XVIII

Don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito llegaron a Piura a media mañana en el vuelo de Lan-Perú y un taxi los llevó al Hotel Los Portales, en la Plaza de Armas. Las reservas hechas por Felícito Yanaqué, un cuarto doble y uno simple, contiguos, se ajustaban a sus deseos. Apenas instalados, los tres salieron a pasear. Dieron la vuelta a la Plaza de Armas sombreada por altos y antiguos tamarindos y coloreada a trechos por poncianas de flores rojísimas.

No hacía mucho calor. Se detuvieron un rato a observar el monumento central, la Pola, una aguerrida dama de mármol que representaba la libertad, regalada por el presidente José Balta en 1870, y echaron un vistazo a la desangelada catedral. Luego, se sentaron en la pastelería El Chalán a tomar un refresco. Rigoberto y Lucrecia espiaban el entorno, las gentes desconocidas, intrigados y algo escépticos. ¿De veras tendrían la programada entrevista secreta con Armida? La deseaban ardientemente, desde luego, pero todo el misterio que rodeaba este viaje impedía que lo tomaran demasiado en serio. A ratos les parecía estar jugando uno de esos juegos que juegan los viejos para sentirse jóvenes.

—No, no puede ser una broma ni una emboscada —afirmó una vez más don Rigoberto, tratando de convencerse a sí mismo—. El señor con el que hablé por teléfono me causó buena impresión, ya te lo dije. Un hombre humilde, sin duda, provinciano, algo tímido, pero bienintencionado. Una buena persona, estoy seguro. No me cabe duda que hablaba en nombre de Armida.

—¿No te parece estar viviendo una situación algo irreal? —repuso doña Lucrecia, con una risita nerviosa. Tenía en la mano un abanico de nácar y se echaba aire a la cara sin cesar—. Me cuesta creer las cosas que nos pasan, Rigoberto. Que hayamos venido a Piura contando a todo el mundo que necesitábamos un descanso. Nadie se lo ha creído, por supuesto.

Fonchito parecía no escucharlos. Sorbía de tanto en tanto su granizado de lúcuma, los ojos fijos en algún punto de la mesa y totalmente indiferente a lo que decían su padre y su madrastra, como absorbido por una preocupación recóndita. Estaba así desde su último encuentro con Edilberto Torres y esa era la razón por la que don Rigoberto decidió traerlo a Piura, aunque por este viaje perdiera unos días de colegio.

—¿Edilberto Torres? —dio un respingo en el asiento de su escritorio—. ¿Ese, otra vez? ¿Hablando de Biblias?

—Yo mismo, Fonchito —dijo Edilberto Torres—. No me digas que te has olvidado de mí. No te creo tan ingrato.

—Acabo de confesarme y estoy cumpliendo la penitencia que me dio el padre —balbuceó Fonchito, más sorprendido que asustado—. Ahora no puedo conversar con usted, señor, lo siento mucho.

—¿En la iglesia de Fátima? —repitió don Rigoberto, incrédulo, revolviéndose como poseído de pronto por el mal de San Vito, haciendo caer al suelo el libro sobre arte tántrico que estaba leyendo—. ¿Estaba ahí, él? ¿En la iglesia?

—Te comprendo y te pido disculpas —Edilberto Torres bajó la voz, señalando el altar con el dedo índice—. Reza, reza, Fonchito, que hace bien. Hablaremos después. Yo también voy a rezar.

—Sí, en la de Fátima —asintió Fonchito, pálido y con la mirada algo extraviada—. Yo y mis amigos, los del grupo de la Biblia, fuimos allá a confesarnos. Ellos ya se habían ido, yo fui el último en pasar por el confesonario. No quedaba mucha gente en la iglesia. Y, de repente, me di cuenta que estaba ahí no sé desde hacía cuánto rato. Sí, ahí, sentado a mi lado. Me llevé qué susto, papá. Ya sé que no me crees, ya sé que dirás que también esta vez me inventé ese encuentro. Hablando de la Biblia, sí.

—Está bien, está bien —transó don Rigoberto—. Ahora, es prudente regresar al hotel. Almorzaremos allá. El señor Yanaqué dijo que contactaría conmigo en algún momento de la tarde. Si es que se llama así. Un nombre rarísimo, parece el seudónimo de uno de esos cantantes roqueros llenos de tatuajes, ¿no?

—A mí me parece un apellido muy piurano —opinó doña Lucrecia—. Tal vez venga de los tallanes.

Pagó la cuenta y los tres salieron de la pastelería. Al atravesar la Plaza de Armas, Rigoberto tuvo que apartar a los lustrabotas y vendedores de lotería que le ofrecían sus servicios. Ahora sí, el calor comenzaba a aumentar. En el cielo despejado se divisaba un sol blanco y todo a su alrededor, árboles, bancas, losetas, gente, perros, autos, parecía arder.

—Lo siento, papá —susurró Fonchito, traspasado por la pena—. Ya sé que te doy una mala noticia, ya sé que estos momentos son tan difíciles para ti, con la muerte del señor Carrera y la desaparición de Armida. Ya sé que es una perrada que te haga esto. Pero tú me has pedido que te cuente todo, que te diga la verdad. ¿No es eso lo que quieres, papá?

—He tenido problemas económicos, como todo el mundo en estos tiempos, y me ha estado fallando la salud —dijo el señor Edilberto Torres, alicaído y tristón—. He salido poco, últimamente. Esa es la razón por la que no me has visto en tantas semanas, Fonchito.

—¿Ha venido usted a esta iglesia porque sabía que yo y mis amigos con los que leemos la Biblia estaríamos aquí?

—Vine a meditar, a tranquilizarme, a ver las cosas con más calma y perspectiva —explicó Edilberto Torres, pero no parecía sereno sino trémulo, viviendo una gran zozobra—. Lo hago con frecuencia. Conozco la mitad de las iglesias de Lima, acaso más. Me hace bien esta atmósfera de recogimiento, silencio y oración. Hasta me gustan las beatas y el olor a incienso y antigüedad que reina en las pequeñas capillas. Soy un hombre chapado a la antigua tal vez y a mucha honra. Yo también rezo y leo la Biblia, Fonchito, aunque te llame la atención. Otra prueba de que no soy el diablo, como cree tu papá.

