«No ha llorado ni una sola vez», pensó Felícito Yanaqué. En efecto, ni una sola. Pero Gertrudis había enmudecido. No había vuelto a abrir la boca, al menos con él, ni con Saturnina, la sirvienta. Tal vez hablaba con su hermana Armida, a la que, desde su intempestiva llegada a Piura, había instalado en el que era antaño el cuarto donde Tiburcio y Miguel dormían de churres y jóvenes antes de irse a vivir por su cuenta.
Gertrudis y Armida habían pasado largas horas encerradas allí y era imposible que en todo ese tiempo no hubieran cruzado palabra entre ellas. Pero, desde que Felícito, la tarde de la víspera, al volver de donde la adivinadora Adelaida comunicó a su mujer que la policía había descubierto que la arañita del chantaje era Miguel y que su hijo estaba ya preso y había confesado todo, Gertrudis enmudeció. No volvió a abrir la boca delante de él. (Felícito, desde luego, no le había mencionado para nada a Mabel). A Gertrudis se le encendieron y angustiaron los ojos, eso sí, y entrecruzó las manos como rezando. En esa postura la había visto Felícito todas las veces que estuvieron juntos en las últimas veinticuatro horas. Mientras le resumía la historia que le contó la policía, ocultándole siempre el nombre de Mabel, su mujer no le preguntó nada, ni hizo el menor comentario, ni respondió a las pocas preguntas que él le formuló. Permaneció allí, sentada en la penumbra de la salita de la televisión, muda, replegada en sí misma como uno de los muebles, mirándolo con esos ojos brillantes y desconfiados, las manos cruzadas, inmóvil como un ídolo pagano. Luego, cuando Felícito la previno que muy pronto la noticia se haría pública y caerían los periodistas como moscas a la casa, de modo que no se debía abrir la puerta ni contestar el teléfono a ningún periódico, radio o televisión, ella se puso de pie y, siempre sin decir palabra, se fue a encerrar en el cuarto de su hermana. A Felícito le llamó la atención que Gertrudis no hubiera intentado ir de inmediato a ver a Miguel a la comisaría o a la cárcel. Así como su mudez. ¿Esa huelga de silencio era sólo con él? Tenía que haber hablado con Armida pues, en la noche, a la hora de la comida, cuando Felícito la saludó, aquella parecía al corriente de lo sucedido.
—Siento mucho haber venido a molestarlos precisamente en estos momentos tan duros para ustedes —le dijo, estirándole la mano, la elegante señora a la que él se resistía a llamar cuñada—. Es que no tenía dónde ir. Sólo será por unos días, le prometo. Le pido mil disculpas por invadir así su casa, Felícito.
No podía dar crédito a sus ojos. ¿Esta señora tan vistosa, tan bien trajeada y enjoyada, hermana de Gertrudis? Parecía mucho más joven que ella y sus vestidos, sus zapatos, sus anillos, sus aretes, su reloj, eran los de una de esas señoras ricachonas que vivían en las casonas con jardines y piscinas de El Chipe, no de alguien que hubiera salido de El Algarrobo, esa pensión de mala muerte de un arrabal piurano.
En la comida de esa noche, Gertrudis no probó bocado ni pronunció palabra. Saturnina retiró, intactos, el caldo de cabellos de ángel y el arroz con pollo. Toda la tarde y buena parte de la noche se sucedieron las llamadas a la puerta y vibró sin tregua la campanilla del teléfono, pese a que nadie abría ni levantaba el auricular. Felícito espiaba de cuando en cuando a través de las cortinillas de la ventana: ahí seguían esos cuervos hambrientos de carroña con sus cámaras, agolpados en la vereda y en la pista de la calle Arequipa, esperando que alguien saliera para caerle encima. Pero sólo salió Saturnina, que era sirvienta cama afuera, ya tarde en la noche, y Felícito la vio defenderse del asalto alzando los brazos, tapándose la cara ante los relámpagos de los flashes y echando a correr.
Solo en la salita, vio las noticias de la televisión local y escuchó las radios donde se propalaba la noticia. En la pantalla apareció Miguel, serio, despeinado y esposado, vestido con buzo y zapatillas de básquet, y también Mabel, ella sin esposas, mirando asustada los estallidos de luz de las cámaras fotográficas. Felícito agradeció en sus adentros que Gertrudis se hubiera ido a refugiar a su dormitorio y no viera, sentada a su lado, esos noticiarios donde se destacaba con morbo que su querida, de nombre Mabel, a la que había puesto casa chiquita en el distrito de Castilla, le había sacado la vuelta con su propio hijo y fraguado con este una conspiración para chantajearlo, enviándole las famosas cartas de la arañita y provocando un incendio en el local de Transportes Narihualá.
Veía y escuchaba todo eso con el corazón encogido y las manos húmedas, sintiendo el anuncio de otro vértigo semejante al que le hizo perder el sentido donde Adelaida, pero, al mismo tiempo, con la curiosa sensación de que todo eso estaba ya muy lejano y le era ajeno. No tenía nada que ver con él. Ni siquiera se sintió aludido cuando asomó en la pantalla su propia imagen, mientras el presentador hablaba de su querida Mabel (a la que llamó «la amancebada»), de su hijo Miguel y de su empresa de transportes. Era como si se hubiera desprendido de sí mismo y el Felícito Yanaqué de las imágenes televisivas y las noticias de la radio fuera alguien que usurpaba su nombre y su cara.
