XVI

¿Por qué se demoraba tanto Lucrecia? Don Rigoberto daba vueltas como fiera enjaulada ante la puerta de su departamento de Barranco. Su mujer no salía aún del dormitorio. Estaba vestido de riguroso luto y no quería llegar tarde al entierro de Ismael, pero Lucrecia, con su manía de remolonear buscándose los pretextos más absurdos para atrasar la salida, iba a hacer que llegaran a la iglesia cuando la comitiva ya hubiera partido rumbo al cementerio. No quería dar la nota apareciendo en Los Jardines de la Paz con la ceremonia fúnebre ya empezada, atrayendo las miradas de todos los asistentes. Habría muchísimos, sin duda, como anoche en el velorio, no sólo por amistad hacia el difunto sino por la malsana curiosidad limeña de poder ver por fin en persona a la viuda del escándalo.

Pero don Rigoberto sabía que no había nada que hacer, salvo resignarse y esperar. Probablemente las únicas peleas que había tenido con su mujer a lo largo de todos los años que llevaban casados se debían a las tardanzas de Lucrecia siempre que salían, a donde fuera, un cine, una comida, una exposición, de compras, una gestión bancaria, un viaje. Al principio, recién casados, cuando empezaron a vivir juntos, creía que su mujer se retrasaba por mera desgana y desprecio a la puntualidad. Tuvieron por ello discusiones, enojos, pleitos. Poco a poco, don Rigoberto, observándola, reflexionando, advirtió que aquellas demoras de su mujer a la hora de salir a cualquier compromiso no eran un hecho superficial, una dejadez de señora engreída. Obedecían a algo más profundo, un estado ontológico del ánimo, porque, sin que ella fuera consciente de lo que le sucedía, cada vez que tenía que abandonar algún lugar, su propia casa, la de una amiga donde estaba de visita, el restaurante donde acababa de cenar, se apoderaba de ella un desasosiego recóndito, una inseguridad, un miedo oscuro, primitivo, a tener que irse, partir, cambiar de lugar, y se inventaba entonces toda clase de pretextos —sacar un pañuelo, cambiar de cartera, buscar las llaves, comprobar que las ventanas estaban bien cerradas, la televisión apagada, si la cocina no había quedado encendida o el teléfono descolgado—, cualquier cosa que atrasara unos minutos o segundos la pavorosa acción de partir.

¿Siempre habría sido así? ¿También de niña? No se atrevió a preguntárselo. Pero había comprobado que, con el paso de los años, ese prurito, manía o fatalidad, se acentuaba, al extremo de que Rigoberto, algunas veces, pensaba estremeciéndose que tal vez llegaría el día en que Lucrecia, con la misma benignidad del personaje de Melville, contrajera la letargia o indolencia metafísica de Bartleby y decidiera no moverse más de su casa, a lo mejor de su cuarto y hasta de su cama. «Miedo a dejar el ser, a perder su ser, a quedarse sin su ser», volvió a decirse. Era el diagnóstico a que había llegado sobre las demoras de su esposa. Pasaban los segundos y Lucrecia no asomaba. La había llamado ya tres veces en voz alta, recordándole que se hacía tarde. Sin duda, con la angustia y los nervios alterados desde que recibió la llamada de Armida anunciándole la súbita muerte de Ismael, aquel pánico a quedarse sin ser, a dejarlo olvidado como un paraguas o un impermeable si se iba, se había agravado. Se seguiría demorando y llegarían tarde al funeral.

Por fin, Lucrecia salió del dormitorio. Estaba también vestida de negro y con anteojos oscuros. Rigoberto se apresuró a abrirle la puerta. Su mujer seguía con la cara deshecha por la pena y la incertidumbre. ¿Qué iría a pasarles ahora? La noche anterior, durante el velorio en la parroquia de Santa María Reina, Rigoberto la vio sollozar abrazada a Armida, junto al féretro abierto en el que yacía Ismael, con un pañuelo atado en la cabeza para que no se le descolgara la mandíbula. El propio Rigoberto había tenido que hacer en ese instante un gran esfuerzo para contener las ganas de llorar. Morir justamente cuando creía haber ganado todas las batallas y se sentía el hombre más feliz de la creación. ¿Lo había matado la felicidad, tal vez? No estaba acostumbrado a ella Ismael Carrera.

Bajaron en el ascensor directamente al garaje y, con Rigoberto en el volante, salieron de prisa hacia la parroquia de Santa María Reina, en San Isidro, de donde partiría el cortejo al cementerio Los Jardines de la Paz, en La Molina.

—¿Te diste cuenta anoche que ni Miki ni Escobita se acercaron una sola vez a Armida en el velorio? —comentó Lucrecia—. Ni una. Vaya desconsiderados. Sí que son gente de mala entraña ese par.