—Él se va a apenar cuando sepa que lo he visto —dijo el chiquillo—. Él piensa que usted no existe, que yo lo he inventado. Y mi madrastra también. Lo creen de veras. Por eso mi papá se entusiasmó cuando usted dijo que podía ayudarlo en los problemas judiciales que tenía. Él quería verlo, reunirse con usted. Pero usted se desapareció.

—Nunca es tarde para eso —aseguró el señor Torres—. Yo encantado de reunirme con Rigoberto y tranquilizarlo de las aprensiones que tiene conmigo. Me gustaría ser su amigo. Somos de la misma edad, calculo. La verdad es que no tengo amigos, sólo conocidos. Estoy seguro que él y yo nos llevaríamos bien.

—Para mí, un seco de chabelo —ordenó don Rigoberto al mozo—. ¿Es el plato típico de Piura, verdad?

Doña Lucrecia pidió una corvina a la plancha con una ensalada mixta y Fonchito sólo un ceviche. El comedor del Hotel Los Portales estaba casi desierto y unos lentos ventiladores mantenían la atmósfera fresca. Los tres tomaban limonadas con mucho hielo.

—Quiero creerte, yo sé que no me mientes, que eres un chico limpio y de buenos sentimientos —asintió don Rigoberto, con una expresión de hastío—. Pero ese personaje se ha convertido en un lastre en mi vida y la de Lucrecia. Está visto que nunca nos libraremos de él, que nos perseguirá hasta la tumba. ¿Qué quería esta vez?

—Que tengamos una conversación sobre cosas profundas, un diálogo de amigos —explicó Edilberto Torres—. Dios, la otra vida, el mundo del espíritu, la trascendencia. Como estás leyendo la Biblia, sé que esos asuntos ahora te interesan, Fonchito. Y sé, también, que estás algo decepcionado con tus lecturas del Antiguo Testamento. Que esperabas otra cosa.

—¿Y cómo sabe usted eso, señor?

—Me lo contó un pajarito —sonrió Edilberto Torres, pero en su sonrisa no había la menor alegría, siempre aquella alarma recóndita—. No me hagas caso, bromeo. Lo único que quisiera decirte es que a todos los que comienzan a leer el Antiguo Testamento les pasa lo que a ti. Sigue, sigue, no te desanimes. Y verás que muy pronto tu impresión será distinta.

—¿Cómo sabía que estás decepcionado de esas lecturas bíblicas? —respingó de nuevo en su escritorio don Rigoberto—. ¿Es cierto eso, Fonchito? ¿Lo estás?

—No sé si decepcionado —admitió Fonchito, algo cortado—. Es que todo es ahí tan violento. Empezando por Dios, por Yahvé. Nunca me lo hubiera imaginado tan feroz, que lanzara tantas maldiciones, que mandara lapidar a las señoras adúlteras, que ordenara matar al que faltaba a los ritos. Que hiciera cortar los prepucios de los enemigos de los hebreos. Yo ni sabía lo que quería decir prepucio hasta leer la Biblia, papá.

—Eran tiempos bárbaros, Fonchito —lo tranquilizó Edilberto Torres, hablando con muchas pausas y sin abandonar su expresión taciturna—. Todo aquello ocurría hace miles de años, en los tiempos de la idolatría y el canibalismo. Un mundo donde la tiranía, el fanatismo, reinaban por doquier. Además, no se debe tomar literalmente lo que dice la Biblia. Mucho de lo que allí aparece es simbólico, poético, exagerado. Cuando el temible Yahvé desaparezca y aparezca Jesucristo, Dios se volverá manso, piadoso y compasivo, ya lo verás. Pero para eso tienes que llegar al Nuevo Testamento. Paciencia y perseverancia, Fonchito.

—Me volvió a decir que quiere verte, papá. Donde sea y en cualquier momento. Le gustaría que se hicieran amigos, ya que tienen la misma edad.

—Esa música ya la oí la última vez que se te corporizó ese espectro, en aquel colectivo —se burló don Rigoberto—. ¿No iba a ayudarme con mis problemas legales? ¿Y qué pasó? ¡Se hizo humo! Será lo mismo esta vez. En fin, no te entiendo, hijito. ¿Te gustan o no te gustan esas lecturas bíblicas en que andas metido?

—No sé si las estamos haciendo bien —evadió la respuesta el chiquillo—. Porque, aunque a veces nos gustan bastante, otras se pone todo muy enredado con la cantidad de pueblos que pelean los judíos en el desierto. Es imposible recordar esos nombres tan exóticos. Lo que más nos interesa son las historias que se cuentan. No parecen cosa de la religión, más bien como las aventuras de Las mil y una noches. Pecas Sheridan, uno de mis amigos, dijo el otro día que esa manera de leer la Biblia no era buena, que no la estábamos aprovechando. Que sería mejor tener un guía. Un cura, por ejemplo. ¿Usted qué piensa, señor?

—Que está bastante bueno —dijo don Rigoberto, paladeando un bocado de su seco de chabelo—. Me gustan mucho los chifles, así llaman aquí al plátano frito y picado. Pero me temo que nos caiga un poco indigesto, con tanto calor.

Después de acabar sus platos pidieron un helado y estaban empezando el postre cuando advirtieron que una señora entraba al restaurante. De pie en la puerta, examinó el recinto, buscando. Ya no era joven pero había en ella algo fresco y rozagante, un remanente juvenil en su cara regordeta y risueña, sus ojos saltones y su boca de labios anchos, muy pintados. Lucía con gracia unas pestañas postizas aleteantes, sus redondos aretes de fantasía bailoteaban y llevaba muy ceñido el vestido blanco, con flores estampadas; sus generosas caderas no le impedían moverse con agilidad. Después de pasar revista a las tres o cuatro mesas ocupadas, se dirigió resuelta a aquella en la que estaban los tres. «¿El señor Rigoberto, verdad?», preguntó, sonriente. Le dio la mano a cada uno y se sentó en la silla libre.

