XV

—Qué pasa, Felícito —repitió la santera, inclinándose hacia él y abanicándolo con el viejo y agujereado abanico de paja que tenía en la mano—. ¿No te sientes bien?

El transportista veía la preocupación que los grandes ojos de Adelaida delataban y, entre las brumas de su cabeza, se le ocurrió pensar que, siendo ella una adivinadora, tenía la obligación de saber muy bien qué le pasaba. Pero no tenía fuerzas para responderle; estaba mareado y seguro de que en cualquier momento se iba a desmayar. No le importó. Hundirse en un sueño profundo, olvidarse de todo, no pensar: qué maravilla. Vagamente pensó en pedir ayuda al Señor Cautivo de Ayabaca, del que era tan devota Gertrudis. Pero no supo cómo hacerlo.

—¿Te traigo un vasito de agua fresca recién sacada del destiladero, Felícito?

¿Por qué le hablaba Adelaida en voz tan alta, como si se estuviera quedando sordo? Asintió y, siempre entre nieblas, vio a la mulata envuelta en su túnica de crudo color barro correr con sus pies descalzos hacia el interior de la tiendita de yerbas y de santos. Cerró los ojos y pensó: «Tienes que ser fuerte, Felícito. No puedes morirte todavía, Felícito Yanaqué. ¡Huevos, hombre! ¡Huevos!». Sentía la boca seca y el corazón pujando por crecer más entre los ligamentos, huesos y músculos de su pecho. Pensó: «Se me está saliendo por la boca». En este momento se daba cuenta de lo justa que era aquella expresión. No era un imposible, che guá. Esa víscera tronaba con tanto ímpetu y de manera tan descontrolada dentro de su caja torácica que, de pronto, podía desencajarse, escapar de la cárcel que era su cuerpo, trepar por su laringe y salir expulsada al exterior en un gran vómito de bilis y de sangre. Vería su corazoncito aplastado contra el suelo de tierra de la casa de la santera, achatado ya, quieto ya, a sus pies, acaso rodeado de cucarachas movedizas color chocolate. Eso sería lo último que recordaría de esta vida. Cuando abriera los ojos del alma, estaría delante de Dios. O tal vez del diablo, Felícito.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, inquieto. Porque, apenas les vio las caras, comprendió que algo muy serio sucedía; por eso la urgencia con que lo habían convocado a la comisaría y por eso las expresiones incómodas, esas miradas huidizas y esas semisonrisitas tan falsas del capitán Silva y el sargento Lituma. Los dos policías se habían quedado mudos y petrificados al verlo entrar al angosto cubículo.

—Aquí la tienes, Felícito, fresquita. Abre la boca y tómatela despacio, a sorbitos, papacito. Te hará bien, ya verás.

Él asintió y, sin abrir los ojos, separó los labios y sintió con alivio el fresco líquido que Adelaida le iba dando a la boca como a un bebe. Le pareció que el agua apagaba las llamas de su paladar y de su lengua y, aunque no podía ni quería hablar, pensó: «Gracias, Adelaida». La tranquila penumbra en que estaba sumida siempre la tiendita de la santera le calmó un poco los nervios.

—Cosas importantes, mi amigo —dijo por fin el capitán Silva, enseriándose y poniéndose de pie para estrecharle la mano con una efusividad insólita—. Véngase, vamos a tomarnos un cafecito a un lugar más fresco, en la avenida. Allá conversaremos mejor que aquí. En esta cueva está haciendo un calor del carajo, ¿no le parece, don Felícito?

Y, antes de que él tuviera tiempo de contestarle, el comisario cogió su quepis de la percha y, seguido de Lituma, que parecía un autómata y evitaba mirarlo a los ojos, se dirigió hacia la puerta. ¿Qué les pasaba? ¿Cuáles eran las cosas importantes? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué mosca les había picado a este par de cachacos?

—¿Te sientes mejor, Felícito? —le preguntó la santera.

—Sí —pudo balbucear él, con dificultad. Le dolían la lengua, el paladar, los dientes. Pero el vaso de agua fresca le había hecho bien, le había devuelto un poquito de esa energía que se le había ido escurriendo del cuerpo—. Gracias, Adelaida.

—Vaya, vaya, menos mal —exclamó la mulata, persignándose y sonriéndole—. Qué sustazazazo me diste, Felícito. ¡Qué pálido estabas! ¡Ay, che guá! Cuando te vi entrar y te caíste en la mecedora como un costal, parecías ya medio cadáver. Qué te pasó, papito, quién se nos murió.

—Con tanto misterio me tiene usted en pindingas, capitán —insistió Felícito, comenzando a alarmarse—. ¿Cuáles son esas cosas graves, se puede saber?