Rigoberto lo había notado y, por supuesto, la mayor parte del gentío que a lo largo de varias horas, hasta cerca de la medianoche, desfiló por la capilla fúnebre cubierta de flores. Las coronas, arreglos, ramos, cruces, esquelas cubrían el recinto y se desparramaban por el patio hasta la calle. Mucha gente quería y respetaba a Ismael y ahí estaba la prueba: centenares de personas despidiéndolo. Habría tantas o más esta mañana en el entierro. Pero ahí estuvieron anoche, y estarían también ahora, los que habían dicho vela verde de él por casarse con su sirvienta, e incluso los que tomaron partido por Miki y Escobita en el pleito que estos entablaron para que la justicia anulara el matrimonio. Como las de Lucrecia y las suyas, las miradas de la gente en el velorio se habían concentrado en las hienas y en Armida. Los mellizos, vestidos de riguroso luto y sin quitarse los anteojos oscuros, parecían dos gángsters de película. La viuda y los hijos del difunto estaban separados por unos pocos metros que en ningún momento estos hicieron el intento de franquear. Llegaba a ser cómico. Armida, de luto de pies a cabeza y con sombrero y velo oscuros, estaba sentada a poca distancia del féretro, con un pañuelo y un rosario en la mano, cuyas cuentas desgranaba despacio a la vez que movía los labios en silenciosa plegaria. De rato en rato, se secaba las lágrimas. De tanto en tanto, ayudada por los dos hombrones con cara de forajidos que permanecían detrás de ella, se ponía de pie, se acercaba al féretro e, inclinada sobre el cristal, rezaba o lloraba. Luego, seguía recibiendo el pésame de los recién llegados. Entonces, las hienas se movían, se acercaban al féretro y permanecían un momento frente a él, persignándose, compungidos, sin volver las cabezas ni una sola vez hacia el lugar donde se encontraba la viuda.

—¿Estás seguro que esos dos forzudos con cara de boxeadores que estuvieron toda la noche al lado de Armida eran guardaespaldas? —preguntó Lucrecia—. Podrían haber sido sus parientes, más bien. No vayas tan rápido, por favor. Basta con un muerto por ahora.

—Segurísimo —dijo Rigoberto—. Me lo confirmó Claudio Arnillas. Porque el abogado de Ismael ahora es el de ella. Eran guardaespaldas.

—¿No te parece un poco ridículo? —comentó Lucrecia—. Para qué demonios necesita Armida guardaespaldas, quisiera saber.

—Los necesita ahora más que nunca —replicó don Rigoberto, disminuyendo la velocidad—. Las hienas podrían contratar a un sicario y mandarla matar. Son cosas que ocurren ahora en Lima. Me temo que ese par de crápulas destrocen a esa mujer. No te imaginas la fortuna que ha heredado la flamante viudita, Lucrecia.

—Si sigues manejando así, me bajo —le advirtió su esposa—. Ah, era por eso. Pensé que se le habían subido los humos y había contratado a esos hombrotes para darse importancia, nada más.

Cuando llegaron a la parroquia de Santa María Reina, en el óvalo Gutiérrez de San Isidro, el cortejo estaba partiendo, de modo que, sin bajarse del auto, se incorporaron a la caravana. La hilera de automóviles era interminable. Don Rigoberto vio cómo, al paso de la carroza fúnebre, muchos transeúntes se hacían la señal de la cruz. «El miedo a morir», pensó. Él, que recordara, no había tenido nunca miedo a la muerte. «Por lo menos, no hasta ahora», se corrigió. «Todo Lima estará aquí».

En efecto, todo Lima estaba allí. La de los grandes empresarios, dueños de bancos, aseguradoras, compañías mineras, pesqueras, constructoras, televisiones, periódicos, fundos y haciendas, y, entre ellos, muchos empleados de la compañía que Ismael había dirigido hasta hacía pocas semanas, e incluso algunas personas humildes que habrían trabajado para él o le deberían favores. Había un militar con entorchados, probablemente un edecán del presidente de la República, y los ministros de Economía y de Comercio Exterior. Ocurrió un pequeño incidente cuando bajaron el féretro de la carroza funeraria y Miki y Escobita intentaron ponerse a la cabeza del cortejo. Lo consiguieron solamente por unos segundos. Porque, cuando Armida emergió de su automóvil, del brazo del doctor Arnillas, rodeada ahora no por dos sino por cuatro guardaespaldas, estos, sin mayores miramientos, le abrieron camino hasta la delantera de la comitiva, apartando a los mellizos de manera resuelta. Miki y Escobita, luego de un momento de confusión, optaron por ceder el sitio a la viuda y se colocaron a los costados del féretro. Cogieron las cintas y siguieron el cortejo cabizbajos. La mayoría de asistentes eran hombres, pero había también buen número de señoras elegantes, que, durante el responso del sacerdote, no dejaron de ojear a Armida con descaro. No pudieron ver gran cosa. Siempre vestida de negro, ella llevaba un sombrero y grandes anteojos oscuros que le ocultaban buena parte de la cara. Claudio Arnillas —llevaba sus tirantes multicolores de costumbre bajo el saco gris— permanecía junto a ella y los cuatro hombrones de la seguridad formaban a sus espaldas un muro que nadie intentaba atravesar.