—Me llamo Josefita y soy la secretaria del señor Felícito Yanaqué —se presentó—. Bienvenidos a la tierra del tondero y el che guá. ¿Es la primera vez que vienen a Piura?

Hablaba no sólo con la boca, también con esos ojos expresivos, movedizos, verdosos y agitaba las manos sin cesar.

—La primera, pero no la última —asintió don Rigoberto, amablemente—. ¿El señor Yanaqué no pudo venir?

—Prefirió no hacerlo, porque, ya lo sabrán ustedes, don Felícito no puede dar un paso por las calles de Piura sin que lo siga la nube de periodistas.

—¿De periodistas? —se espantó, abriendo mucho los ojos don Rigoberto—. ¿Y se puede saber por qué lo siguen, señora Josefita?

—Soy señorita —lo corrigió ella; y añadió, ruborizándose—: Aunque tengo ahora un aficionado, que es capitán de la Guardia Civil.

—Mil perdones, señorita Josefita —se excusó Rigoberto, haciéndole una venia—. ¿Podría explicarme por qué persiguen los periodistas al señor Yanaqué?

Josefita dejó de sonreír. Los observaba sorprendida y con cierta conmiseración. Fonchito había salido de su letargia y parecía también atento a lo que decía la recién llegada.

—¿No saben ustedes que don Felícito Yanaqué es en este momento más famoso que el presidente de la República? —exclamó, pasmada, mostrando una puntita de lengua—. Hace muchos días que aparece en las radios, los periódicos y la televisión. Pero, desgraciadamente, por las malas razones.

A medida que hablaba, las caras de don Rigoberto y su esposa mostraban tal asombro que Josefita no tuvo más remedio que explicarles por qué el propietario de Transportes Narihualá había pasado del anonimato a la popularidad. Era evidente que estos limeños estaban en la luna respecto a la historia de la arañita y escándalos subsiguientes.

—Es una magnífica idea, Fonchito —convino el señor Edilberto Torres—. Para deslizarse con desenvoltura en ese océano que es la Biblia, hace falta un navegante experimentado. Podría ser un religioso como el padre O’Donovan, desde luego. Pero también un laico, alguien que haya dedicado muchos años a estudiar el Viejo y el Nuevo Testamento. Yo mismo, por ejemplo. No me creas un jactancioso, pero, la verdad, he pasado buena parte de mi vida estudiando el libro santo. Estoy viendo en tus ojos que no me crees.

—El pedófilo ahora se hace pasar por teólogo y experto en estudios bíblicos —se indignó don Rigoberto—. No sabes las ganas que tengo de verle la cara, Fonchito. En cualquier momento te va a decir que él mismo es un cura.

—Ya me lo dijo, papá —lo interrumpió Fonchito—. Mejor dicho, ya no es cura, pero lo fue. Colgó los hábitos de seminarista, antes de ordenarse. No podía soportar la castidad, eso me dijo.

—No debería hablar contigo de estas cosas, eres todavía demasiado jovencito —añadió el señor Edilberto Torres, palideciendo un poco y con la voz temblona—. Pero eso es lo que ocurrió. Me masturbaba todo el tiempo, hasta un par de veces al día. Es algo que me apena y me turba. Porque, te aseguro, tenía una vocación muy firme de servir a Dios. Desde que era un niño, como tú. Sólo que nunca pude derrotar al maldito demonio del sexo. Llegó un momento en que creí enloquecer con las tentaciones que me acosaban de día y de noche. Y, entonces, qué remedio, tuve que abandonar el seminario.

—¿Te habló de eso? —se escandalizó don Rigoberto—. ¿De masturbación, de pajas?

—¿Y entonces se casó usted, señor? —preguntó el chiquillo, con timidez.

—No, no, sigo soltero todavía —se rio de manera algo forzada el señor Torres—. Para tener una vida sexual no es indispensable casarse, Fonchito.

—Según la religión católica, sí —afirmó el niño.

—Cierto, porque la religión católica es muy intransigente y puritana en materia de sexo —explicó aquel—. Otras son más tolerantes. Además, en estos tiempos tan permisivos, hasta Roma va modernizándose, aunque le cueste.

—Sí, sí, ahora me viene a la cabeza —interrumpió a Josefita la señora Lucrecia—. Claro que sí, lo leí en alguna parte o lo vi en la televisión. ¿El señor Yanaqué es ese al que su hijo y su amante querían secuestrar para robarle toda su plata?

—Bueno, bueno, esto rompe todos los límites de lo creíble —don Rigoberto estaba anonadado por las cosas que oía—. Quiere decir que somos nosotros los que hemos venido a meternos a la mismísima boca del lobo. Si entiendo bien, la oficina y la casa de su jefe están rodeadas de periodistas día y noche. ¿Es así?

—De noche, no —trató de reanimarlo Josefita, con una sonrisa triunfal, a ese señor de grandes orejas que además de palidecer había empezado a hacer unas muecas que parecían morisquetas—. Al principio del escándalo, sí, los primeros días era inaguantable. Periodistas rondando su casa y su oficina las veinticuatro horas del día. Pero ya se cansaron; ahora, en las noches, se van a dormir o emborracharse, porque aquí todos los periodistas son unos bohemios y unos románticos. El plan del señor Yanaqué funcionará muy bien, no se preocupe.

—¿Y cuál es ese plan? —preguntó Rigoberto. Había dejado el helado a medio comer y tenía aún en la mano el vaso de limonada que acababa de vaciar de un solo trago.

Muy sencillo. De preferencia, ellos debían permanecer en el hotel, o, a lo más, meterse a un cine; había varios, ahora, modernísimos, en los nuevos Shoppings, ella les recomendaba el Centro Comercial Open Plaza, que estaba en Castilla, no muy lejos, juntito al Puente Andrés Avelino Cáceres. No convenía que se lucieran por las calles de la ciudad. Llegada la noche, cuando todos los periodistas se hubieran marchado de la calle Arequipa, la propia Josefita vendría a buscarlos y los llevaría hasta la casa del señor Yanaqué. Estaba cerca, a un par de cuadras de distancia.