Cuando ya estaba acostado, sin poder dormir, sintió los pasos de Gertrudis en el dormitorio de al lado. Vio el reloj: cerca de la una de la madrugada. Que él recordara, su mujer nunca había trasnochado tanto. No pudo dormir, se pasó la noche en vela, a ratos pensando pero la mayor parte del tiempo con la mente en blanco, atento a los latidos de su corazón. A la hora del desayuno, Gertrudis continuaba muda; sólo probó una taza de té. Al poco rato, llamada por Felícito, llegó Josefita a darle cuenta de lo que ocurría en la oficina y a que él le hiciera encargos y dictara cartas. Traía un mensaje de Tiburcio, que estaba en Tumbes. Al enterarse de las noticias, llamó varias veces, pero nadie respondía. Era chofer del ómnibus de pasajeros de esa ruta y apenas llegara a Piura correría a casa de sus padres. Su secretaria parecía tan turbada con las noticias que Felícito casi no la reconocía; evitaba mirarlo a los ojos y el único comentario que hizo fue lo pesados que eran esos reporteros, la habían enloquecido la víspera en la oficina y ahora la rodearon al llegar a la casa, sin permitirle acercarse a la puerta por un buen rato, aunque ella les gritaba que no tenía nada que decir, no sabía nada, sólo era la secretaria del señor Yanaqué. Le hacían las preguntas más impertinentes, pero, por supuesto, ella no les soltó ni una palabra. Cuando Josefita partió, Felícito vio por la ventanilla que era asaltada una vez más por el puñado de hombres y mujeres con grabadoras y cámaras apiñado en las veredas de la calle Arequipa.
A la hora del almuerzo, Gertrudis se sentó a la mesa con Armida y con él, pero tampoco probó bocado ni le dirigió la palabra. Tenía los ojos como unas ascuas y las manos siempre apretadas. ¿Qué ocurría en su cabeza desgreñada? Se le ocurrió que estaba dormida, que las noticias sobre Miguel la habían vuelto una sonámbula.
—Qué terrible, Felícito, lo que les está pasando —se disculpó una cariacontecida Armida una vez más—. Si hubiera sabido todo esto, jamás les hubiera caído así, de sopetón. Pero, como le dije ayer, no tenía dónde ir. Me encuentro en una situación muy difícil y necesitaba esconderme. Se lo explicaré con todo detalle cuando usted quiera. Ya sé que ahora tiene otras preocupaciones más importantes en la cabeza. Por lo menos, créame eso: no me quedaré muchos días más.
—Sí, ya me contará lo que quiera, pero mejor después —asintió él—. Cuando pase un poco esta tormenta que ahora nos sacude. Qué mala suerte, Armida. Venir a esconderse justamente aquí, donde están concentrados todos los periodistas de Piura por culpa de este escandalazo. Me siento preso en mi propia casa por culpa de esas cámaras y grabadoras.
La hermana de Gertrudis asentía, con una media sonrisa comprensiva:
—Yo ya he pasado por eso y sé lo que es —la oyó decir y no entendió a qué se refería. Pero no le pidió que se lo explicara.
Por fin, ese atardecer, después de mucho cavilar, Felícito decidió que había llegado el momento. Pidió a Gertrudis que fueran a la salita de la televisión: «Tenemos que conversar tú y yo a solas», le dijo. Armida se retiró de inmediato a su dormitorio. Gertrudis siguió dócilmente a su marido a la habitación contigua. Ahora, ella estaba instalada en un sillón, en la penumbra, quieta, amorfa y muda, frente a él. Lo miraba pero no parecía verlo.
—Yo no creí que llegara nunca la ocasión de que habláramos de esto que ahora vamos a hablar —comenzó Felícito, de manera muy suave. Notó, sorprendido, que le temblaba la voz.
Gertrudis no se movió. Estaba embutida en el vestido incoloro que parecía un cruce entre una bata y una túnica y lo miraba como si él no estuviera allí con esas pupilas que destellaban con fuego tranquilo en su cara mofletuda, de boca grande pero inexpresiva. Tenía las manos sobre la falda, ceñidas con fuerza, como si estuviera resistiendo un tremendo dolor de estómago.
—Desde el primer momento tuve la sospecha —prosiguió el transportista, haciendo fuerzas para dominar el nerviosismo que se había apoderado de él—. Pero no te lo dije para no avergonzarte. Me lo hubiera llevado a la tumba, si no hubiera pasado esto que ha pasado.
Se dio un respiro, suspirando hondo. Su mujer no se había movido ni un milímetro y tampoco había pestañeado ni una sola vez. Parecía petrificada. Un moscardón invisible comenzó a zumbar en algún lugar del cuarto, a toparse con el techo y las paredes. Saturnina regaba el jardincito y se oía el chasquear del agua de la regadera sobre las plantas.
—Quiero decir —continuó, subrayando cada sílaba— que tú y tu madre me engañaron. Aquella vez, allá en El Algarrobo. Ahora, ya no me importa. Han pasado muchos años y, te aseguro, hoy me da lo mismo descubrir que tú y la Mandona me contaran el cuento. Lo único que quiero, para morirme tranquilo, es que me lo confirmes, Gertrudis.
Se calló y esperó. Ella seguía en la misma postura, inconmovible, pero Felícito advirtió que una de las zapatillas de levantarse en las que su mujer tenía los pies se había desplazado ligeramente hacia un costado. Por lo menos allí había vida. Al cabo de un rato, Gertrudis separó los labios y emitió una frase que semejaba un gruñido:
—¿Que te confirme qué, Felícito?
—Que Miguel no es ni fue nunca mi hijo —dijo él, subiendo un poquito la voz—. Que estabas embarazada de otro cuando tú y la Mandona, esa mañana en la pensión El Algarrobo, me vinieron a hablar y me hicieron creer que yo era el padre. Después de denunciarme a la policía para obligarme a que me casara contigo.
Al terminar la frase se sintió desagradado y harto, como después de haber comido algo indigesto o tomado un potito de chicha muy fermentada.