Cuando terminó la ceremonia y el féretro fue finalmente izado en uno de los nichos y este cerrado con una placa de mármol con el nombre de Ismael Carrera en letras doradas y la fecha de su nacimiento y su muerte —había muerto tres semanas antes de cumplir ochenta y dos años—, el doctor Arnillas con su andar más desbaratado que otras veces por la prisa y los cuatro guardaespaldas se llevaron a Armida hacia la salida, sin permitir que nadie se le acercara. Rigoberto advirtió que, una vez partida la viuda, Miki y Escobita se quedaron de pie junto a la tumba y que muchas personas se acercaban a abrazarlos. Él y Lucrecia se retiraron sin hacerlo. (La noche anterior, en el velorio, se habían aproximado a dar el pésame a los mellizos y el apretón de manos había sido glacial).

—Pasemos por casa de Ismael —propuso doña Lucrecia a su marido—. Aunque sea un momento, a ver si podemos conversar con Armida.

—Bueno, intentémoslo.

Cuando llegaron a la casa de San Isidro, se sorprendieron de no ver una nube de autos estacionados en la puerta. Rigoberto bajó, se anunció y, luego de una espera de varios minutos, los hicieron pasar al jardín. Allí los recibió el doctor Arnillas. Con aire de circunstancias, parecía haber tomado el control de la situación, pero no debía tenerlas todas consigo. Se lo notaba inseguro.

—Mil perdones de parte de Armida —les dijo—. Pasó toda la noche despierta, en el velorio, y la hemos obligado a acostarse. El médico ha exigido que descanse un poco. Pero, vengan, vamos a la salita del jardín a tomar un refresco.

A Rigoberto se le encogió un poco el corazón cuando vio que el abogado los llevaba a la habitación donde, dos días atrás, había visto por última vez a su amigo.

—Armida les está muy agradecida —les dijo Claudio Arnillas. Tenía cara preocupada y hablaba haciendo pausas, muy serio. Sus tirantes aparatosos refulgían cada vez que se le abría el saco—. Según ella, son ustedes los únicos amigos de Ismael en los que confía. Como se imaginan, la pobre se siente ahora muy desamparada. Va a necesitar mucho el apoyo de ustedes.

—Perdone, doctor, ya sé que no es el momento —lo interrumpió Rigoberto—. Pero, usted sabe mejor que nadie todo lo que ha quedado pendiente con la muerte de Ismael. ¿Tiene una idea de lo que va a pasar ahora?

Arnillas asintió. Había pedido un cafecito y tenía la taza en el aire, junto a su boca. La soplaba, despacio. En su cara reseca y huesuda, sus ojitos acerados y astutos parecían dubitativos.

—Todo dependerá de ese par de caballeritos —suspiró, inflando el pecho—. Mañana se abre el testamento, en la Notaría Núñez. Yo sé más o menos el contenido. Veremos cómo reaccionan las hienas. Su abogado es un tinterillo que les aconseja las bravatas y la guerra. No sé hasta dónde querrán llegar. El señor Carrera ha dejado prácticamente todo su patrimonio a Armida, así que hay que prepararse para lo peor.

Encogió los hombros, resignándose a lo inevitable. Rigoberto supuso que lo inevitable era que los mellizos pusieran el grito en el cielo. Y pensó en las paradojas extraordinarias de la vida: una de las mujeres más humildes del Perú convertida de la noche a la mañana en una de las más ricas.

—¿Pero acaso Ismael no les adelantó la herencia? —recordó—. Lo hizo cuando tuvo que echarlos de la compañía por las barrabasadas que le hacían, yo lo recuerdo muy bien. Les dio una buena cantidad de dinero a ambos.

—Pero de manera informal, mediante una simple carta —volvió a levantar y bajar los hombros y a arrugar la frente el doctor Arnillas, mientras se acomodaba los anteojos—. No hubo documento público alguno ni aceptación formal por parte de ellos. El asunto puede ser legalmente contestado y, sin duda, lo será. Dudo mucho que los mellizos se resignen. Me temo que haya pelea para rato.

—Que Armida transe y les dé algo para que la dejen en paz —sugirió don Rigoberto—. Lo peor para ella sería un juicio larguísimo. Duraría años y los abogados se quedarían con las tres cuartas partes del dinero. Ay, perdón, doctor, eso no va con usted, era una broma.

—Gracias por lo que me toca —se rio el doctor Arnillas, poniéndose de pie—. De acuerdo, de acuerdo. Una transacción es siempre lo mejor. Ya veremos por dónde se encarrila este asunto. Lo tendré informado, por supuesto.

—¿Seguiré metido yo también en este lío? —preguntó él, levantándose también.

—Trataremos de que no, naturalmente —lo tranquilizó a medias el abogado—. La acción judicial contra usted no tiene sentido ahora, habiendo fallecido don Ismael. Pero nunca se sabe con nuestros jueces. Lo llamaré de inmediato apenas tenga alguna novedad.