—Vaya mala suerte la de la pobre Armida —se lamentó doña Lucrecia, apenas Josefita se despidió—. Ella sí que vino a meterse en una trampa peor de la que quería escapar. No me explico que los periodistas o la policía no la hayan pescado todavía.

—No quisiera escandalizarte con mis confidencias, Fonchito —se disculpó Edilberto Torres, compungido, bajando la vista y la voz—. Pero, atormentado por ese maldito demonio del sexo, fui a burdeles y pagué prostitutas. Cosas horrendas que me hacían sentir repugnancia de mí mismo. Ojalá nunca sucumbas a esas tentaciones asquerosas, como me ocurrió a mí.

—Sé muy bien dónde quería llevarte ese degenerado hablándote de malos tocamientos y de rameras —carraspeó don Rigoberto, atorándose—. Debiste irte de inmediato y no seguirle la cuerda. ¿No te dabas cuenta que sus supuestas confidencias eran una estrategia para hacerte caer en sus redes, Fonchito?

—Te equivocas, papá —repuso este—. Te aseguro que el señor Torres era sincero, no tenía segundas intenciones. Se lo veía triste, muerto de la pena por haber hecho esas cosas. De repente, se le enrojecieron los ojos, se le cortó la voz y comenzó a llorar otra vez. Partía el alma verlo así.

—Menos mal que me he traído buena lectura —comentó don Rigoberto—. Hasta que sea de noche nos espera un largo sentanazo. Me imagino que no querrán ir a meterse a un cine con este calor.

—¿Por qué no, papá? —protestó Fonchito—. Josefita dijo que tenían aire acondicionado y eran modernísimos.

—Veríamos un poco los adelantos, ¿no dicen que Piura es una de las ciudades que progresa más en el Perú? —lo apoyó doña Lucrecia—. Fonchito tiene razón. Demos una vueltita por ese centro comercial, a lo mejor hay alguna buena película. En Lima no vamos jamás al cine en familia. Anímate, Rigoberto.

—Me avergüenzo tanto de hacer esas cosas malas y sucias que yo mismo me impongo la penitencia. Y, a veces, para castigarme, me azoto hasta sacarme sangre, Fonchito —confesó con voz desgarrada y ojos enrojecidos Edilberto Torres.

—¿Y no te pidió entonces que lo azotaras tú? —explosionó don Rigoberto—. A ese pervertido yo lo buscaré por cielo y tierra y no pararé hasta dar con él y ajustarle las clavijas, te lo advierto. Irá a la cárcel o le pegaré un balazo si intenta hacer algo contigo. Si se te aparece otra vez, díselo de mi parte.

—Y entonces le vino la lloradera todavía más fuerte y ya no pudo seguir hablando, papá —lo calmó Fonchito—. No es lo que tú piensas, te juro que no. Porque, figúrate, en medio del llanto de repente se paró y se salió de la iglesia corriendo, sin despedirse ni nada. Parecía desesperado, alguien que va a suicidarse. No es un pervertido, sino un hombre que sufre mucho. Más para tenerle compasión que miedo, te juro.

En eso, los interrumpieron unos toquecitos nerviosos en la puerta del escritorio. Una de las batientes se abrió y asomó la cara preocupada de Justiniana.

—¿Por qué crees que he cerrado la puerta? —la atajó Rigoberto, levantando una mano admonitoria, sin dejarla hablar—. ¿No ves que Fonchito y yo estamos ocupados?

—Es que ahí están ellos, señor —dijo la muchacha—. Se han plantado en la puerta y, aunque les he dicho que usted está ocupado, quieren entrar.

—¿Ellos? —se sobresaltó don Rigoberto—. ¿Los mellizos?

—No sabía qué más decirles, qué hacer —asintió Justiniana, muy inquieta, hablando en voz queda y gesticulando—. Le piden mil disculpas. Dicen que es urgentísimo, que le quitarán sólo unos minutitos. ¿Qué les digo, señor?

—Está bien, hazlos pasar a la salita —se resignó Rigoberto—. Tú y Lucrecia estén atentas por si ocurre algo y hay que llamar a la policía.

Cuando Justiniana se retiró, don Rigoberto cogió de los brazos a Fonchito y lo miró largamente a los ojos. Lo observaba con cariño, pero también con una ansiedad que se traslucía en su hablar inseguro, implorante:

—Foncho, Fonchito, hijito querido, te lo ruego, te lo suplico por lo que más quieras. Dime que todo lo que me has contado no es verdad. Que te lo inventaste. Que no ha ocurrido. Dime que Edilberto Torres no existe y me harás el ser más feliz de la tierra.

Vio que la cara del niño se desmoralizaba, que se mordía los labios hasta ponérselos morados.

—Okey, papá —lo oyó decir, con una entonación que ya no era la de un niño sino de un adulto—. Edilberto Torres no existe. Yo me lo inventé. Nunca más te hablaré de él. ¿Puedo irme ahora?

Rigoberto asintió. Vio salir de su escritorio a Fonchito y notó que le temblaban las manos. El corazón se le había helado. Quería mucho a su hijo pero, pensó, pese a todos sus esfuerzos nunca lo entendería, siempre sería para él un misterio insondable. Antes de enfrentarse a las hienas, fue al baño y se mojó la cara con agua fría. No saldría nunca de este laberinto, cada vez más pasillos, más sótanos, más vueltas y revueltas. ¿Eso era la vida, un laberinto que, hicieras lo que hicieras, te llevaba ineluctablemente a las garras de Polifemo?

En la sala, los hijos de Ismael Carrera lo esperaban de pie. Ambos estaban vestidos con terno y corbata, como de costumbre, pero, contrariamente a lo que él creía, no venían en plan belicoso. ¿Era auténtica esa actitud de derrotados y de víctimas que mostraban o una nueva táctica? ¿Qué se traían entre manos? Ambos lo saludaron con afecto, palmeándolo y esforzándose por exhibir unas actitudes contritas. Escobita fue el primero en disculparse.