—Un café bien cargado para mí —ordenó el capitán Silva al mozo—. Un cortadito para el sargento. ¿Usted qué se toma, don Felícito?

—Una gaseosa, Coca-Cola, Inca Kola, lo que sea —se impacientó él, dando golpecitos en la mesa—. Bueno, al grano. Soy hombre que sabe recibir malas noticias, ya me voy acostumbrando a esta vaina. Suélteme al toro de una vez.

—El asunto está resuelto —dijo el capitán, mirándolo a los ojos. Pero lo miraba sin alegría, afligido más bien y hasta con compasión. Sorprendentemente, en vez de continuar, enmudeció.

—¿Resuelto? —exclamó Felícito—. ¿Quiere decir que los pescaron?

Vio que el capitán y el sargento asentían, moviendo las cabezas, siempre muy graves y luciendo una solemnidad ridícula. ¿Por qué lo observaban de esa manera rara, como si les inspirara lástima? En la avenida Sánchez Cerro había un bullicio infernal, gente que iba y venía, bocinazos, gritos, ladridos y rebuznos. Tocaban un vals pero la cantante no tenía la dulce voz de Cecilia Barraza, qué iba a tenerla, sino la de un vejestorio aguardientoso.

—¿Te acuerdas la última vez que estuve aquí, Adelaida? —Felícito hablaba bajito, buscando las palabras, temeroso de que se le fuera la voz. Para respirar mejor se había desabotonado el chaleco y aflojado la corbata—. Cuando te leí la primera carta de la arañita.

—Sí, Felícito, me acuerdo muy bien —la santera lo perforaba con sus ojazos enormes, preocupados.

—¿Y te acuerdas que, cuando ya me despedía, de repente te vino la inspiración y me dijiste que les diera gusto, que les entregara la mensualidad que me pedían? ¿Te acuerdas también de eso, Adelaida?

—Claro que sí, Felícito, por supuesto, cómo no me voy a acordar. ¿Me vas a decir por fin qué te pasa? ¿Por qué estás tan pálido y con vértigos?

—Tenías razón, Adelaida. Como siempre, la tenías. Mejor te hubiera hecho caso. Porque, porque…

No pudo continuar. Se le cortó la voz en medio de un sollozo y se puso a llorar. No lo hacía desde muchísimo tiempo atrás, ¿desde el día en que murió su padre en ese cuartucho oscuro de la Sala de Emergencias del Hospital Obrero de Piura?, ¿o, tal vez, desde aquella noche en que se acostó por primera vez con Mabel? Pero esta última no valía, porque había sido de felicidad. Y ahora, en cambio, se le salían las lágrimas todo el tiempo.

—Todo está resuelto y ahora se lo vamos a explicar, don Felícito —se animó por fin el capitán, repitiendo lo que ya le había dicho—. Mucho me temo que no le guste lo que va a oír.

Él se enderezó en el asiento y esperó, con todos sus sentidos alertas. Tuvo la impresión de que desaparecía la gente del pequeño bar, que enmudecían los ruidos de la calle. Algo le hizo maliciar que aquello que se venía iba a ser la peor de todas las desgracias que de un tiempo a esta parte le caían encima. Sus piernitas empezaron a temblar.

—Adelaida, Adelaida —gimió, mientras se limpiaba los ojos—. Tenía que desahogarme de algún modo. No pude contenerme. Te juro que llorar no es mi costumbre, perdóname.

—No te preocupes, Felícito —le sonrió la santera, dándole unos golpecitos cariñosos en la mano—. A todos nos hace bien derramar unos lagrimones de cuando en cuando. A mí también me da a veces la lloradera.

—Hable nomás, capitán, estoy preparado —afirmó el transportista—. Claro y fuerte, por favor.

—Vayamos por partes —carraspeó el capitán Silva, ganando tiempo; se llevó la taza de café a la boca, bebió un traguito y prosiguió—: Lo mejor es que usted vaya descubriendo la trama desde el principio, como la descubrimos nosotros. ¿Cómo se llama el guardia que daba protección a la señora Mabel, Lituma?

Candelario Velando, veintitrés años, tumbesino. Llevaba dos años en el cuerpo y esta era la primera vez que sus superiores lo vestían de paisano para un trabajo. Lo apostaron frente a la casita de la señora, en ese callejón sin salida del distrito de Castilla vecino al río y al Colegio de Don Juan Bosco de los padres salesianos y le ordenaron cuidar que nada le pasara a la dueña de casa. Debía socorrerla si hacía falta, tomar nota de quiénes venían a visitarla, seguirla sin hacerse ver, anotar con quiénes se daba cita, a quiénes visitaba, qué hacía o dejaba de hacer. Le dieron su arma de reglamento con parque para veinte disparos, una cámara fotográfica, una libretita, un lápiz y un celular para usar sólo en caso de extrema necesidad y nunca para llamadas personales.

