombre encorvado y lúgubre en mangas de camisa que arrastraba la voz y los pies, los condujo a un cuartito al que, además de una gruesa puerta de madera, protegía una reja. Las paredes estaban llenas de inscripciones, dibujos obscenos y palabrotas. Nada más cruzar el umbral, Felícito reconoció a Miguel, de pie en el centro de la habitación.
Hacía pocas semanas que había dejado de verlo, pero el muchacho experimentaba una notable transformación. No sólo parecía más flaco y más viejo, lo que se debía tal vez a sus rubios cabellos crecidos y revueltos y a la barba que ahora le ensuciaba la cara; también había cambiado su expresión, que solía ser juvenil y risueña y era ahora taciturna, exhausta, la de una persona que ha perdido el ímpetu y hasta el deseo de vivir porque se sabe derrotada. Pero, tal vez, el cambio mayor estaba en su atuendo. Él que solía ir vestido y arreglado con la coquetería llamativa de un donjuancito de barrio, a diferencia de Tiburcio que andaba día y noche con los blue jeans y las guayaberas de los choferes y mecánicos, ahora tenía una camisa abierta en el pecho a la que le faltaban todos los botones, unos pantalones arrugados y con manchas, y unos zapatos embarrados, sin pasadores. No llevaba medias.
Felícito lo miró a los ojos fijamente y Miguel resistió sólo unos segundos su mirada; comenzó a pestañear, bajó la vista y la clavó en el suelo. Felícito pensó que sólo ahora se daba cuenta que apenas le llegaba al hombro a Miguel, este le sacaba más de una cabeza. El sargento Lituma permanecía pegado a la pared, muy quieto, tenso, como si deseara volverse invisible. Aunque había dos sillitas de metal en el cuarto, los tres permanecían de pie. Unas telarañas colgaban del techo entre los carajos de las paredes y los groseros dibujos de chuchas y pichulas. Olía a orines. El reo no estaba esposado.
—No he venido a preguntarte si estás arrepentido de lo que has hecho —dijo, por fin, Felícito, mirando la maraña de pelos claros y sucios que tenía a un metro de distancia, satisfecho de sentir que hablaba con firmeza, sin traslucir la rabia que lo embargaba—. Eso lo arreglarás allá arriba, cuando te mueras.
Hizo una pausa, para respirar hondo. Había hablado bajito y, al continuar, subió el tono de voz:
—He venido por un asunto mucho más importante para mí. Más que las cartas de la arañita, más que tus chantajes para sacarme plata, más que el falso secuestro que planeaste con Mabel, más que el incendio de mi oficina —Miguel seguía inmóvil, siempre cabizbajo, y tampoco el sargento Lituma se movía de su sitio—. He venido a decirte que me alegra lo que pasó. Que hayas hecho lo que hiciste. Porque gracias a eso he podido aclarar una duda de toda mi vida. ¿Sabes cuál, no? Se te debe haber venido a la cabeza cada vez que te veías la cara en el espejo y te preguntabas por qué tenías una jeta de blanquito cuando yo y tu madre somos cholos. Yo también me pasé la vida haciéndome esa pregunta. Hasta ahora me la tragué, sin tratar de averiguar, para no herir tus sentimientos ni los de Gertrudis. Pero ya no tengo por qué guardarte consideraciones. Ya resolví el misterio. A eso vengo. A decirte algo que te dará tanto gusto como a mí. No eres mi hijo, Miguel. Nunca lo fuiste. Tu madre y la Mandona, la madre de tu madre, tu abuela, cuando descubrieron que Gertrudis estaba embarazada, me hicieron creer que yo era el padre para obligarme a casarme con ella. Me engañaron. No lo era. Me casé con Gertrudis de puro buena gente. La duda ya está aclarada. Tu madre se sinceró y me lo confesó todo. Una gran alegría, Miguel. Me hubiera muerto de tristeza si un hijo mío, de mi misma sangre en sus venas, hubiera hecho lo que tú me hiciste. Ahora, estoy tranquilo y hasta contento. No fue un hijo mío, sino un siete leches. Qué gran alivio saber que no es mi sangre, la sangre tan limpia de mi padre, la que corre por tus venas. Otra cosa, Miguel. Ni siquiera tu madre sabe quién fue el que la preñó para que tú nacieras. Dice que, a lo mejor, uno de esos yugoeslavos que vinieron para la irrigación del Chira. Aunque no está segura. O tal vez sería algún otro de los blanquitos muertos de hambre que caían a la pensión El Algarrobo y pasaban también por su cama. Toma nota, Miguel. No soy tu padre y ni tu misma madre sabe de quién era la leche que te engendró. Eres, pues, uno de esos siete leches que hay en Piura, uno de esos que paren las lavanderas o pastoras a las que los soldados les hacen fusilico sus días de borrachera. Un siete leches, Miguel, eso mismo. No me extraña que hicieras lo que hiciste con tantas sangres mezcladas que te corren por las venas.