—Yo creí que tú eras el padre —dijo Gertrudis, con absoluta serenidad. Hablaba sin enojarse, con el desgano con que se refería siempre a todo, salvo a las cosas de la religión. Y, luego de una larga pausa, añadió de la misma manera neutral y desinteresada—: Ni yo ni mi mamá tuvimos la intención de engañarte. Yo estaba segura entonces de que tú eras el padre del churre que tenía en la barriga.
—¿Y cuándo te diste cuenta que no era mío? —preguntó Felícito, con una energía que comenzaba a ser furia.
—Sólo cuando Miguelito nació —reconoció Gertrudis, sin que la voz se le alterara lo más mínimo—. Cuando lo vi tan blanco, con esos ojos claritos y sus pelitos medio rubios. No podía ser el hijo de un cholo chulucano como tú.
Se calló y siguió mirando a los ojos a su marido con la misma impasibilidad. Felícito pensó que Gertrudis parecía estar hablándole desde el fondo del agua o desde una urna de cristales espesos. La sentía separada de él por algo infranqueable e invisible, pese a estar sólo a un metro de distancia.
—Un verdadero hijo de siete leches, no es de extrañar que me hiciera lo que me hizo —murmuró entre dientes—. ¿Y supiste entonces quién era el verdadero padre de Miguel?
Su mujer suspiró y encogió los hombros con un gesto que podía ser de desinterés o de cansancio. Negó dos o tres veces con la cabeza, encogiendo los hombros.
—¿Con cuántos de la pensión El Algarrobo te acostabas, pues, che guá? —Felícito sentía un nudo en la garganta y quería que aquello terminara de una vez.
—Con todos los que mi mamá me metía a la cama —gruñó Gertrudis, lenta y concisa. Y, suspirando de nuevo con aire de infinita fatiga, precisó—: Muchos. No todos pensionistas. También, a veces, tipos de la calle.
—¿La Mandona te los metía? —le costaba trabajo hablar y le zumbaba la cabeza.
Gertrudis permanecía quieta, indistinta, una silueta sin aristas, siempre con las manos apretadas. Lo miraba con esa fijeza ausente, luminosa y tranquila, que a Felícito lo turbaba cada instante más.
—Ella los escogía y también les cobraba, no yo —añadió su mujer, con un leve cambio de matiz en la voz. Ahora no parecía sólo informarlo, también desafiarlo—. Quién sería el padre de Miguel. No lo sé. Algún blanquito, uno de esos gringuitos que pasaban por El Algarrobo. Tal vez uno de los yugoeslavos que llegaron a trabajar en la irrigación del Chira. Venían a Piura a emborracharse los fines de semana y caían por la pensión.
Felícito lamentó este diálogo. ¿Se había equivocado sacando a flote el tema que lo había perseguido como su sombra toda la vida? Ahora estaba allí, en medio de ellos, y no sabía cómo quitárselo de encima. Lo sentía como un tremendo estorbo, un intruso que nunca más saldría de esta casa.
—¿Cuántos fueron los que te metió a la cama la Mandona? —rugió. Estaba seguro de que en cualquier momento iba a tener otro desmayo o a vomitar—. ¿A todo Piura?
—No los conté —dijo Gertrudis, sin alterarse, haciendo una mueca despectiva—. Pero, ya que te interesa saberlo, te repito que muchos. Yo me cuidaba como podía. No sabía mucho de eso, entonces. Las lavativas que me ponía a diario me servían, creía yo, me lo había dicho mi mamá. Con Miguel, algo pasó. Me descuidaría, tal vez. Yo quería abortar donde una comadrona medio bruja que había en el barrio. Le decían la Mariposa, tal vez la conociste. Pero la Mandona no me lo permitió. Ella se invencionó con la idea del matrimonio. Yo tampoco quería casarme contigo, Felícito. Siempre supe que a tu lado nunca sería feliz. Fue mi mamá la que me obligó.
El transportista ya no supo qué decir. Se quedó quieto frente a su mujer, pensando. Qué ridícula situación, estar allí sentados uno frente a otro, paralizados, silenciados por un pasado tan feo que resucitaba de pronto para añadir deshonor, vergüenza, dolor, verdades amargas a la desgracia que acababa de ocurrir con su falso hijo y con Mabel.
—Yo he estado pagando mis culpas todos estos años, Felícito —oyó que decía Gertrudis, casi sin mover los gruesos labios, sin quitarle ni un segundo los ojos de encima aunque siempre sin verlo, hablando como si él no estuviera allí—. Llevando mi cruz calladita. Sabiendo muy bien que los pecados que uno comete tiene que pagarlos. No sólo en la otra vida, también en esta. Lo he aceptado. Me he arrepentido por mí y también por la Mandona. He pagado por mí y por mi mamá. A ella ya no le tengo el gran rencor que le tenía de joven. Sigo pagando y ojalá que con tanto sufrimiento el Señor Jesucristo me perdone tantos pecados.
Felícito quería que ella se callara de una vez e irse. Pero no tenía fuerzas para levantarse y salir de la habitación. Le temblaban mucho las piernas. «Quisiera ser ese moscardón que zumba, no yo», pensaba.
—Tú me has ayudado a pagarlos, Felícito —continuó su mujer, bajando un poco la voz—. Y te lo agradezco. Por eso nunca te dije nada. Por eso no te hice jamás una escena de celos ni te hice preguntas que te hubieran molestado. Por eso nunca me di por enterada de que te habías enamorado de otra mujer, que tenías una amante que, a diferencia de mí, no era vieja y fea, sino joven y bonita. Por eso nunca me quejé de la existencia de Mabel ni te hice un solo reproche. Porque Mabel me ayudaba también a pagar mis culpas.