—¿Mabel? —la santera abrió mucho esos ojos medio enloquecidos que tenía—. ¿Tu amiguita? ¿Ella misma?

Felícito asintió. El vaso de agua estaba ya vacío pero él parecía no darse cuenta pues, de rato en rato, se lo seguía llevando a la boca y movía los labios y la garganta como si tragara un sorbito.

—Ella misma, Adelaida —movió varias veces la cabeza—. Mabel, sí. Todavía no me lo puedo creer.

Era un buen policía, cumplidor y puntual. Le gustaba la profesión y hasta ahora se negaba a recibir coimas. Pero aquella noche estaba muy cansado, llevaba catorce horas siguiendo a la señora por la calle y cuidando su casa y, apenas se sentó en ese rincón adonde no llegaba la luz y apoyó la espalda en la pared, se durmió. No supo cuánto rato; sería bastante porque cuando despertó sobresaltado, la callecita estaba silenciosa, habían desaparecido los churres que hacían bailar trompos y las casitas habían apagado las luces y cerrado las puertas. Hasta los perros habían dejado de corretear y ladrar. Todo el vecindario parecía dormido. Se levantó atolondrado y, pegado a las sombras, se acercó a la casa de la señora. Oyó voces. Pegó la oreja a una de las ventanas. Parecía una discusión. No entendió palabra de lo que decían pero, no había duda, eran un hombre y una mujer y se peleaban. Corrió a agazaparse junto a otra ventana y desde allí pudo oír mejor. Se insultaban con lisuras pero no había golpes, no todavía. Sólo silencios largos y, otra vez, voces, más arrastradas. Ella estaba consintiendo, se diría. Había recibido una visita y, al parecer, el visitante se la tiraba. Candelario Velando supo en el acto que aquel no era el señor Felícito Yanaqué. ¿Tenía la señora, pues, otro amante? La casa quedó por fin en completo silencio.

Candelario se retiró a la esquina donde se había quedado dormido. Volvió a sentarse, encendió un cigarrillo y, con la espalda apoyada en el muro, esperó. Esta vez no cabeceó ni se distrajo. Estaba seguro que el visitante reaparecería en cualquier momento. Y, en efecto, apareció luego de un buen rato de espera, tomando unas precauciones que lo delataban: abriendo apenas la puerta, asomando sólo la cabeza, mirando a derecha y a izquierda. Creyendo que nadie podía verlo, echó a andar. Candelario lo vio de cuerpo entero y confirmó por su silueta y movimientos que no podía ser el viejito medio enano de Transportes Narihualá. Este era un hombre joven. No distinguía su cara, había demasiada sombra. Cuando lo vio alejarse hacia el Puente Colgante, fue tras él. Pisaba despacio, procurando no dejarse ver, algo alejado pero sin perderlo de vista. Se le acercó un poco al cruzar el Puente Colgante porque allí había trasnochadores entre los que podía ocultarse. Lo vio tomar una de las veredas de la Plaza de Armas y desaparecer en el bar del Hotel Los Portales. Esperó un momento y entró también. Estaba ante el mostrador —joven, blancón, pintoncito, con cresta a lo Elvis Presley— tomándose seco y volteado lo que debía ser una mulita de pisco. Entonces, lo reconoció. Lo había visto cuando fue a la comisaría de la avenida Sánchez Cerro a prestar su declaración.

—¿Seguro que era él, Candelario? —preguntó el sargento Lituma, poniendo cara de duda.

—Era Miguel, recontrasegurísimo —dijo secamente el capitán Silva, llevándose de nuevo la taza de café a la boca. Parecía muy molesto de decirle lo que le estaba diciendo—. Sí, señor Yanaqué. Lo siento mucho. Pero era Miguel.

—¿Mi hijo Miguel? —repitió muy rápido el transportista, pestañeando sin tregua, agitando una de sus manitos; había palidecido de golpe—. ¿A medianoche? ¿Dónde Mabel?

—Estaban en plena disputa, mi sargento —explicó el guardia Candelario Velando a Lituma—. Se peleaban de verdad, con lisuras como puta, concha de tu madre y peores. Después, un larguísimo silencio. Yo me imaginé entonces lo que usted se estará imaginando ahora: que vino la amistada y se metieron a la cama. ¿A qué iba a ser sino a cachar? Esto último no lo oí ni lo vi. Es una hipótesis.