Se calló porque la cabeza de rubios pelos revueltos se había alzado, con violencia. Vio los azules ojos inyectados de sangre y de odio. «Se me va a echar encima, tratará de estrangularme», pensó. También debió pensarlo el sargento Lituma porque dio un paso adelante y, la mano en la cartuchera, se colocó junto al transportista para protegerlo. Pero Miguel parecía anonadado, incapaz de reaccionar y de moverse. Le corrían lágrimas por las mejillas y le temblaban las manos y la boca. Estaba lívido. Quería decir algo pero no le salían las palabras y, a ratitos, su cuerpo emitía un ruido ventral, como un eructo o una arcada.
Felícito Yanaqué retomó la palabra, con la misma contenida frialdad con que había pronunciado ese largo discurso:
—No he terminado. Un poquito de paciencia. Esta es la última vez que nos veremos, felizmente para ti y para mí. Te voy a dejar esta carpeta. Lee atentamente cada uno de los papeles que te ha preparado mi abogado. El doctor Hildebrando Castro Pozo, a quien conoces muy bien. Si estás de acuerdo, firma en cada una de las páginas, donde hay una equis. Él mandará a recoger mañana esos papeles y se ocupará del trámite ante el juez. Se trata de algo muy sencillo. Cambio de identidad, así se llama. Vas a renunciar al apellido Yanaqué, que, de todos modos, no te pertenece. Puedes quedarte con el de tu madre, o inventarte el que más te guste. A cambio de eso, voy a retirar todas las denuncias que hice contra el autor de las cartas de la arañita, contra el autor del incendio de Transportes Narihualá y del falso secuestro de Mabel. Es posible que, gracias a eso, te libres de los añitos de cárcel que te caerían y salgas a la calle. Eso sí, apenas te liberen, te vas a ir de Piura. No volverás a poner los pies en esta tierra, donde todo el mundo sabe que eres un delincuente. Además, aquí nunca nadie te daría un trabajo decente. No quiero volver a encontrarte en mi camino. Tienes tiempo para pensarlo hasta mañana. Si no quieres firmar esos papeles, allá tú. El juicio seguirá y yo haré lo imposible para que tu condena sea larga. Es tu decisión. Una última cosa. Tu madre no ha venido a visitarte porque tampoco quiere volver a verte más. Yo no se lo pedí, ha sido su decisión. Eso es todo. Podemos irnos, sargento. Que Dios te perdone, Miguel. Yo no te perdonaré nunca.
Tiró el cartapacio con los papeles a los pies de Miguel y dio media vuelta hacia la puerta, seguido por el sargento Lituma. Miguel seguía inmóvil, los ojos llenos de odio y de lágrimas, moviendo la boca sin hacer ruido, como alcanzado por un rayo que lo hubiera privado de movimiento, de habla y de razón, con la carpeta verde a sus pies. «Esta será la última imagen que me quedará de él en la memoria», pensó Felícito. Avanzaban en silencio hacia la salida de la cárcel. El taxi estaba esperándolos. Mientras la temblorosa carcocha zangoloteaba por las afueras de Piura, rumbo a la comisaría de la avenida Sánchez Cerro a depositar a Lituma, este y el transportista permanecían callados. Ya en la ciudad, el sargento fue el primero en hablar:
—¿Le puedo decir una cosita, don Felícito?
—Dígamela nomás, sargento.
—Nunca me imaginé que se pudieran decir esas barbaridades que le dijo usted a su hijo allá en la cárcel. Se me heló la sangre, le juro.
—No es mi hijo —alzó la mano el transportista.