Se calló, esperando que el transportista dijera algo, pero como este no abría la boca, añadió:
—Yo tampoco creí que tendríamos nunca esta conversación, Felícito. Tú la quisiste, no yo.
Hizo de nuevo una larga pausa y murmuró, haciendo una señal de la cruz en el aire con sus dedos nudosos:
—Ahora, esto que te hizo Miguel es la penitencia que te toca pagar a ti. Y también a mí.
Con la última palabra, Gertrudis se levantó con una agilidad que Felícito no le recordaba y salió de la habitación, arrastrando los pies. Él permaneció sentado en la salita de la televisión, sin oír los ruidos, las voces, los bocinazos, el trajín de la calle Arequipa, ni los motores de los mototaxis, sumido en un sopor denso, en una desesperanza y tristeza que no lo dejaban pensar y lo privaban de la energía mínima para ponerse de pie. Quería hacerlo, quería salir de esta casa aunque al pisar la calle los periodistas le cayeran encima con sus preguntas implacables, cada cual más estúpida que la otra, irse al malecón Eguiguren y sentarse a ver correr las aguas marrones y grises del río, curiosear las nubes del cielo y respirar el airecito caliente de la tarde oyendo los silbidos de los pájaros. Pero no intentaba moverse porque las piernas no le iban a obedecer o el vértigo lo tumbaría a la alfombra. Le horrorizaba pensar que su padre, desde la otra vida, podía haber escuchado el diálogo que acababa de tener con su mujer.
No supo cuánto estuvo en ese estado de somnolencia viscosa, sintiendo pasar el tiempo, avergonzado y apiadado de sí mismo, de Gertrudis, de Mabel, de Miguel, del mundo entero. De tanto en tanto, como un rayito de luz clara, asomaba en su cabeza la cara de su padre y esa imagen fugaz lo aliviaba un instante. «Si usted hubiera estado vivo y se enteraba de todo esto, se moría otra vez», pensó.
De pronto, advirtió que Tiburcio había entrado a la habitación sin que él lo notara. Estaba arrodillado junto a él, cogiéndolo de los brazos y mirándolo con susto.
—Estoy bien, no te preocupes —lo tranquilizó—. Me quedé dormido un ratito, nomás.
—¿Quiere que le llame a un médico? —su hijo estaba con el overol azul y el gorrito del uniforme de los choferes de la compañía; en la visera se leía: «Transportes Narihualá». Llevaba en la mano los guantes de cuero sin curtir que se ponía para manejar los ómnibus—. Está usted muy pálido, padre.
—¿Acabas de llegar de Tumbes? —le respondió—. ¿El pasaje fue bueno?
—Casi lleno y tantisísima carga —asintió Tiburcio. Seguía con cara de susto y lo escudriñaba, como tratando de arrancarle un secreto. Era evidente que hubiera querido hacerle muchas preguntas, pero no se atrevía. Felícito se compadeció también de él.
—Oí la noticia de Miguel por la radio, allá en Tumbes —dijo Tiburcio, confuso—. No podía creérmelo. Llamé mil veces a esta casa pero nadie contestaba el teléfono. No sé cómo he podido manejar hasta aquí. ¿Usted cree que sea verdad eso que dice la policía de mi hermano?
Felícito estuvo a punto de interrumpirlo para decirle «No es tu hermano», pero se contuvo. ¿Acaso Miguel y Tiburcio no eran hermanos? A medias, pero lo eran.
—Puede ser mentira, yo creo que son mentiras —decía ahora Tiburcio, agitado, sin levantarse del suelo, teniendo siempre a su padre cogido de los brazos—. La policía le puede haber arrancado una falsa confesión, moliéndolo a golpes. Torturándolo. Ellos hacen esas cosas, ya se sabe.
—No, Tiburcio. Es verdad —dijo Felícito—. Él era la arañita. Él tramó todo eso. Ha confesado porque ella, su cómplice, lo denunció. Ahora te voy a pedir un gran favor, hijo. No hablemos más de esto. Nunca más. Ni de Miguel, ni de la arañita. Para mí, es como si tu hermano hubiera dejado de existir. Mejor dicho, como si nunca hubiera existido. No quiero que se lo nombre en esta casa. Nunca más. Tú puedes hacer lo que quieras. Ir a verlo, si te parece. Llevarle comida, conseguirle un abogado, lo que sea. No me importa. No sé qué querrá hacer tu madre. A mí no me cuenten nada. No quiero saber. En mí delante, jamás se lo nombrará. Maldigo su nombre y se acabó. Ahora, ayúdame a levantarme, Tiburcio. No sé por qué, pero es como si las piernas de repente se me hubieran puesto respondonas.
Tiburcio se puso de pie y, sujetándolo de los dos brazos, lo levantó sin esfuerzo.
—Te voy a pedir que me acompañes a la oficina —dijo Felícito—. La vida tiene que seguir. Hay que retomar el trabajo, tenemos que levantar a la compañía que ha quedado tan fregada. No sólo la familia está sufriendo con esto, hijo. También Transportes Narihualá. Hay que ponerla a caminar de nuevo.
—La calle está llena de periodistas —lo alertó Tiburcio—. Me cayeron como una mancha cuando llegué y no me dejaban pasar. Por poco me agarro a trompadas con uno de ellos.
—Tú me ayudarás a zafarme de esos pesados, Tiburcio —miró a su hijo a los ojos y, haciéndole un cariño torpe en la cara, dulcificó la voz—: Te agradezco que no hayas nombrado a Mabel, hijo. Que ni me hayas preguntado por esa mujer. Eres un buen hijo, tú.