—Me porté muy mal contigo la última vez que estuvimos aquí, tío —musitó, apesadumbrado, frotándose las manos—. Perdí la paciencia, dije estupideces, te insulté. Estaba traumado, medio loco. Te pido mil perdones. Vivo ofuscado, no duermo hace semanas, tomo pastillas para los nervios. Mi vida se ha vuelto una calamidad, tío Rigoberto. Te juro que nunca te volveremos a faltar el respeto.

—Todos estamos ofuscados y no es para menos —reconoció don Rigoberto—. Las cosas que están pasando nos sacan de nuestras casillas. No les guardo rencor. Tomen asiento y conversemos. ¿A qué debo esta visita?

—Ya no podemos más, tío —se adelantó Miki. Siempre había aparentado ser el más serio y juicioso de los dos, por lo menos a la hora de hablar—. La vida se ha vuelto insoportable para nosotros. Supongo que lo sabes. La policía cree que hemos secuestrado o matado a Armida. Nos interrogan, nos hacen las preguntas más ofensivas, nos siguen soplones día y noche. Nos piden coimas, y, si no se las damos, entran y rebuscan nuestros departamentos a cualquier hora. Como si fuéramos unos delincuentes comunes, qué te parece.

—¡Y los periódicos y la televisión, tío! —lo interrumpió Escobita—. ¿Has visto la mugre que nos echan encima? Cada día y cada noche, en todos los noticieros. Que violadores, que drogadictos, que con esos antecedentes es probable que seamos los culpables de la desaparición de esa chola de mierda. ¡Qué injusticia, tío!

—Si comienzas insultando a Armida, que, lo quieras o no, es ahora tu madrastra, comienzas mal, Escobita —lo regañó don Rigoberto.

—Tienes razón, lo siento, pero es que ya estoy medio descentrado —se excusó Escobita. Miki había vuelto a su vieja manía de comerse las uñas; lo hacía sin tregua, dedo por dedo, con encarnizamiento—. Tú no sabes lo horrible que se ha vuelto leer los periódicos, oír las radios, la televisión. Que te calumnien día y noche, te llamen degenerado, vago, cocainómano y no sé cuántas infamias más. ¡En qué país vivimos, tío!

—Y no sirve de nada meter juicios, acciones de amparo, dicen que eso es atentar contra la libertad de prensa —se quejó Miki. Sonrió sin razón alguna y volvió a ponerse serio—. En fin, ya sabemos, el periodismo vive de escándalos. Lo peor es lo de la policía. ¿No te parece una monstruosidad que, encima de lo que nos hizo papá, ahora nos hagan responsables de la desaparición de esa mujer? Tenemos una orden de arraigo, mientras sigan las investigaciones. Ni siquiera podemos salir del país, justo ahora que comienza el Open en Miami.

—¿Qué es el Open? —lo interrumpió don Rigoberto, intrigado.

—Los campeonatos de tenis, el Sony Ericsson Open —le aclaró Escobita—. ¿No sabías que Miki es un trome de la raqueta, tío? Ha ganado una montaña de premios. Hemos ofrecido una recompensa al que ayude a descubrir el paradero de Armida. Que, esto entre nosotros, ni siquiera podríamos pagar. No tenemos con qué, tío. Esa es la situación real. Estamos mucas. Ni a Miki ni a mí nos queda un puto cobre. Sólo deudas. Y, como nos hemos vuelto apestados, no hay banco, ni prestamista, ni amigo que quiera aflojarnos un centavo.

—Ya no nos queda nada por vender o empeñar, tío Rigoberto —dijo Miki. Le temblaba de tal manera la voz que hablaba con grandes pausas, pestañeando sin cesar—. Sin un cobre, sin crédito, y, como si fuera poco, sospechosos de un secuestro o un crimen. Por eso hemos venido a verte.

—Eres nuestra última tabla de salvación —Escobita le cogió la mano y se la estrechó con fuerza, asintiendo, con lágrimas en los ojos—. No nos falles, por favor, tío.

Don Rigoberto no podía creer lo que veía y oía. Los mellizos habían perdido la altanería y la seguridad que los caracterizaba, parecían indefensos, asustados, suplicando su compasión. ¡Cómo habían cambiado las cosas en tan poco tiempo!

—Siento mucho todo lo que les pasa, sobrinos —dijo, llamándolos así por primera vez sin ironía—. Ya sé que mal de muchos, consuelo de tontos, pero, por lo menos, piensen que, con todo lo mal que les va, mucho peor le debe ir a la pobre Armida. ¿No es cierto? La hayan matado o la tengan secuestrada, qué desgracia la de ella, ¿no les parece? Por otra parte, yo también he sido víctima de muchas injusticias, creo. Las acusaciones de ustedes, por ejemplo, de complicidad con el supuesto engaño del que habría sido víctima Ismael en su matrimonio con Armida. ¿Saben cuántas veces he tenido que ir a declarar a la policía, al juez instructor? ¿Saben cuánto me cuestan los abogados? ¿Saben que hace meses tuve que cancelar el viaje a Europa que teníamos con Lucrecia ya pagado? Todavía no puedo comenzar a cobrar mi jubilación en la compañía de seguros porque ustedes me trabaron el trámite. En fin, si se trata de contar desgracias, por ahí nos vamos los tres.

Lo escuchaban cabizbajos, silenciosos, apenados y confusos. Don Rigoberto oyó una extraña musiquita allá afuera, en el malecón de Barranco. ¿Otra vez el silbato flautita del viejo afilador de cuchillos? Parecía que este par lo convocara. Miki se mordía las uñas, y Escobita balanceaba su pie izquierdo con un movimiento espaciado y simétrico. Sí, era la musiquita del afilador. Le alegró oírla.