—Mil perdones, ya lo sé —se excusó el sargento—. Claro que le doy la razón, lo que le hizo Miguel no tiene nombre. Pero, aun así. No se moleste, pero son las cosas más crueles que he oído decir en mi vida a nadie, don Felícito. Nunca me lo hubiera creído de una persona tan buena gente como es usted. No me explico cómo el muchacho no se le echó encima. Creí que lo haría y por eso desabroché la cartuchera. Estuve a punto de sacar el revólver, le digo.
—No se atrevió porque le gané la moral —repuso Felícito—. Serían cosas duras, pero ¿acaso mentí o exageré, sargento? Pude ser cruel, pero sólo le dije la más estricta verdad.
—Una verdad terrible, que le juro no repetir a nadie. Ni siquiera al capitán Silva. Mi palabra, don Felícito. Por otra parte, ha sido usted muy generoso. Si le retira todos los cargos, saldrá libre. Una cosita más, cambiando de tema. Esa palabra, fusilico. La oía de chico, pero se me había olvidado. Ya no la dice nadie en esta época en Piura, me parece.
—Es que ya no hay tantos fusilicos como antaño —se entrometió el chofer, riéndose con un poquito de nostalgia—. Cuando yo era chico, había muchos. Los soldados ya no van al río o a las chacras a tirarse a las cholas. Ahora los tienen más controlados en el cuartel y los castigan si hacen fusilico. Hasta los obligan a casarse, che guá.
Se despidieron en la puerta de la comisaría y el transportista ordenó al taxi que lo llevara a su oficina, pero, cuando el auto iba a parar frente a Transportes Narihualá, cambió súbitamente de idea. Indicó al chofer que regresara a Castilla y lo dejara lo más cerca posible del Puente Colgante. Al pasar por la Plaza de Armas vio al recitador Joaquín Ramos, vestido de negro, con su monóculo y su expresión soñadora caminando impávido por el medio de la pista, jalando siempre su cabrita. Los autos lo esquivaban y, en vez de insultarlo, los choferes lo saludaban con la mano.
La callecita que conducía a la casa de Mabel estaba, como de costumbre, llena de chiquillos desarrapados y sin zapatos, perros escuálidos con carachas, y se oían, entre las músicas y anuncios publicitarios de las radios a todo volumen, ladridos y cacareos, y a un lorito chillón que repetía la palabra cacatúa, cacatúa. Nubes de polvo enturbiaban el aire. Ahora sí, después de haberse sentido tan seguro durante la entrevista con Miguel, Felícito se sentía vulnerable y desarmado pensando en el reencuentro con Mabel. Había estado postergándolo desde que ella salió de la cárcel con libertad provisional. Alguna vez pensó que quizás sería preferible evitarlo, utilizar al doctor Castro Pozo para finiquitar los últimos asuntos con ella. Sin embargo, acababa de decidir que nadie podía reemplazarlo en esa tarea. Si quería empezar otra vida, era preciso, como acababa de hacerlo con Miguel, saldar las últimas cuentas con Mabel. Le sudaban las manos cuando tocó el timbre. Nadie respondió. Después de esperar unos segundos, sacó su llave y abrió. Sintió que se le apuraban la sangre y la respiración al reconocer los objetos, las fotos, la llamita, la bandera, los cuadritos, las flores de cera, el Corazón de Jesús que presidía la sala. Todo tan claro, ordenado y limpio como antaño. Se sentó en la salita a esperar a Mabel sin quitarse el saco ni el chaleco, sólo el sombrero. Sentía escalofríos. ¿Qué haría si ella volvía a la casa acompañada con un hombre que la tenía del brazo o la cintura?
Pero Mabel llegó sola, rato después, cuando Felícito Yanaqué por la tensión nerviosa de la espera comenzaba a sentir, entre bostezos, un sueño invasor. Al oír la puerta de calle, se sobresaltó. Sentía la boca reseca, convertida en una lija, como si hubiera estado bebiendo chicha. Vio la cara de susto y oyó la exclamación de Mabel («¡Ay, Dios mío!») al descubrirlo en la sala. Vio que ella daba media vuelta como para salir corriendo.
—No te asustes, Mabel —la tranquilizó, con una serenidad que no sentía—. He venido en son de paz.