Los tres días siguientes al entierro de Ismael Carrera Rigoberto estuvo paralizado por la incertidumbre. Lucrecia llamó varias veces a Armida, pero esta nunca se puso al teléfono. Le contestaba una voz femenina, que más parecía la de una secretaria que la de una empleada doméstica. La señora de Carrera estaba descansando y en este momento, por razones obvias, prefería no recibir visitas; le daría el mensaje, desde luego. Tampoco Rigoberto pudo comunicarse con el doctor Arnillas. Nunca estaba en su estudio ni en su casa; acababa de salir o aún no había llegado, celebraba reuniones urgentes, devolvería la llamada apenas tuviera un momento libre.

¿Qué pasaba? ¿Qué estaría pasando? ¿Se habría abierto ya el testamento? ¿Cuál sería la reacción de los mellizos al saber que Ismael había declarado a Armida su heredera universal? Lo impugnarían, lo declararían nulo por violar las leyes peruanas que estipulaban el tercio forzoso para los hijos. La justicia no reconocería el adelanto de la herencia que Ismael hizo a los mellizos. ¿Seguiría Rigoberto implicado en la acción judicial de las hienas? ¿Persistirían? ¿Sería citado de nuevo ante ese juez horrible, en ese despacho claustrofóbico? ¿No podría salir del Perú mientras no se resolviera el pleito?

Devoraba la prensa y escuchaba todos los informativos radiales y televisivos pero el asunto no era noticia todavía, permanecía confinado en los despachos de albaceas, notarios y abogados. Rigoberto, encerrado en su escritorio, se devanaba los sesos tratando de adivinar qué sucedía en esos mullidos despachos. No tenía ánimo para oír música —hasta su amado Mahler le crispaba los nervios—, ni concentrarse en un libro, ni contemplar sus grabados abandonándose a la fantasía. Apenas probaba bocado. No había cruzado con Fonchito y doña Lucrecia más palabras que buenos días y buenas noches. No salía a la calle por el temor de ser asaltado por periodistas sin saber qué responder a sus preguntas. Contra todas sus prevenciones, debió recurrir a los odiados somníferos.

Finalmente, al cuarto día, muy temprano, cuando Fonchito acababa de partir al colegio y Rigoberto y Lucrecia todavía en bata se sentaban a tomar desayuno, se presentó en el penthouse de Barranco el doctor Claudio Arnillas. Parecía el sobreviviente de una catástrofe. Tenía unas ojeras profundas que delataban largos desvelos, la barba crecida como si hubiera olvidado afeitarse los últimos tres días, y su atuendo mostraba un descuido sorprendente en él, que solía ir siempre muy bien vestido y acicalado: la corbata descolocada, el cuello de la camisa muy arrugado, uno de los tirantes psicodélicos sin abrochar y los zapatos sin lustre. Les estrechó las manos, se excusó por llegar de improviso tan temprano y aceptó un café. Inmediatamente después de sentarse en la mesa, explicó qué lo traía:

—¿Han visto a Armida? ¿Han hablado con ella? ¿Saben dónde está? Necesito que sean muy francos conmigo. Por el bien de ella y de ustedes mismos.

Don Rigoberto y doña Lucrecia movían las cabezas negando y lo miraban boquiabiertos. El doctor Arnillas advirtió que sus preguntas habían dejado estupefactos a los dueños de casa y pareció deprimirse aún más.

—Ya veo que están en la luna, como yo —dijo—. Sí, Armida ha desaparecido.

—Las hienas… —murmuró Rigoberto, pálido. Imaginaba a la pobre viuda secuestrada y acaso asesinada, su cadáver arrojado en el mar a los tiburones, o en algún basural de las afueras para que dieran cuenta de él los gallinazos y los perros sin dueño.

—Nadie sabe dónde está —se desinfló en la silla el doctor Arnillas, abatido—. Ustedes eran mi última esperanza.

Armida había desaparecido hacía veinticuatro horas, de manera muy extraña. Después de pasar toda la mañana en la Notaría Núñez, en el comparendo con Miki y Escobita y el tinterillo de estos, además de Arnillas y dos o tres abogados de su estudio. La reunión se interrumpió a la una, para el almuerzo, y debía reanudarse a las cuatro de la tarde. Armida, con su chofer y sus cuatro guardaespaldas, regresó a su casa de San Isidro. Dijo que no tenía ganas de comer; dormiría una pequeña siesta a fin de estar más descansada en la comparecencia de la tarde. Se encerró en su cuarto y a las cuatro menos cuarto, cuando la empleada tocó su puerta y entró, el dormitorio estaba vacío. Nadie la había visto salir de la habitación ni de la casa. El dormitorio seguía perfectamente ordenado —la cama hecha— sin el menor indicio de violencia. Ni los guardaespaldas, ni el mayordomo, ni el chofer, ni las dos sirvientas que estaban en la casa, la habían visto, ni advertido a extraño alguno merodeando por los alrededores. El doctor Arnillas buscó de inmediato a los mellizos, convencido de que eran los responsables de la desaparición. Pero Miki y Escobita, aterrados con lo ocurrido, pusieron el grito en el cielo y a su vez acusaron a Arnillas de tenderles una emboscada. Por fin, los tres fueron juntos a dar parte a la policía. El propio ministro del Interior había intervenido, dando instrucciones de que por el momento se guardara silencio. No se entregaría comunicado alguno a la prensa hasta que los plagiadores se pusieran en contacto con la familia. Había una movilización general pero, hasta ahora, ni el menor indicio de Armida ni de los secuestradores.