Se cogió del brazo del muchacho y avanzó con él hacia la salida. Apenas se abrió la puerta de la calle, estalló un alboroto y tuvo que pestañear ante los flashes. «No tengo nada que declarar, señores, muchas gracias», repitió dos, tres, diez veces, mientras, prendido del brazo de Tiburcio, avanzaba con dificultad por la calle Arequipa, acosado, empujado, zarandeado por el enjambre de periodistas que se quitaban uno a otro las palabras y le metían por la cara los micrófonos, las cámaras, las libretas y los lápices. Le hacían preguntas que no alcanzaba a entender. Iba repitiendo, cada cierto tiempo, como un estribillo: «No tengo nada que declarar, señoras, señores, muchas gracias». Lo escoltaron hasta Transportes Narihualá, pero no entraron al local porque el guardián les cerró el portón en las narices. Cuando se sentó ante la tabla colocada sobre dos barriles en que había quedado convertido su escritorio, Tiburcio le alcanzó un vaso de agua.
—¿Y esa señora tan elegante que se llama Armida, usted la conocía, padre? —le preguntó—. ¿Sabía que mi mamá tenía una hermana allá en Lima? A nosotros nunca nos contó.
Él negó con la cabeza y se llevó un dedo a la boca:
—Un gran misterio, Tiburcio. Ha venido a esconderse aquí porque parece que en Lima la andan persiguiendo, que hasta la quieren matar. Mejor olvídate de ella y no le digas a nadie que la has visto. Ya tenemos bastantes líos encima para heredar también los de mi cuñada.
Haciendo un esfuerzo descomunal, se puso a trabajar. A revisar las cuentas, las letras, los vencimientos, los gastos corrientes, los ingresos, las facturas, los pagos a los proveedores, las cobranzas. Al mismo tiempo, en el fondo de su cabeza, iba trazando un plan de acción para los días siguientes. Y al cabo de un rato empezó a sentirse mejor, a sospechar que era posible ganar esta dificilísima batalla. De pronto, le entraron unas ganas enormes de escuchar la vocecita templada y tierna de Cecilia Barraza. Lástima no tener en la oficina algunos discos de ella, canciones como Cardo y Ceniza, Inocente amor, Cariño bonito o Toro mata, y un aparato donde oírlos. Apenas mejoraran las cosas, se lo compraría. Las tardes o noches que se quedara a trabajar en la oficina, ya rehabilitada de los estragos del incendio, en momentos como este pondría en la disquera una serie de discos de su cantante favorita. Se olvidaría de todo y se sentiría alegre, o triste, y siempre emocionado por aquella vocecita que sabía sacarle al vals, a las marineras, a las polcas, a los pregones, a toda la música criolla los sentimientos más delicados que escondía en su entraña.
Cuando dejó el local de Transportes Narihualá era noche cerrada. No había periodistas en la avenida; el guardián le dijo que, cansados de esperarlo, se habían dispersado hacía rato. Tiburcio había partido también, a instancias suyas, hacía más de una hora. Remontó la calle Arequipa, con poca gente ya, sin mirar a nadie, buscando las sombras para que no lo reconocieran. Felizmente, nadie lo detuvo ni le metió conversación en el camino. En su casa, Armida y Gertrudis ya dormían, o por lo menos no las sintió. Fue a la salita de la televisión y puso unos discos compactos, con el volumen bajito. Y estuvo acaso un par de horas, sentado en la oscuridad, distraído y conmovido, no libre del todo de las preocupaciones pero sí aliviado algo de ellas por las canciones que interpretaba para él en esa intimidad Cecilia Barraza. Su voz era un bálsamo, un agua fresquita y cristalina en la que su cuerpo y su alma se hundían, se limpiaban, se serenaban, gozaban, y algo sano, dulce, optimista, brotaba de lo más recóndito de sí mismo. Procuraba no pensar en Mabel, no acordarse de los momentos tan intensos, tan alegres, que había pasado junto a ella en estos ocho años, recordar sólo que lo había traicionado, que se había acostado con Miguel y conspirado con él, enviándole las cartas de la arañita, fingiendo un secuestro, quemando su oficina. Eso era lo único que debía recordar para que la idea de que nunca más la vería no fuera tan amarga.
A la mañana siguiente, muy temprano, se levantó, hizo los ejercicios de Qi Gong, recordando al pulpero Lau como solía ocurrirle durante esa rutina obligatoria del despertar, tomó su desayuno y partió a su oficina antes de que los periodistas dormilones llegaran a la puerta de su casa para continuar la cacería. Josefita ya estaba allí y se alegró mucho al verlo.
—Qué bueno que haya vuelto a la oficina, don Felícito —le dijo, aplaudiendo—. Ya se lo estaba extrañando por aquí.
—No podía seguir tomando vacaciones —le respondió, quitándose el sombrero y el saco e instalándose ante el tablón—. Basta de escándalos y de tonterías, Josefita. A partir de hoy, a trabajar. Eso es lo que a mí me gusta, lo que he hecho toda mi vida y lo que haré en adelante.
Adivinó que su secretaria quería decirle algo, pero no acababa de animarse. ¿Qué le pasaba a Josefita? Estaba distinta. Más arreglada y maquillada que de costumbre, vestida con gracia y coquetería. En su cara surgían de tanto en tanto unas sonrisitas y rubores maliciosos y le pareció que, al caminar, movía un poco más las caderas que antes.
—Si quiere confiarme algún secreto, le aseguro que soy una tumba, Josefita. Y si se trata de alguna pena de amor, encantado de ser su paño de lágrimas.