Ella se detuvo y dio media vuelta. Se quedó mirándolo, la boca abierta, los ojos inquietos, sin decir nada. Estaba más delgada. Sin maquillaje, con un simple pañuelo sujetándole los cabellos, vestida con esa bata de entrecasa y unas viejas sandalias le pareció mucho menos atractiva que la Mabel de su memoria.
—Siéntate y conversemos un ratito —le señaló uno de los sillones—. No vengo a hacerte ningún reproche, ni a tomarte cuentas. No te quitaré mucho tiempo. Tenemos asuntos que arreglar, como sabes.
Ella estaba pálida. Cerraba la boca con tanta fuerza que se le había formado en la cara una mueca. La vio asentir y sentarse en la punta del sillón, los brazos cruzados sobre el vientre, como protegiéndose. En sus ojos había inseguridad, alarma.
—Cosas prácticas que sólo podemos tratar tú y yo directamente —añadió el transportista—. Empecemos por lo más importante. Esta casa. El acuerdo con la dueña es pagarle el alquiler por semestre. Está pagado hasta diciembre. A partir de enero, corre por tu cuenta. El contrato está a tu nombre, así que tú verás lo que haces. Puedes renovarlo, revocarlo y mudarte. Tú verás.
—Está bien —musitó ella, con vocecita apenas audible—. Entiendo.
—Tu cuenta en el Banco de Crédito —prosiguió él; se sentía más seguro viendo la fragilidad y el susto de Mabel—. Está a tu nombre, aunque tiene mi aval. Por razones obvias, no puedo seguir dándote la garantía. La voy a retirar, pero no creo que por eso te cierren la cuenta.
—Ya lo hicieron —dijo ella. Se calló y, luego de una pausa, explicó—: Me encontré aquí la notificación, al salir de la cárcel. Decía que, dadas las circunstancias, tenían que cancelarla. El banco sólo acepta clientes honorables, sin antecedentes policiales. Que pasara a retirar mi saldo.
—¿Ya lo has hecho?
Mabel negó con la cabeza.
—Me da vergüenza —confesó, mirando al suelo—. Todos me conocen en esa sucursal. Tendré que ir uno de estos días, cuando se me acabe la plata. Para gastos del diario, queda algo todavía en la cajita del velador.
—En cualquier otro banco te abrirán una cuenta, con o sin antecedentes —dijo Felícito, secamente—. No creo que tengas problemas con eso.
—Está bien —dijo ella—. Entiendo muy bien. ¿Qué más?
—Vengo de visitar a Miguel —dijo él, más crispado y hosco y Mabel se puso rígida—. Le he hecho una propuesta. Si acepta cambiarse el apellido Yanaqué ante notario, retiraré todas las demandas judiciales y no seré testigo de cargo del fiscal.
—¿Quiere decir que saldrá libre? —preguntó ella. Ahora ya no tenía susto, sino espanto.
—Si acepta mi propuesta, sí. Él y tú quedarán libres si no hay acusación de la parte civil. O con una sentencia muy leve. Eso me ha dicho al menos el abogado.
Mabel se había llevado una mano a la boca:
—Querrá vengarse, nunca me perdonará que lo delatara a la policía —murmuró—. Me va a matar.
—No creo que quiera volver a la cárcel por un asesinato —dijo Felícito, con brusquedad—. Además, mi otra condición es que, cuando salga de la cárcel, se vaya de Piura y no vuelva a poner los pies en esta tierra. Así que dudo que te haga nada. De todos modos, puedes pedir protección a la policía. Como has colaborado con los cachacos, te la darán.
Mabel se había puesto a llorar. Las lágrimas le mojaban los ojos y los esfuerzos que hacía por aguantar el llanto daban a su cara una expresión deformada, algo ridícula. Se había encogido sobre sí misma, como con frío.
—Aunque tú no me lo creas, a ese yo lo odio con toda mi alma —la oyó decir, luego de un rato—. Porque ha destruido mi vida para siempre.