—Han sido ellos, las hienas —afirmó doña Lucrecia—. Se compraron a los guardaespaldas, al chofer, a las sirvientas. Ellos, por supuesto.

—Eso es lo que yo creí al principio, señora, aunque ya no estoy tan seguro —explicó el doctor Arnillas—. A ellos no les conviene para nada que Armida desaparezca, y menos en este momento. Las conversaciones en la Notaría Núñez no estaban mal encaminadas. Se iba diseñando un acuerdo, ellos podían recibir algo más de la herencia. Todo depende de Armida. Ismael tenía las cosas muy bien atadas. El grueso del patrimonio está blindado en fundaciones offshore, en los paraísos fiscales más seguros del planeta. Si la viuda desaparece, nadie recibirá un céntimo de la fortuna. Ni las hienas ni los empleados de la casa ni nadie. Ni siquiera yo podré cobrar mis honorarios. Así que las cosas se han puesto color ceniza.

Puso una cara de tristeza y desamparo tan ridícula que Rigoberto no pudo contener la risa.

—¿Se puede saber de qué te ríes, Rigoberto? —doña Lucrecia lo miraba enojada—. ¿Te parece que hay algo cómico en esta tragedia?

—Yo sé por qué se ríe usted, Rigoberto —dijo el doctor Arnillas—. Porque ya se siente libre. En efecto, la acción judicial contra el matrimonio de Ismael no procede. Quedará sobreseída. Y, en todo caso, no hubiera tenido el menor efecto sobre el patrimonio que, como le dije, está fuera del alcance de la justicia peruana. No hay nada que hacer. Es de Armida. Se lo repartirán ella y los secuestradores. ¿Se dan ustedes cuenta? Es para reírse, por supuesto.

—Más bien, se quedará en manos de banqueros de Suiza y de Singapur —añadió Rigoberto, poniéndose serio—. Me río de lo estúpido que sería el final de esta historia si ocurriera eso, doctor Arnillas.

—¿O sea que, por lo menos nosotros nos hemos librado de esta pesadilla? —preguntó doña Lucrecia.

—En principio, sí —asintió Arnillas—. A menos que sean ustedes quienes hayan secuestrado o matado a la viudita multimillonaria.

Y, de pronto, se rio él también, con una carcajada histérica, ruidosa, una carcajada desprovista de la menor alegría. Se sacó los anteojos, los limpió con una franelita, compuso algo su atuendo y, poniéndose de nuevo muy serio, murmuró: «Reírse para no llorar, como dice el refrán». Se puso de pie y se despidió de ellos prometiendo tenerlos al corriente. Si tenían cualquier noticia —no descartaba que los secuestradores los llamaran a ellos— debían telefonearlo a su celular a cualquier hora del día o de la noche. La negociación por el rescate la haría Control Risk, una firma especializada de New York.

Apenas salió el doctor Arnillas, Lucrecia rompió a llorar, desconsolada. Rigoberto trataba en vano de calmarla. La estremecían los sollozos y rodaban lágrimas por sus mejillas. «Pobrecita, pobrecita», susurraba, ahogándose. «La han matado, han sido esos canallas, quién si no. O la mandaron secuestrar para robarle todo lo que le dejó Ismael». Justiniana le trajo un vaso de agua con unas gotitas de elíxir paregórico que, finalmente, la tranquilizaron. Se quedó en la sala, quieta y mustia. Rigoberto se conmovió al ver a su mujer tan abatida. Lucrecia tenía razón. Era muy posible que los mellizos estuvieran detrás de este asunto; eran los más afectados y debían estar enloquecidos con la idea de que toda la herencia se les escapara de las manos. Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstoi, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós.

Se sentía confuso y desmoralizado. Era bueno haberse sacudido de esa maldita querella judicial, por supuesto. Apenas se confirmara, actualizaría los pasajes a Europa. Eso. Poner un océano entre ellos y este melodrama. Cuadros, museos, óperas, conciertos, teatro de alto nivel, restaurantes exquisitos. Eso. Pobre Armida, en efecto: había salido del infierno, tuvo una anticipación del paraíso y de nuevo a las llamas. Secuestrada o asesinada. A cual peor.

Justiniana entró en el comedor, con una expresión muy grave. Parecía desconcertada.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Rigoberto y Lucrecia, como saliendo de un sopor de siglos, abrió mucho los ojos humedecidos por el llanto.

—¿No se habrá vuelto loco Narciso? —dijo Justiniana, llevándose un dedo a la sien—. Está rarísimo. No me quiso decir su nombre, pero lo reconocí ahí mismo. Parece muy asustado. Quiere hablar con usted, señor.