—Es que no sé qué hacer, don Felícito —bajó ella la voz, ruborizándose de pies a cabeza. Acercó la cara a su jefe y le susurró haciendo ojitos de niña cándida—: Fíjese que el capitán ese de la policía me sigue llamando por teléfono. ¿Para qué cree? ¡Para invitarme a salir, por supuesto!
—¿El capitán Silva? —simuló asombrarse el transportista—. Ya me sospechaba yo que había hecho usted esa conquista. ¡Che guá, Josefita!
—Pues así parece, don Felícito —añadió su secretaria, haciendo un púdico dengue y disforzándose—. Me echa toda clase de flores vez que me llama por teléfono, usted no se figura las cosas que me dice. ¡Qué frescura de hombre! Me da una vergüenza que no sabe. Sí, sí, quiere invitarme a salir. Yo no sé qué hacer. ¿Usted qué me aconsejaría?
—Pues, no sé qué decirle, Josefita. Desde luego, no me sorprende que haya hecho esa conquista. Es usted una mujer muy atractiva.
—Pero un poco gorda, don Felícito —se quejó ella, haciendo un falso puchero—. Aunque, por lo que me dijo, para el capitán Silva eso no es un problema. Me aseguró que no le gustan esas siluetas desnutridas de las chicas de la publicidad, sino las mujeres bien despachaditas, como yo.
Felícito Yanaqué se echó a reír y ella lo imitó. Era la primera vez que el transportista se reía así desde que se enteró de las malas noticias.
—¿Ha averiguado si el capitán es casado, por lo menos, Josefita?
—Me ha asegurado que es soltero y sin compromiso. Pero quién sabe cómo será, los hombres se pasan la vida contándonos el cuento a las mujeres.
—Trataré de averiguarlo, déjelo por mi cuenta —le ofreció Felícito—. Mientras tanto, diviértase y sáquele el jugo a la vida, que bien se lo merece. Sea usted feliz, Josefita.
Estuvo inspeccionando la partida de los colectivos, los autobuses y las camionetas, el despacho de encomiendas, y, a media mañana, fue a la cita que tenía con el doctor Hildebrando Castro Pozo, en su minúsculo y atestado estudio de la calle Lima. Era abogado de su empresa de transportes y se ocupaba de todos los asuntos legales de Felícito Yanaqué desde hacía varios años. Le explicó con lujo de detalles lo que tenía en la cabeza y el doctor Castro Pozo fue tomando nota de todo lo que él decía en su libretita pigmea de costumbre, en la que escribía con un lápiz tan diminuto como él. Era un hombre pequeño, de chaleco y corbata, atildado, sesentón, vivo, enérgico, amable, lacónico, un profesional modesto pero efectivo, nada carero. Su padre había sido un famoso luchador social, defensor de campesinos, que pasó por la cárcel y el exilio, y autor de un libro sobre las comunidades indígenas que lo hizo famoso. Estuvo en el Congreso como diputado. Cuando Felícito terminó de explicarle lo que quería, el doctor Castro Pozo lo examinó, complacido:
—Claro que es factible, don Felícito —exclamó, jugueteando con su lapicito—. Pero, déjeme estudiar el asunto con calma y darle todas las vueltas legales, para avanzar sobre seguro. Me tomará un par de días a lo más. ¿Sabe usted una cosa? Eso que quiere hacer confirma con creces lo que siempre he pensado de usted.
—¿Y qué ha pensado usted de mí, doctor Castro Pozo?
—Que es usted un hombre ético, don Felícito. Ético hasta las uñas de los pies. Uno de los pocos que he conocido, la verdad.
Intrigado, ¿qué querría decir eso de «un hombre ético»?, Felícito se dijo que tendría que comprarse un diccionario un día de estos. Todo el tiempo estaba escuchando palabras cuyo significado ignoraba. Y le daba vergüenza ir preguntando a la gente lo que querían decir. Fue a su casa a almorzar. Aunque encontró allí apostados a los periodistas, ni siquiera se detuvo a decirles que no daría entrevistas. Pasó a su lado, saludándolos con una inclinación de cabeza, sin responder a las preguntas que le hacían, atropellándose.
Luego del almuerzo, Armida le pidió que conversaran a solas un momento. Pero, para sorpresa de Felícito, cuando él y su cuñada se retiraron a la salita de la televisión, Gertrudis, de nuevo enclaustrada en la mudez, los siguió. Se sentó en uno de los sillones y allí se quedó todo el tiempo que duró la larga conversación entre Armida y el transportista, escuchando, sin interrumpirlos ni una vez.
—Le parecerá raro que, desde que llegué, siga con el mismo vestido —empezó su cuñada de la manera más banal.
—Si quiere que le sea franco, Armida, todo me parece raro en este asunto, no sólo que no se cambie de vestido. Por lo pronto, que aparezca usted así, de repente. Gertrudis y yo llevamos no sé cuántos años de casados y, hasta hace pocos días, creo que nunca me habló de la existencia de usted. ¿Quiere algo más raro que eso?
—No me cambio, porque no tengo nada más que ponerme —prosiguió su cuñada, como si no lo hubiera oído—. Salí de Lima con lo que llevaba puesto. Traté de probarme un vestido de Gertrudis, pero me bailaba. En fin, debería empezar esta historia por el principio.
—Explíqueme por lo menos una cosa —le pidió Felícito—. Porque Gertrudis, como habrá visto, se ha quedado muda y nunca me lo va a explicar. ¿Ustedes son hermanas de padre y madre?
Armida se movió en el asiento, desconcertada, sin saber qué responder. Miró a Gertrudis en busca de ayuda, pero esta seguía callada, replegada en sí misma como uno de esos moluscos de nombres raros que ofrecían en el Mercado Central las vendedoras de pescado. Su expresión era de total indolencia, como si nada de lo que oía tuviera que ver con ella. Aunque no les quitaba los ojos de encima.