Soltó un sollozo y se tapó la cara con las dos manos. Felícito no se sentía impresionado. «¿Será sincera o es puro teatro?», pensaba. No le importaba saberlo, le daba lo mismo que fuera una cosa o la otra. Desde que ocurrió todo aquello, a veces, pese al rencor y la cólera, había tenido momentos en que recordaba a Mabel con cariño, hasta añoranza. Pero en este instante no sentía nada de eso. Tampoco deseo; si la hubiera tenido desnuda en sus brazos, no habría podido hacerle el amor. Era como si, por fin, ahora sí, los sentimientos acumulados en estos ocho años que llegó a inspirarle Mabel se le hubieran eclipsado.
—Nada de esto habría pasado si, cuando Miguel te comenzó a rondar, me lo decías —otra vez tenía esa extraña sensación de que nada de esto estaba pasando, no se hallaba en esta casa, Mabel tampoco estaba allí, a su lado, llorando o fingiendo llorar, y él no estaba diciendo lo que decía—. Nos habríamos ahorrado muchos dolores de cabeza los dos, Mabel.
—Lo sé, lo sé, fui una cobarde y una estúpida —la oyó decir—. ¿Crees que no lo he lamentado? Le tenía miedo, no sabía cómo librarme de él. ¿No lo estoy pagando acaso? Tú no sabes lo que fue la cárcel de mujeres, en Sullana. Aunque estuviera pocos días. Y ya sé que seguiré arrastrando esto el resto de la vida.
—El resto de la vida es mucho tiempo —ironizó Felícito, hablando siempre calmadamente—. Eres muy joven y tienes tiempo de sobra para rehacer tu vida. No es mi caso, desde luego.
—Yo nunca dejé de quererte, Felícito —la oyó decir—. Aunque no te lo creas.
Él soltó una risita burlona.
—Si queriéndome me hiciste lo que sabemos, qué hubieras hecho si me hubieras odiado, Mabel.
Y, oyéndose decir esto, pensó que esas palabras podían ser la letra de una de esas canciones de Cecilia Barraza que le gustaban tanto.
—Me gustaría explicártelo, Felícito —imploró ella, la cara siempre oculta entre las manos—. No para que me perdones, no para que todo vuelva a ser como antes. Sólo para que sepas que las cosas no fueron como crees, sino muy distintas.
—No tienes que explicarme nada, Mabel —dijo él, hablando ahora de una manera resignada, casi amistosa—. Pasó lo que tenía que pasar. Yo siempre supe que pasaría, tarde o temprano. Que te ibas a cansar de un hombre que te lleva tantos años, que te enamorarías de un joven. Esa es la ley de la vida.
Ella se revolvió en el asiento.
—Te juro por mi madre que no es lo que tú crees —lloriqueó—. Déjame explicarte, contarte al menos cómo fue todo.
—Lo que no pude imaginar es que ese joven sería Miguel —añadió el transportista, carraspeando—. Menos todavía las cartas de la arañita, por supuesto. Pero, ya pasó. Lo mejor es que me vaya de una vez. Hemos arreglado todas las cosas prácticas y no queda nada pendiente. No quiero que esto termine en una pelea. Aquí te dejo la llave de la casa.
La colocó en la mesa de la sala, junto a la llamita de madera y la bandera peruana, y se puso de pie. Ella seguía con la cara hundida entre las manos, llorando.
—Por lo menos, quedemos como amigos —la oyó decir.
—Tú y yo no podemos ser amigos, lo sabes muy bien —respondió, sin volverse a mirarla—. Buena suerte, Mabel.
Fue hasta la puerta, la abrió, salió y cerró despacio tras él. El resplandor del sol lo hizo parpadear. Avanzó entre los torbellinos de polvo, el ruido de las radios, los chiquillos harapientos y los perros con carachas, pensando que nunca más volvería a recorrer esta callecita polvorienta de Castilla y que, sin duda, tampoco volvería a ver a Mabel. Si el azar hacía que se la encontrara en una calle del centro, simularía no haberla visto y ella haría lo mismo. Se cruzarían como dos desconocidos. Pensó también, sin tristeza ni amargura, que a pesar de no ser todavía un viejo inútil, probablemente no volvería a hacer nunca más el amor con una mujer. Ya no estaba él para buscarse otra querida, ni para ir en las noches al bulín a acostarse con las putas. Y la idea de volver a hacer el amor con Gertrudis después de tantos años no se le pasaba siquiera por la cabeza. Tal vez tendría que correrse una paja de vez en cuando, como de churre. Cualquiera que fuera el rumbo de su futuro, una cosa era segura: no habría cabida ya en él para el placer ni para el amor. No lo lamentaba, no se desesperaba. La vida era así y él, desde que era un churre sin zapatos en Chulucanas y Yapatera, había aprendido a aceptarla tal como venía.