—Pásame la llamada al escritorio, Justiniana.

Salió de prisa del comedor, rumbo a su estudio. Estaba seguro de que esa llamada le traería malas noticias.

—Aló, aló —dijo en el auricular, preparado para lo peor.

—¿Sabe usted con quién habla, no? —le contestó una voz que reconoció de inmediato—. No diga mi nombre, por favor.

—Está bien, de acuerdo —dijo Rigoberto—. ¿Qué te pasa, se puede saber?

—Tendría que verlo urgente —dijo un Narciso asustado y atolondrado—. Siento molestarlo, pero es muy importante, señor.

—Sí, claro, por supuesto —reflexionaba él, buscando un lugar para citarlo—. ¿Te acuerdas donde almorzamos la última vez con tu patrón?

—Me acuerdo muy bien —dijo el chofer, después de una corta pausa.

—Espérame ahí dentro de una hora, exactamente. Pasaré a recogerte en el auto. Hasta lueguito.

Cuando regresó al comedor a contarle a Lucrecia la llamada de Narciso, Rigoberto se encontró con que su mujer y Justiniana estaban pegadas a la televisión. Escuchaban y miraban hipnotizadas al periodista estrella del canal de noticias RPP, Raúl Vargas, quien daba detalles y hacía conjeturas sobre la misteriosa desaparición el día de ayer de doña Armida de Carrera, la viuda del conocido hombre de negocios, don Ismael Carrera, recientemente fallecido. Las órdenes del ministro del Interior para que no se difundiera la noticia no habían servido de nada. El Perú entero estaría ahora, como ellos, pendiente de esta primicia. Los limeños tenían entretenimiento para rato. Se puso a escuchar a Raúl Vargas. Decía más o menos lo que ya sabían: la señora había desaparecido el día de ayer, al comenzar la tarde, luego de una comparecencia en la Notaría Núñez relacionada con la apertura del testamento del difunto. La reunión debía reanudarse por la tarde. La desaparición ocurrió en el intervalo. La policía había detenido a todos los empleados de la casa, así como a cuatro guardaespaldas de la viuda, para interrogarlos. No había confirmación alguna de que se tratara de un secuestro, pero era lo que se presumía. La policía daba un teléfono al que podía llamar cualquiera que hubiera visto a la señora o tuviera noticia de su paradero. Mostró fotos de Armida y del sepelio de Ismael, recordó el escándalo que había sido el matrimonio del acaudalado empresario con su exempleada doméstica. Y dio a conocer que los dos hijos del difunto habían publicado un comunicado diciendo que expresaban su pesar por lo ocurrido y su esperanza de que la señora reapareciera sana y salva. Ofrecían una recompensa a quien ayudara a encontrarla.

—Toda la jauría periodística querrá ahora entrevistarme —maldijo Rigoberto.

—Ya comenzaron —le dio el puntillazo Justiniana—. Han llamado de dos radios y un periódico, hasta ahora.

—Lo mejor será cortar el teléfono —ordenó Rigoberto.

—Ahorita mismo —dijo Justiniana.

—¿Qué quería Narciso? —preguntó doña Lucrecia.

—No lo sé, lo noté muy asustado, en efecto —explicó—. Algo le habrán hecho las hienas. Voy a verlo ahora. Nos hemos citado como en las películas, sin decir dónde. Probablemente, no nos encontremos nunca.

Se duchó y bajó directamente al garaje. Al partir, vio en la puerta del edificio de su casa a periodistas apostados con cámaras fotográficas. Antes de dirigirse a La Rosa Náutica, donde había almorzado por última vez con Ismael Carrera, para asegurarse de que nadie lo seguía dio varias vueltas por las calles de Miraflores. A lo mejor Narciso tenía problemas de dinero. Pero no era una razón para que tomara tantas precauciones y ocultara su identidad. O quizás sí. Bueno, pronto sabría qué le pasaba. Entró al parking de La Rosa Náutica y vio surgir a Narciso entre los autos. Le abrió la puerta y el negro trepó y se sentó a su lado: «Buenos días, don Rigoberto. Usted disculpará que lo haya molestado».

—No te preocupes, Narciso. Vámonos a dar una vuelta por ahí y así hablaremos tranquilos.

El chofer llevaba una gorra azul hundida hasta los ojos y parecía más delgado desde la última vez que se vieron. Rigoberto enfiló por la Costa Verde hacia Barranco y Chorrillos incorporándose a una cola de vehículos ya bastante densa.

—Habrás visto que los problemas de Ismael no cesan ni después de muerto —comentó al fin—. Te habrás enterado ya que Armida ha desaparecido, ¿no? Parece que la han secuestrado.

Como no obtuvo respuesta y escuchaba sólo la respiración ansiosa del chofer, le echó una ojeada. Narciso miraba al frente y tenía la boca fruncida y un brillo alarmado en las pupilas. Había entrelazado las manos y se las apretaba con fuerza.