—No lo sabemos —dijo por fin Armida, señalando con el mentón a su hermana—. Hemos hablado mucho de eso las dos en estos tres días.
—Ah, o sea, con usted Gertrudis habla. Tiene más suerte que yo.
—Somos hermanas de madre, eso es lo único seguro —afirmó Armida, retomando poco a poco el control de sí misma—. Ella me lleva unos cuantos años. Pero ninguna de las dos recordamos a nuestro padre. Tal vez era el mismo. Tal vez no. Ya no hay a quién preguntárselo, Felícito. Cuando las dos empezamos a tener recuerdos, la Mandona, ¿así le decían a mi mamá, recuerda?, ya no tenía marido.
—¿Usted también vivió en la pensión El Algarrobo?
—Hasta los quince años —asintió Armida—. No era todavía una pensión, sólo un tambo para arrieros, en pleno arenal. A los quince me fui a Lima a buscar trabajo. No fue nada fácil. Pasé muchas pellejerías, peores de las que se puede imaginar. Pero Gertrudis y yo nunca perdimos el contacto. Le escribía de vez en cuando, aunque ella me contestaba a la muerte de un obispo. Nunca se le dio eso de escribir cartas. Es que Gertrudis sólo hizo dos o tres años de colegio. Yo tuve más suerte, yo acabé la primaria completa. La Mandona se preocupó de que fuera al colegio. En cambio, a Gertrudis la puso a trabajar muy pronto en la pensión.
Felícito se volvió a su mujer.
—No entiendo por qué no me contaste que tenías una hermana —le dijo.
Pero ella lo siguió mirando como a través del agua, sin contestarle.
—Yo le voy a decir por qué, Felícito —intervino Armida—. A Gertrudis le daba vergüenza que supiera que su hermana trabajaba en Lima como sirvienta. Sobre todo después de casarse con usted y volverse una persona decente.
—¿Usted ha sido empleada doméstica? —se extrañó el transportista, mirando el vestido de su cuñada.
—Toda mi vida, Felícito. Menos una temporadita, en que trabajé de obrera en una fábrica textil de Vitarte —se sonrió ella—. Ya veo, le parece raro que tenga un vestido tan fino y unos zapatos, bueno, y un reloj como este. Son italianos, figúrese.
—Así es, Armida, me parece rarísimo —asintió Felícito—. Usted tiene pinta de todo menos de sirvienta.
—Es que me casé con el señor de la casa en la que trabajaba —explicó Armida, ruborizándose—. Un señor importante, de buena situación.
—Ah, caramba, ya veo, un matrimonio que cambió su vida —dijo Felícito—. O sea, que se sacó usted la lotería.
—En cierto sentido, sí, pero en otro, no —lo corrigió Armida—. Porque el señor Carrera, quiero decir Ismael, mi marido, era viudo. Tenía dos hijos de su primer matrimonio. Desde que me casé con su padre, ellos me odian. Trataron de anular el matrimonio, me demandaron a la policía, acusaron a su padre ante el juez de ser un viejo demente. Que yo lo tenía embrujado, que le había dado chamizo y no sé cuántas brujerías más.
Felícito vio que Armida había cambiado de cara. Ya no estaba tan serena. En su expresión había ahora tristeza y rabia.
—Ismael me llevó a Italia de luna de miel —añadió, endulzando la voz, sonriendo—. Fueron unas semanas muy bonitas. Nunca imaginé que conocería cosas tan lindas, tan distintas. Hasta vimos al Papa en su balcón, desde la Plaza de San Pedro. Fue un cuento de hadas ese viaje. Mi marido andaba siempre en citas de negocios y yo pasaba mucho tiempo sola, haciendo turismo.
«Ahí está la explicación de ese vestido, de esas joyas, ese reloj y esos zapatos», pensaba Felícito. «¡Una luna de miel en Italia! ¡Se casó con un rico! ¡Un braguetazo!».
—Allí, en Italia, mi marido vendió una compañía de seguros que tenía en Lima —siguió explicando Armida—. Para que no cayera en manos de sus hijos, que no veían la hora de heredarlo, pese a que él les había adelantado la herencia en vida. Son unos botarates y unos vagos de lo peor. Ismael estaba muy dolido con ellos y por eso vendió la compañía. Yo trataba de entender ese enredo, pero me quedaba en la luna con sus explicaciones legales. En fin, volvimos a Lima y, nada más llegar, a mi esposo le dio el infarto que lo mató.
—Lo siento mucho —balbuceó Felícito. Armida se había quedado callada, con los ojos bajos. Gertrudis seguía quieta e inconmovible.
—O lo mataron —añadió Armida—. No lo sé. Él decía que sus hijos tenían tantas ganas de que se muriera para quedarse con su plata, que hasta podían mandarlo matar. Se murió de la noche a la mañana y a mí no se me quita la idea de que los mellizos —sus hijos son mellizos— le provocaron de alguna manera el infarto que lo mató. Si es que fue un infarto y no lo envenenaron. No lo sé.
—Ahora ya voy entendiendo su escapada a Piura y que ande escondida, sin pisar la calle —dijo Felícito—. ¿De veras piensa que los hijos de su marido podrían…?
—No sé si se les pasaba por la cabeza o no, pero Ismael decía que eran capaces de todo, incluso de hacerlo matar —Armida se había excitado y hablaba con ímpetu—. Empecé a sentirme insegura y a tener mucho miedo, Felícito. Hubo un encuentro con ellos, donde los abogados. Me hablaban y me miraban de tal modo que pensé que me podían hacer matar a mí también. Mi marido decía que ahora se contrata en Lima a un sicario para que mate a quien sea por unos cuantos soles. ¿Por qué no podían hacerlo para quedarse con toda la herencia del señor Carrera?