Insensiblemente, sus pasos lo habían ido llevando hacia la tiendecita de yerbas, artículos de costura, santos, cristos y vírgenes de su amiga Adelaida. Ahí estaba la adivinadora, retaca, culona, descalza, embutida en la túnica de crudo que le llegaba hasta los tobillos, viéndolo venir desde la puerta de su casa con sus enormes ojos taladradores.
—Hola, Felícito, dichosos los ojos que te ven —lo saludó, haciéndole adiós—. Ya creía que te habías olvidado de mí.
—Adelaida, tú sabes muy bien que eres mi mejor amiga y que nunca me olvidaré de ti —le dio él la mano y la palmeó en la espalda con cariño—. He estado con muchos problemas últimamente, estarás enterada. Pero, aquí me tienes. ¿Me convidarías un vasito de esa agüita destilada tan limpia y fresca que tienes? Me muero de sed.
—Pasa, pasa y siéntate, Felícito. Te traigo un vaso ahoritita mismo, claro que sí.
A diferencia del calor que hacía afuera, en el interior de la tiendecita de Adelaida, sumida en la penumbra y la quietud de costumbre, hacía fresco. Sentado en la mecedora de paja trenzada, contempló las telarañas, los estantes, las mesitas con cajas de clavos, botones, tornillos, granos, los ramitos de yerbas, las agujas, las estampas, rosarios, vírgenes y cristos de yeso y madera de todos los tamaños, los cirios y velones, mientras esperaba el retorno de la santera. ¿Tendría clientes, Adelaida? Que él recordara, todas las veces que había venido, y eran muchas, nunca había visto a nadie comprando algo. Más que una tienda, este local parecía una capillita. Sólo le faltaba el altar. Vez que estaba en este lugar, tenía ese sentimiento de paz que antes, mucho antes, solía sentir en las iglesias, cuando, los primeros años de casados, Gertrudis lo arrastraba a la misa de los domingos.
Bebió con fruición el agua de la piedra de destilar que le alcanzó Adelaida.
—Vaya lío en el que has estado metido, Felícito —dijo la santera, compadeciéndolo con una mirada cariñosa—. Tu amante y tu hijo conchabados para desplumarte. ¡Dios mío, las cosas feas que se ven en este mundo! Menos mal que los enjaularon a esos dos.
—Ya pasó todo eso y, ¿sabes una cosa, Adelaida?, ya no me importa —encogió los hombros e hizo una mueca desdeñosa—. Todo eso ha quedado atrás y ya se me irá olvidando. No quiero que me envenene la vida. Ahora, voy a meterme en cuerpo y alma a sacar adelante Transportes Narihualá. Por culpa de estos escándalos, he tenido descuidada a la compañía que me da de comer. Y, si no me ocupo, se irá a pique.
—Así me gusta, Felícito, lo pasado pisado —aplaudió la santera—. ¡Y a trabajar! Tú has sido siempre un hombre que no se rinde, de los que pelean hasta el final.
—¿Sabes una cosa, Adelaida? —la interrumpió Felícito—. Esa inspiración que tuviste la última vez que vine a verte, se cumplió. Ocurrió una cosa extraordinaria, como dijiste. No te puedo contar más por ahora, pero, apenas pueda, lo haré.
—No quiero que me cuentes nada —la adivinadora se puso muy seria y una sombra veló un instante sus ojazos—. No me interesa, Felícito. Sabes muy bien que a mí no me gusta que me vengan esas inspiraciones. Por desgracia, contigo siempre me pasa. Parece que tú me las provocas, che guá.
—Espero no inspirarte ninguna más, Adelaida —sonrió Felícito—. Ya no estoy para más sorpresas. A partir de ahora quiero tener una vida tranquila y ordenada, dedicado a mi trabajo.