—Justamente de eso quería hablarle, don Rigoberto —musitó, volviéndose a mirarlo y apartando los ojos en el acto.

—¿Quieres decir de la desaparición de Armida? —se volvió otra vez hacia él don Rigoberto.

El chofer de Ismael siguió mirando al frente, pero asintió dos o tres veces, con convicción.

—Voy a entrar al Regatas y cuadrarme allí para que hablemos con calma. Porque, si no, voy a chocar —dijo Rigoberto.

Entró al Club Regatas y se cuadró en la primera fila frente al mar. Era una mañana gris y nublada y había muchas gaviotas, patillos y alcatraces revoloteando en el aire y chillando. Una muchacha muy delgada, enfundada en un buzo azul, hacía yoga en la playa solitaria.

—No me digas que tú sabes quiénes han secuestrado a Armida, Narciso.

Esta vez, el chofer se ladeó a mirarlo a los ojos y sonrió, abriendo la bocaza. Su dentadura blanquísima destellaba.

—Nadie la ha secuestrado, don Rigoberto —dijo, poniéndose muy serio—. De eso justamente quería hablarle, porque ando un poco nervioso. Yo sólo quería hacerle un favor a Armida, mejor dicho, a la señora Armida. Ella y yo éramos buenos amigos cuando era sólo empleada de don Ismael. Con ella siempre me llevé mejor que con los otros empleados. No se daba ínfulas, era muy sencilla. Y, si me pedía un favor en nombre de nuestra vieja amistad, cómo se lo iba a negar, pues. ¿No hubiera hecho usted lo mismo?

—Te voy a pedir una cosa, Narciso —lo interrumpió Rigoberto—. Mejor cuéntamelo todo, desde el principio. Sin olvidarte de un detalle. Por favor. Pero, antes, una cosa. ¿Está ella viva, entonces?

—Como usted y como yo, don Rigoberto. Por lo menos, hasta ayer lo estaba.

Contra lo que le pidió, Narciso no fue directo al grano. Le gustaban, o no podía evitarlos, los preámbulos, los incisos, las desviaciones selváticas, los circunloquios, los largos paréntesis. Y no siempre le era fácil a don Rigoberto reconducirlo al orden cronológico y al espinazo de la narración. Narciso se extraviaba en precisiones y comentarios adventicios. Aun así, de manera embrollada y retorcida, se enteró de que el mismo día en que él había visto por última vez a Ismael en su casa de San Isidro, esa tarde, cuando ya anochecía, Narciso había estado también allí, llamado por el propio Ismael Carrera. Tanto este como Armida le agradecieron mucho su ayuda y su lealtad, y lo gratificaron de manera generosa. Por eso, cuando un día después se enteró de la muerte súbita de su expatrón, corrió a dar el pésame a la señora. Le llevó incluso una cartita pues estaba seguro de que ella no lo recibiría. Pero Armida lo hizo pasar y cambió unas palabras con él. La pobre estaba destrozada con la desgracia que Dios acababa de mandarle para probar su fortaleza. Al momento de despedirse, para sorpresa de Narciso, le preguntó si tenía algún teléfono celular donde pudiera llamarlo. Él le dio el número, preguntándose extrañado para qué podría querer ella contactarlo.

Y dos días más tarde, es decir, tras antes de ayer, la señora Armida lo llamó, tarde en la noche, cuando Narciso, después de ver el programa de Magaly en la tele, se iba a meter a la cama.

—Qué sorpresa, qué sorpresa —dijo el chofer al reconocerle la voz.

—Yo, antes, siempre la había tuteado —aclaró Narciso a don Rigoberto—. Pero, desde que se casó con don Ismael, ya no podía. Sólo que el usted no me salía. Entonces, procuraba hablarle de una manera impersonal, no sé si usted me entiende.

—Perfectamente, Narciso —lo centró Rigoberto—. Sigue, sigue. ¿Qué quería Armida?

—Que me hagas un gran favor, Narciso. Otro, grandísimo. Te lo pido por nuestra vieja amistad, una vez más.

—Claro, claro, con mucho gusto —dijo el chofer—. ¿Y, en qué consistiría ese favor?

—En que me lleves a un sitio, mañana por la tarde. Sin que nadie se entere. ¿Podrías?

—¿Y adónde quería que la llevaras? —lo apuró don Rigoberto.

—Fue de lo más misterioso —se desvió Narciso una vez más—. No sé si usted recuerda, pero, detrás del jardín de adentro, cerca del cuarto de los empleados, hay en la casa de don Ismael una puertecita de servicio a la calle, que casi nunca se usa. Da al callejón donde sacan las basuras en las noches.

—Te agradecería que no te apartes de lo principal, Narciso —insistió Rigoberto—. ¿Podrías decirme qué quería Armida?

—Que la esperara ahí, con mi vieja carcocha, toda la tarde. Hasta que ella apareciera. Y sin que nadie me viera. ¿Raro, no?