Hizo una pausa y miró a los ojos a Felícito.
—Por eso decidí escaparme. Se me ocurrió que nadie vendría a buscarme aquí, en Piura. Esa es más o menos la historia que quería contarle, Felícito.
—Bueno, bueno —dijo este—. La comprendo, sí. Lo único, qué mala suerte. El destino la trajo a la boca del lobo. Mire lo que son las cosas. Eso se llama saltar de la sartén al fuego, Armida.
—Le dije que sólo me quedaría dos o tres días y le aseguro que voy a cumplir —dijo Armida—. Necesito hablar con una persona que vive en Lima. La única en la que mi marido confiaba totalmente. Fue testigo de nuestro matrimonio. ¿Me ayudaría a contactarlo? Tengo su teléfono. ¿Me haría ese gran favor?
—Pero, llámelo usted misma, desde aquí —dijo el transportista.
—No sería prudente —vaciló Armida, señalando el teléfono—. ¿Y si estuviera intervenido? Mi marido creía que los mellizos tenían chuponeados todos nuestros teléfonos. Mejor desde la calle, desde su oficina, y a su celular, que, parece, es más difícil de chuponear. Yo no puedo salir de esta casa. Por eso recurro a usted.
—Deme usted el número y el mensaje que debo transmitirle —dijo Felícito—. Lo haré desde la oficina, esta misma tarde. Con mucho gusto, Armida.
Esa tarde, cuando, después de atravesar otra vez entre empellones la barrera de los periodistas, caminaba rumbo a su oficina por la calle Arequipa, Felícito Yanaqué se decía que la historia de Armida parecía salida de una de esas películas de aventuras que a él le gustaba ver, las raras veces que iba al cine. Y él que creía que esas ocurrencias tan truculentas no tenían nada que ver con la vida real. Pues las historias de Armida y la suya propia desde que recibió la primera carta de la arañita, eran ni más ni menos que unas películas de mucha acción.
En Transportes Narihualá, se retiró a una esquina tranquila, para telefonear sin que lo oyera Josefita. De inmediato contestó una voz de hombre que pareció desconcertarse cuando él preguntó por el señor don Rigoberto. «¿Quién lo llama?», preguntó, luego de un silencio. «De parte de una amiga», respondió Felícito. «Sí, sí, soy yo. ¿De qué amiga me habla usted?».
—Una amiga suya que prefiere no decir su nombre, por razones que usted comprenderá —dijo Felícito—. Me imagino que sabe de quién se trata.
—Sí, creo que sí —dijo el señor Rigoberto, carraspeando—. ¿Ella se encuentra bien?
—Sí, muy bien y le manda sus saludos. Quisiera hablar con usted. En persona, si fuera posible.
—Por supuesto, claro que sí —dijo el señor en el acto, sin titubear—. Con mucho gusto. ¿Cómo haríamos?
—¿Puede usted viajar a la tierra de donde es ella? —preguntó Felícito.
Hubo un largo silencio, con otro carraspeo forzado.
—Podría, si hace falta —dijo, finalmente—. ¿Cuándo sería eso?
—Cuando usted quiera —repuso Felícito—. Cuanto antes mejor, por supuesto.
—Comprendo —dijo el señor Rigoberto—. Me ocuparé de inmediato de sacar los pasajes. Esta tarde mismo.
—Yo le reservaré el hotel —dijo Felícito—. ¿Podría usted llamarme a este celular cuando tenga decidida la fecha del viaje? Sólo yo lo uso.
—Muy bien, quedamos en eso, entonces —se despidió el señor Rigoberto—. Mucho gusto y hasta luego, caballero.
Felícito Yanaqué trabajó toda la tarde en Transportes Narihualá. De tanto en tanto, la historia de Armida le volvía a la cabeza y se preguntaba cuánto habría en ella de cierto y cuánto de exageración. ¿Era posible que un señor rico, dueño de una gran compañía, se casara con su sirvienta? Apenas le cabía en la cabeza. ¿Pero era eso mucho más inverosímil que un hijo le quitara la amante a su padre y entre los dos lo chantajearan para esquilmarlo? La codicia volvía locos a los hombres, era cosa sabida. Cuando ya anochecía, apareció por la oficina el doctor Hildebrando Castro Pozo con un gran legajo de papeles metido en una carpeta color verde limón.
—Ya ve que no me tomó mucho tiempo, don Felícito —le dijo, entregándosela—. Estos son los documentos que tiene que hacerle firmar, ahí donde he puesto una equis. A no ser que sea imbécil, los firmará encantado.
Felícito los revisó cuidadosamente, hizo algunas preguntas que el abogado absolvió, y quedó satisfecho. Pensó que había tomado una buena decisión y que, aunque esto no resolviera todos los problemas que lo embargaban, por lo menos le quitaría un gran peso de encima. Y aquella incertidumbre que arrastraba ya tantos años se evaporaría para siempre.
Al dejar la oficina, en vez de ir de frente a su casa, dio un rodeo para pasar por la comisaría de la avenida Sánchez Cerro. El capitán Silva no estaba pero lo recibió el sargento Lituma. Se quedó un poco sorprendido con su solicitud.
—Quiero entrevistarme con Miguel cuanto antes —le repitió Felícito Yanaqué—. No me importa que usted, o el capitán Silva, estén presentes en la entrevista.
—Bien, don Felícito, me imagino que no habrá problema —dijo el sargento—. Hablaré con el capitán mañana a primera hora.
—Gracias —se despidió Felícito—. Salude al capitán Silva de mi parte y dígale que le manda recuerdos mi secretaria, la señora Josefita.