—Hicimos esa denuncia porque estábamos desesperados, tío, el matrimonio de papá nos hizo perder la razón —dijo Escobita—. Te juro que sentimos mucho todas las molestias que te dimos. Lo de tu jubilación saldrá ahora muy rápido, me imagino. Como sabes, ya no tenemos nada que hacer con la compañía. Papá la vendió a una firma italiana. Sin siquiera comunicarnos la noticia.

—La denuncia la retiraremos cuando tú nos digas, tío —añadió Miki—. Justamente, es una de las cosas que queríamos hablar contigo.

—Muchas gracias, pero ya es un poco tarde —dijo Rigoberto—. El doctor Arnillas me ha explicado que, al morir Ismael, el juicio que entablaron, por lo menos en lo que a mí concierne, queda sobreseído.

—Quién como tú, tío —dijo Escobita, mostrando, pensó don Rigoberto, más estupidez todavía de la que era razonable esperar de él en todo lo que hiciera y dijera—. Dicho sea de paso, el doctor Claudio Arnillas, ese calzonazos de tirantes de payaso, es el peor traidor que haya nacido en el Perú. Vivió chupando las tetas de papá toda su vida y ahora es nuestro enemigo declarado. Un sirviente vendido en cuerpo y alma a Armida y a esos italianos mafiosos que compraron la compañía de papá a precio de ganga.

—Hemos venido a arreglar las cosas y las estás complicando —lo atajó su hermano. Miki se volvió a don Rigoberto, contrito—. Queremos escucharte, tío. Aunque siempre nos duela que ayudaras a papá en ese matrimonio, te tenemos confianza. Échanos una mano, danos un consejo. Ya has oído en qué calamidades estamos, sin saber qué hacer. ¿Qué te parece que hagamos? Tú tienes mucha experiencia.

—Es mucho mejor de lo que yo me esperaba —exclamó doña Lucrecia—. Saga Falabella, Tottus, Pasarella, Deja Vu, etcétera, etcétera. Vaya, vaya, ni más ni menos que los mejores Shoppings de la capital.

—¡Y seis cines! Todos con aire acondicionado —aplaudió Fonchito—. No puedes quejarte, papá.

—Bueno —se rindió don Rigoberto—. Escojan la película menos mala posible y metámonos a un cine de una vez.

Como era todavía el comienzo de la tarde y afuera arreciaba el calor no había casi gente en las elegantes instalaciones del Centro Comercial Open Plaza. Pero, aquí adentro, el aire refrigerado era una bendición y, mientras doña Lucrecia miraba algunas vitrinas y Fonchito estudiaba las películas de la cartelera, don Rigoberto se distrajo observando los amarillos arenales que rodeaban el enorme recinto de la Universidad Nacional de Piura y los ralos algarrobos salpicados entre esas lenguas de tierra dorada donde, aunque no las veía, imaginaba a las rápidas lagartijas espiando el contorno con sus cabecitas triangulares y sus ojos legañosos en busca de insectos. ¡Qué increíble historia la de Armida! Que, huyendo del escándalo, de los abogados y de sus iracundos entenados hubiera venido a meterse a la casa de un personaje que era también la comidilla de otro escándalo descomunal y con los ingredientes más sabrosos del amarillismo periodístico, adulterio, chantajes, cartas anónimas firmadas por arañas, secuestros y falsos secuestros y, por lo visto, hasta incestos. Ahora sí estaba impaciente por conocer a Felícito Yanaqué, por escuchar a Armida y contarle la última conversación con Miki y Escobita.

En eso se le acercaron doña Lucrecia y Fonchito. Tenían dos propuestas: Piratas del Caribe II, la elección de su hijo, y Una pasión fatal, la de su mujer. Optó por los piratas, pensando que lo arrullarían mejor si conseguía dormirse una siesta que el melodrama lacrimoso que prefiguraba el otro título. ¿Hacía cuántos meses que no entraba a un cine?

—A la salida podríamos venir a esta confitería —dijo Fonchito, señalando—. ¡Qué pasteles tan ricos!

«Parece contento y excitado con este viaje», pensó don Rigoberto. Hacía mucho tiempo no veía a su hijo tan risueño y animoso. Desde las apariciones del malhadado Edilberto Torres, Fonchito se había vuelto reservado, melancólico, ido. Ahora, en Piura, parecía otra vez el chiquillo divertido, curioso y entusiasta de antaño. En el interior del flamante cine apenas había media docena de personas.

Don Rigoberto tomó aire, lo expulsó y soltó su discurso:

—Sólo tengo un consejo que darles —hablaba con solemnidad—. Hagan las paces con Armida. Acepten su matrimonio con Ismael, acéptenla a ella como su madrastra. Olvídense de la tontería de querer hacerlo anular. Negocien una compensación económica. No se engañen, nunca podrán arrebatarle todo lo que ha heredado. Su padre sabía lo que hacía y ha amarrado muy bien las cosas. Si se empeñan en esa acción judicial, terminarán rompiendo todos los puentes y no le sacarán ni un centavo. Negocien amistosamente, pacten por una cantidad que, aunque no sea la que quisieran, podría ser bastante para que vivan bien, sin trabajar y divirtiéndose, jugando al tenis, el resto de sus vidas.

—¿Y si los secuestradores la han matado, tío? —la expresión de Escobita era tan patética, que a don Rigoberto le vino un estremecimiento. En efecto: ¿y si la habían matado? ¿Qué ocurriría con esa fortuna? ¿Se quedaría en manos de los banqueros, gestores, contadores y estudios internacionales que ahora la tenían fuera del alcance no sólo de estos dos pobres diablos sino de los recolectores de impuestos del mundo entero?

—Para ti es fácil pedirnos que nos amistemos con la mujer que nos robó a papá, tío —dijo Miki, con más pena que furia—. Y que, además, se ha quedado con todo lo que la familia tenía, incluso con los muebles, vestidos y joyas de mi madre. A mi papá nosotros lo queríamos. Nos duele mucho que, a su vejez, fuera víctima de esa conspiración tan inmunda.