A Narciso le pareció rarísimo. Pero hizo lo que ella le pidió, sin más preguntas. Al comenzar la tarde de la víspera, cuadró su carcocha en el callejoncito frente a la puerta de servicio de la casa de don Ismael. Esperó cerca de dos horas, muerto de aburrimiento, dormitando a ratos, a ratos oyendo los chistes de la radio, observando a los perros vagabundos que escarbaban las bolsas de basuras, preguntándose una y otra vez qué significaba todo esto. ¿Por qué tomaba Armida tantas precauciones para salir de su casa? ¿Por qué no lo hacía por la puerta grande, en su Mercedes Benz, su nuevo chofer uniformado y sus musculosos guardaespaldas? ¿Por qué a escondidas y en la carcocha de Narciso? Por fin, la pequeña puerta se abrió y apareció Armida, con una maletita en la mano.

—Vaya, vaya, ya me estaba yendo —le dijo Narciso a manera de saludo, abriéndole la puerta de su carcocha.

—Parte rápido, Narciso, antes que nadie nos vea —ordenó ella—. Vuela, más bien.

—Estaba apuradísima, don —explicó el chofer—. Ahí empecé a preocuparme. ¿Se puede saber por qué tantos secretos, Armida?

—Vaya, has vuelto a llamarme Armida y a tutearme —se rio ella—. Como en los viejos tiempos. Bien hecho, Narciso.

—Mil perdones —dijo el chofer—. Ya sé que tengo que hablarle de usted, ahora que se ha vuelto una señorona.

—Déjate de cojudeces y tutéame nomás, porque soy la misma de siempre —dijo ella—. No eres mi chofer sino mi amigo y mi compinche. ¿Sabes lo que decía Ismael de ti? «Ese negro vale su peso en oro». La pura verdad, Narciso. Lo vales.

—Por lo menos, dime adónde quieres que te lleve —preguntó él.

—¿Al terminal de la Cruz de Chalpón? —se asombró don Rigoberto—. ¿Ella se iba de viaje? ¿Armida se iba a tomar un ómnibus, Narciso?

—No sé si lo tomó, pero ahí la llevé —asintió el chofer—. A ese terminal. Ya le dije que tenía una maletita. Me imagino que se iría de viaje. Me dijo que no le hiciera preguntas y no se las hice.

—Lo mejor es que te olvides de todo esto, Narciso —repitió Armida, estrechándole la mano—. Tanto por mí como por ti. Hay gentes malas que quieren hacerme daño. Tú sabes quiénes son. Y también a todos mis amigos. No me has visto, ni me has traído aquí, ni sabes nada de mí. Nunca podré pagarte todo lo que te debo, Narciso.

—No pude dormir toda la noche —añadió el chofer—. Pasaban las horas y me fui asustando más, le digo. Más y más. Después del susto que me dieron los mellizos, ahora esto. Por eso lo llamé, don Rigoberto. Y apenas hablamos con usted oí en RPP que la señora Armida había desaparecido, que la habían secuestrado. Por eso estoy temblando todavía.

Don Rigoberto le dio una palmadita.

—Eres demasiado buena gente, Narciso, por eso te llevas tantos sustos. Ahora has vuelto a meterte en un buen lío. Tendrás que ir a la policía a contar esta historia, me temo.

—Ni muerto, don —respondió el chofer, con determinación—. No sé dónde ha ido Armida ni por qué. Si le ha pasado algo, buscarán un culpable. Yo soy el culpable perfecto, dese cuenta. Ex chofer de don Ismael, cómplice de la señora. Y, para remate, moreno. Ni loco que fuera para ir a la policía.

«Es exacto», pensó don Rigoberto. Si Armida no aparece, Narciso terminaría pagando los platos rotos.

—Está bien, probablemente tengas razón —dijo—. No le cuentes a nadie lo que me has contado. Déjame pensar. Ya veré qué puedo aconsejarte, luego de darle vueltas al asunto. Además, puede que Armida reaparezca en cualquier momento. Llámame mañana, como hoy, a la hora del desayuno.

Dejó a Narciso en el parking de La Rosa Náutica y regresó a su casa de Barranco. Entró directamente al garaje, para evitar a los periodistas que seguían agolpados a las puertas del edificio. Eran el doble que antes.

Doña Lucrecia y Justiniana seguían prendidas de la televisión, oyendo las noticias con una expresión de pasmo. Oyeron su relato, boquiabiertas.

—La mujer más rica del Perú escapándose con una maletita de mano, en un ómnibus de mala muerte y como una pelagatos cualquiera, rumbo hacia ninguna parte —concluyó don Rigoberto—. El culebrón no termina, sigue y se enrevesa cada día más y más.

—Yo la entiendo muy bien —exclamó doña Lucrecia—. Estaba harta de todo, de abogados, de periodistas, de las hienas, de los chismosos. Quiso desaparecer. ¿Pero adónde?

—Adónde va a ser sino a Piura —dijo Justiniana, muy segura de lo que decía—. Ella es piurana y hasta tiene una hermana que se llama Gertrudis por allá, creo.