Estuvieron un buen rato callados, oyendo los ruidos de la calle. Las bocinas y motores de autos y camiones, los pregones de los vendedores ambulantes, las voces y trajines de los transeúntes llegaban hasta ellos como amansados por la tranquilidad de este lugar. Felícito pensaba que, a pesar de conocer a Adelaida ya tantos años, la adivinadora seguía siendo para él un gran misterio. ¿Tenía familia? ¿Había tenido pareja alguna vez? A lo mejor había salido del orfelinato, era una de esas niñas abandonadas, recogidas y criadas por la caridad pública que luego había vivido siempre sola, como un hongo, sin padres, ni hermanos, ni esposo, ni hijos. Él nunca había oído hablar a Adelaida de algún pariente, ni siquiera de amistades. Tal vez Felícito era la única persona de Piura a la que la adivinadora podía llamar un amigo.
—Dime una cosa, Adelaida —le preguntó—. ¿Has vivido alguna vez en Huancabamba? ¿Por casualidad te criaste allí?
En vez de contestarle, la mulata lanzó una gran carcajada, abriendo de par en par su bocaza de gruesos labios y dejando ver su dentadura de dientes grandes y parejos.
—Ya sé por qué me lo preguntas, Felícito —exclamó, entre risas—. Por los brujos de Las Huaringas, ¿no es cierto?
—No creas que estoy pensando que tú seas una bruja ni mucho menos —le aseguró él—. Lo que pasa es que tienes, bueno, no sé cómo llamarla, esa facultad, ese don o lo que sea, de adivinar las cosas que van a pasar, que siempre me ha dejado pasmado. Es increíble, che guá. Cada vez que te viene una inspiración, ocurre tal cual. Hace tantos años que nos conocemos, ¿no? Y siempre que me has profetizado algo, ha sucedido cabalito. No eres como los demás, los simples mortales, tienes algo que no tiene nadie más que tú, Adelaida. Si hubieras querido, te habrías hecho rica convirtiéndote en una adivinadora profesional.
Mientras él hablaba ella se había puesto muy seria.
—Más que un don, es una gran desgracia la que Dios puso sobre mis hombros, Felícito —suspiró—. Te lo he dicho tantas veces. No me gusta que me vengan de repente esas inspiraciones. No sé de dónde salen, ni por qué y sólo con ciertas personas, como tú. Es para mí un misterio, también. Por ejemplo, nunca tuve inspiraciones sobre mí misma. Nunca he sabido qué me va a pasar mañana o pasado mañana. Bueno, contestando tu pregunta. Sí, estuve en Huancabamba, una sola vez. Déjame decirte una cosa. A mí me da pena la gente que sube hasta allá, gastándose lo que tiene y lo que no tiene, empeñándose, para hacerse curar por los maestros, como les dicen. Son unos embusteros, la gran mayoría al menos. Los que pasan el cuy, los que bañan a los enfermos en las aguas heladas de la laguna. En vez de curarlos, los matan a veces de una pulmonía.
Sonriendo, Felícito la atajó con las dos manos.
—No siempre es así, Adelaida. Un amigo, chofer de Transportes Narihualá, se llamaba Andrés Novoa, estuvo con la fiebre malta y los médicos del Hospital Obrero no sabían cómo curarlo. Lo desahuciaron. Él se fue a Huancabamba medio muerto y uno de los brujos lo llevó a Las Huaringas, lo hizo bañarse en la laguna y le dio no sé qué bebedizos. Y regresó curado. Lo vi con estos ojos, te lo juro, Adelaida.
—Tal vez haya alguna excepción —admitió ella—. Pero, por un curandero de verdad, hay diez estafadores, Felícito.
Hablaron mucho rato. La conversación fue pasando de los brujos, maestros, curanderos y chamanes de Huancabamba, tan famosos que venían gentes de todo el Perú a consultarles sus males, a las rezadoras y santeras de Piura, esas mujeres generalmente humildes y ancianas, vestidas como monjas, que iban de casa en casa a rezar junto a las camas de los enfermos. Se contentaban con unos pocos centavos de propina o un simple plato de comida por sus rezos, los que, creía mucha gente, completaba la tarea de los médicos ayudando a curarse a los pacientes. Para sorpresa de Felícito, Adelaida no creía tampoco en nada de eso. También las rezadoras y santiguadoras de la ciudad le parecían unas embusteras. Era curioso que una mujer con esos dones, capaz de anticipar el porvenir de ciertos hombres y mujeres, fuera tan descreída sobre los poderes curativos de otras personas. Tal vez ella tenía razón y había mucho pendejo y mucha pendeja entre los que se jactaban de tener facultades para curar a los enfermos. Felícito se sorprendió al oír contar a Adelaida que en el pasado reciente había incluso en Piura unas mujeres tenebrosas, las despenadoras, a las que ciertas familias llamaban a las casas para que ayudaran a morir a los agonizantes, algo que ellas hacían entre rezos, cortándoles la yugular con una larguísima uña que se dejaban crecer en el dedo índice para ese propósito.