Don Rigoberto lo miró a los ojos y Miki sostuvo su mirada. Este pequeño sinvergüenza que había amargado los años finales de Ismael y que hacía meses los tenía a él y a Lucrecia en la cuerda floja, anclados en Lima y asfixiados de citas judiciales, se daba el lujo de tener buena conciencia.

—No hubo ninguna conspiración, Miki —dijo, despacio, procurando que la cólera no se trasluciera en sus palabras—. Tu papá se casó porque le tenía cariño a Armida. Tal vez no amor, pero sí mucho cariño. Ella fue buena con él y lo consoló cuando murió tu madre, un período muy difícil en el que Ismael se sintió muy solo.

—Y qué bien lo consoló, metiéndosele en la cama al pobre viejo —dijo Escobita. Se calló cuando Miki levantó una mano enérgica indicándole que cerrara el pico.

—Pero, sobre todo, Ismael se casó con ella por lo terriblemente decepcionado que estaba de ustedes dos —prosiguió don Rigoberto, como si, sin proponérselo, la lengua se le hubiera desatado ella sola—. Sí, sí, sé muy bien lo que les digo, sobrinos. Sé de qué hablo. Y ahora lo van a saber ustedes también, si me escuchan sin más interrupciones.

Había ido levantando la voz y los mellizos estaban ahora quietos y atentos, sorprendidos por la gravedad con que les hablaba.

—¿Quieren que les diga por qué estaba tan decepcionado de ustedes? No por ser vagos, jaranistas, borrachines y fumar marihuana y jalar coca como quien come caramelos. No, no, todo esto lo podía entender y hasta perdonarlo. Aunque, por supuesto, hubiera querido que sus hijos fueran muy distintos.

—No hemos venido a que nos insultes, tío —protestó Miki, enrojeciendo.

—Lo estaba porque se enteró que ustedes esperaban impacientes que se muriera para heredarlo. ¿Cómo lo sé? Porque me lo contó él mismo. Les puedo decir dónde, qué día y a qué hora. Y hasta las palabras exactas que empleó.

Y durante algunos minutos, con toda calma, Rigoberto les refirió aquella conversación de hacía unos meses, durante aquel almuerzo en La Rosa Náutica, en el que su jefe y amigo le contó que había decidido casarse con Armida y le pidió que fuera testigo de su boda.

—Los oyó hablar en la Clínica San Felipe, decir esas cosas estúpidas y malvadas, junto a su cama de moribundo —concluyó Rigoberto—. Ustedes precipitaron el matrimonio de Ismael con Armida, por insensibles y crueles. O, más bien, por tontos. Debieron disimular sus sentimientos por lo menos en aquellos instantes, dejar que su padre se muriera en paz, creyendo que sus hijos estaban apenados con lo que le ocurría. No empezar a celebrar su muerte cuando estaba aún vivo y oyéndolos. Ismael me dijo que oírles decir esas cosas horribles le dio fuerzas para sobrevivir, para luchar. Que ustedes lo resucitaron, no los médicos. Bueno, ya lo saben. Esa es la razón por la que su padre se casó con Armida. Y, también, por qué no serán ustedes nunca los herederos de su fortuna.

—Nosotros nunca dijimos eso que dices que él te dijo que dijimos —se atolondró Escobita, y sus palabras se convirtieron en un trabalenguas—. Eso se lo soñaría mi papá, por culpa de los remedios tan fuertes que le dieron para sacarlo del coma. Si es que nos dices la verdad y no te has inventado toda esa historia para dejarnos más jodidos de lo que estamos.

Pareció que iba a decir algo más, pero se arrepintió. Miki no decía nada y seguía mordisqueando sus uñas, tenazmente. Se le había agriado la expresión y parecía abatido. La congestión de su cara se había acentuado.

—Es probable que lo dijéramos y que él nos oyera —rectificó a su hermano con brusquedad—. Lo dijimos muchas veces, es verdad, tío. No lo queríamos porque él tampoco nos quiso nunca. Que yo recuerde, jamás le oí una palabra cariñosa. Nunca jugó con nosotros, ni nos llevó al cine o al circo, como hacían los papás de todos nuestros amigos. Creo que ni siquiera se sentó jamás a conversar con nosotros. Apenas nos hablaba. Él no quería a nadie más que a su compañía y a su trabajo. ¿Sabes una cosa? No me apena nada que supiera que lo odiábamos. Porque era la pura verdad.

—Calla, Miki, la furia te hace decir cojudeces —protestó Escobita—. No sé para qué nos has contado eso, tío.

—Por una razón muy simple, sobrino. Para que se quiten de una vez por todas esa idea absurda de que tu papá se casó con Armida porque estaba chocho, con demencia senil, porque le dieron bebedizos o le hicieron magia negra. Se casó porque se enteró que ustedes querían que se muriera cuanto antes para quedarse con su fortuna y dilapidarla. Esa es la pura y triste verdad.

—Mejor vámonos de aquí, Miki —dijo Escobita, levantándose del asiento—. ¿Ya ves por qué no quería yo venir a hacer esta visita? Te dije que en vez de ayudarnos, este terminaría por insultarnos, como la vez pasada. Y es mejor que nos vayamos, antes de que me caliente de nuevo y termine por romperle la cara de una vez a este calumniador de porquería.

—Yo no sé a ustedes pero, a mí, la película me encantó —dijo la señora Lucrecia—. Aunque sea una tontería, la pasé muy bien.

—Más que de aventuras es una película fantástica —le dio la razón Fonchito—. Lo mejor me parecieron los monstruos, las calaveras. Y no me digas que a ti no te gustó, papá. Te estuve espiando y estabas completamente concentrado en la pantalla.

—Bueno, la verdad es que no me aburrí nada —admitió don Rigoberto—. Vamos a tomar un taxi de vuelta al hotel. Está anocheciendo y se acerca el gran momento.

Regresaron al Hotel Los Portales y don Rigoberto se dio una larga ducha. Ahora que se aproximaba la hora del encuentro con Armida, le parecía que todo aquello que estaba viviendo era, en efecto, como había dicho Lucrecia, una irrealidad divertida y disparatada como la película que acababan de ver, sin el menor contacto con la realidad vivida. Pero, de pronto, un escalofrío le heló la espalda. Acaso, en estos mismos momentos, una pandilla de sicarios, de delincuentes internacionales, sabedores de la gran fortuna que había dejado Ismael Carrera, estaba torturando a Armida, arrancándole las uñas, cortándole un dedo o una oreja, vaciándole un ojo, para obligarla a cederles los millones que le pedían. O, acaso, se les habría pasado la mano y ella estaría ya muerta y enterrada. Lucrecia se duchó también, se vistió y bajaron al bar a tomar una copa. Fonchito se quedó en su cuarto viendo televisión. Dijo que no quería comer; se pediría un sándwich y se acostaría.

El bar estaba bastante lleno, pero nadie pareció prestarles la menor atención. Se sentaron en la mesita más apartada y pidieron dos whiskys con soda y hielo.

—No me creo todavía que vamos a ver a Armida —dijo doña Lucrecia—. ¿Será cierto?

—Es una sensación extraña —respondió don Rigoberto—. La de estar viviendo una ficción, un sueño que tal vez se volverá pesadilla.

—Josefita, vaya nombre el que se gasta, y qué pinta —comentó ella—. La verdad, estoy con los nervios de punta. ¿Y si todo esto fuera la trampa de unos pillos para sacarte plata, Rigoberto?

—Se llevarían un gran chasco —se rio él—. Porque tengo la cartera vacía. Pero la tal Josefita tenía pinta de todo menos de gánster, ¿no? Y lo mismo el señor Yanaqué; en el teléfono parecía el ser más inofensivo del mundo.

Terminaron el whisky, pidieron otro y, finalmente, pasaron al restaurante. Pero ninguno de los dos tenía ganas de comer de modo que, en vez de sentarse en una mesa, fueron a instalarse en la salita de la entrada. Allí estuvieron cerca de una hora, devorados por la impaciencia, sin apartar los ojos de la gente que entraba y salía del hotel.

Josefita llegó por fin, con sus ojos saltones, sus grandes aretes y sus caderas ampulosas. Vestía igual que en la mañana. Traía una expresión muy seria y ademanes conspiratorios. Se les acercó luego de explorar con sus ojos movedizos el derredor y, sin siquiera abrir la boca para decir buenas noches, con un ademán les indicó que la siguieran. Salieron tras ella a la Plaza de Armas. A don Rigoberto, que no bebía casi nunca, los dos whiskys le habían producido un ligero mareo y el airecillo de la calle lo aturdió un poco más. Josefita les hizo dar la vuelta a la plaza, pasar junto a la catedral, y luego doblar por la calle Arequipa. Las tiendas estaban ya cerradas, con las vitrinas encendidas y enrejadas, y no había muchos transeúntes en las veredas. Al llegar a la segunda cuadra, Josefita les señaló el portalón de una casa antigua, de ventanas con las cortinas bajas y, siempre sin decir palabra, les hizo adiós con la mano. La vieron alejarse de prisa, contoneándose, sin volver la cabeza. Don Rigoberto y doña Lucrecia se acercaron a la gran puerta con clavos, pero, antes de que tocaran, aquella se abrió y una vocecita masculina muy respetuosa murmuró: «Pasen, pasen, por favor».

Entraron. En un vestíbulo mal iluminado, con un único foco que el aire de la calle mecía, los recibió un hombre pequeñito y enclenque, enfundado en un terno entallado, con chaleco. Les hizo una gran reverencia a la vez que les estiraba una manecita de niño:

—Mucho gusto, bienvenidos a esta casa. Felícito Yanaqué, para servirlos. Pasen, pasen.

Cerró la puerta de calle y los guio por el vestíbulo en sombras hacia una salita que estaba también en la penumbra, donde había un aparato de televisión y una pequeña estantería con discos compactos. Don Rigoberto vio que una silueta femenina emergía de uno de los sillones. Reconoció a Armida. Antes de que pudiera saludarla, se le adelantó doña Lucrecia y él vio que su mujer abrazaba a la viuda de Ismael Carrera con fuerza. Ambas mujeres se echaron a llorar, como dos íntimas amigas que se reencuentran luego de muchos años de ausencia. Cuando le tocó el turno de saludarla, Armida alcanzó a don Rigoberto su mejilla para que se la besara. Lo hizo, murmurando: «Qué gusto verte sana y salva, Armida». Ella les agradecía que hubieran venido, Dios se lo pagaría, Ismael también se lo agradecía allá donde estuviera.

—Qué aventura, Armida —dijo Rigoberto—. Supongo que sabes que eres la mujer más buscada del Perú. La más famosa, también. Sales en la televisión mañana y tarde y todo el mundo cree que te tienen secuestrada.

—No tengo palabras para agradecerles que se hayan dado el trabajo de venir a Piura —se secaba ella las lágrimas—. Necesito que me ayuden. Ya no podía seguir más en Lima. Esas citas donde los abogados, los notarios, los encuentros con los hijos de Ismael, me estaban enloqueciendo. Necesitaba un poco de calma, para poder pensar. No sé qué hubiera hecho sin Gertrudis y Felícito. Esta es mi hermana y Felícito es mi cuñado.

Una forma un tanto contrahecha compareció de entre las sombras de la habitación. La mujer, embutida en una túnica, les extendió una mano gruesa y sudorosa y los saludó con una inclinación de cabeza, sin decir palabra. Junto a ella, el hombrecito que, por lo visto, era su marido, se veía todavía más menudo, casi un gnomo. Tenía en sus manos una bandeja con vasos y botellas de gaseosas:

—Les he preparado un pequeño refrigerio. Sírvanse, por favor.

—Tenemos tanto que conversar, Armida —dijo don Rigoberto—, que no sé por dónde comenzar.

—Lo mejor será por el principio —dijo Armida—. Pero, siéntense, siéntense. Estarán con hambre. Gertrudis y yo les hemos preparado también algo de comer.