En cambio, Felícito se sorprendió mucho de saber que Adelaida se creía a pie juntillas la leyenda según la cual la imagen del Señor Cautivo de la iglesia de Ayabaca la habían esculpido unos talladores ecuatorianos que resultaron ángeles.
—¿Tú te crees esa superchería, Adelaida?
—Me la creo porque he oído contar la historia a la gente de allá. Se la vienen pasando de padres a hijos desde que ocurrió y, si dura tanto tiempo, debe ser verdad.
Felícito había oído muchas veces aquel milagro pero nunca lo tomó en serio. Que, hacía de esto muchos años, una comisión de gente importante de Ayabaca había hecho una colecta para encargar la escultura de un cristo. Cruzaron la frontera del Ecuador y encontraron a tres señores vestidos de blanco que resultaron ser talladores. Los contrataron de inmediato para que se trasladaran a Ayabaca y esculpieran esa imagen. Lo hicieron pero desaparecieron antes de cobrar lo convenido. La misma comisión regresó al Ecuador en su busca, pero allá nadie los conocía ni sabía de su existencia. En otras palabras: eran ángeles. Era normal que Gertrudis se lo creyera, pero le sorprendió que también Adelaida se tragara ese milagro.
Luego de un buen rato de charla, Felícito se sintió bastante mejor que cuando llegó. No se había olvidado de sus entrevistas con Miguel y con Mabel; tal vez nunca las olvidaría, pero la hora que había pasado aquí le sirvió para que el recuerdo de aquellos encuentros se enfriara y dejara de pesar sobre él como una cruz.
Agradeció a Adelaida el agüita destilada y la conversación y, aunque ella se resistió a recibirlos, la obligó a aceptar los cincuenta soles que le puso en la mano al despedirse.
Cuando salió a la calle el sol le pareció todavía más fuerte. Caminó despacio hacia su casa y en todo el trayecto sólo dos personas desconocidas se acercaron a saludarlo. Pensó, con alivio, que poco a poco iría dejando de ser famoso y conocido. La gente se olvidaría de la arañita y pronto dejaría de señalarlo y acercarse a él. Quizás no estaba lejano el día en que pudiera volver a circular por las calles de la ciudad como un transeúnte anónimo.
Cuando llegó a su casa de la calle Arequipa, el almuerzo estaba servido. Saturnina había preparado un caldito de verduras y olluquitos con charqui y arroz. Gertrudis tenía lista una jarra de limonada con mucho hielo. Se sentaron a comer en silencio y sólo al terminar la última cucharada de caldo, Felícito contó a su mujer que esa mañana había visto a Miguel y que le había propuesto retirar la acusación si aceptaba quitarse su apellido. Ella lo escuchó muda y cuando él calló tampoco hizo el menor comentario.
—Seguramente aceptará y entonces saldrá libre —añadió él—. Y se irá de Piura, como le exigí. Aquí, con esos antecedentes, jamás encontraría trabajo.
Ella asintió, sin decir palabra.
—¿No vas a ir a verlo? —le preguntó Felícito.
Gertrudis negó con la cabeza.
—No quiero verlo nunca más yo tampoco —afirmó y siguió tomando el caldo, a lentas cucharadas—. Después de lo que te hizo, no podría.
Siguieron comiendo en silencio y sólo un buen rato más tarde, cuando Saturnina se había llevado los platos, Felícito murmuró:
—También estuve en Castilla, donde ya te imaginas. Fui a finiquitar ese asunto. Ya está. Terminado para siempre. Quería que supieras eso.
Hubo otro largo silencio, cortado a veces por el croar de una rana en el jardín. Por fin, Felícito oyó que Gertrudis le preguntaba:
—¿Quieres un café o un matecito de manzanilla?