—Mejor que no me cuentes esas cosas —dijo Adelaida, incómoda, bajando la vista. Sus pestañas eran largas y sedosas y se había afligido. Dio al transportista una palmadita cariñosa en la rodilla—. Salvo que creas que te hará bien contármelas. Como tú prefieras, Felícito. Lo que tú digas. Para algo soy tu amiga, che guá.

—Una hipótesis que revela que tienes la mente superpodrida, Candelario —le sonrió Lituma—. Bien, muchacho. Te pasaste. Como hay potos de por medio, tu historia le gustará al capitán.

—Fue la puntita del hilo, por fin. Empezamos a tirarlo y a desenrollar la madeja. Yo ya me olía algo, desde que la interrogué luego del secuestro. Cayó en muchas contradicciones, no sabía fingir. Así fue la cosa, señor Yanaqué —añadió el comisario—. No crea que esto resulta fácil para nosotros. Quiero decir, darle esta tremenda noticia. Sé que le cae como una puñalada en la espalda. Pero es nuestro deber, usted perdonará.

Calló porque el transportista había levantado una mano, con el puñito encogido.

—¿No habría la posibilidad de un error? —murmuró con una voz ahora cavernosa y ligeramente implorante—. ¿Ni una sola?

—Ninguna —afirmó el capitán Silva, sin piedad—. Está comprobado hasta el cansancio. La señora Mabel y su hijo Miguel le sacan la vuelta a usted hace ya bastante tiempo, don. De ahí arranca la historia de la arañita. Lo sentimos en el alma, señor Yanaqué.

—La culpa es más de su hijo Miguel que de la señora Mabel —metió su cuchara Lituma y de inmediato se disculpó—: Con perdón, no quería interrumpir.

Felícito Yanaqué ya no parecía estar oyendo a los dos policías. Su palidez se había acentuado; miraba el vacío como si se acabara de corporizar un fantasma. Le temblaba la barbilla.

—Sé muy bien lo que estás sintiendo y te compadezco, Felícito —la adivinadora se había puesto una mano en el pecho—. Sí, pues, tienes razón. Te hará bien desahogarte. De aquí no saldrá nada de lo que me cuentes, papacito, tú ya lo sabes.

Se dio un golpe en el pecho y Felícito pensó: «Qué raro, sonó a hueco». Avergonzado, sintió que los ojos se le llenaban de nuevo de lágrimas.

—La arañita es él —afirmó el capitán Silva, de manera categórica—. Su hijito, el blanquiñoso. Miguel. Al parecer, no lo hizo sólo por la plata sino por algo más retorcido. Y, acaso, acaso, también por eso mismo se encamó con Mabel. Tiene algo personal contra usted. Inquina, resentimiento, esas cosas escabrosas que envenenan el alma de la gente.

—Porque usted lo obligó a hacer el servicio militar, parece —volvió a entrometerse Lituma. Y también esta vez se excusó—: Con perdón. Eso es al menos lo que él nos ha dado a entender.

—¿Está usted oyendo lo que le contamos, don Felícito? —se inclinó el capitán hacia el transportista. Lo cogió del brazo—: ¿Se siente usted mal?

—Me siento muy bien —forzó una sonrisa el transportista. Le temblaban los labios y las ventanillas de la nariz. Y las manos que sostenían la botella de Inca Kola vacía. Un redondel amarillo circundaba el blanco de sus ojos y su vocecita era un hilo—. Siga nomás, capitán. Pero, perdone, me gustaría saber una cosa, si fuera posible. ¿Estaba comprometido también Tiburcio, mi otro hijo?

—Para nada, sólo Miguel —trató de animarlo el capitán—. Se lo aseguro de manera categórica. Por ese lado, puede estar tranquilo, señor Yanaqué. Tiburcio ni estaba metido en el ajo ni sabía palabra del asunto. Cuando se entere, quedará tan espantado como usted.

—Todo ese horror tiene su lado bueno, Adelaida —gruñó el transportista, luego de una larga pausa—. Aunque no te lo creas, lo tiene.

—Me lo creo, Felícito —dijo la santera, abriendo mucho la boca y mostrándole la lengua—. En la vida siempre es así. Las cosas buenas tienen siempre su ladito malo y las malas su ladito bueno. ¿Cuál es el bueno en este caso, pues?

—He resuelto una duda que me comía el alma desde que me casé, Adelaida —murmuró Felícito Yanaqué. Pareció que en ese instante se reponía: recuperó la voz, los colores, cierta seguridad en el hablar—. Que Miguel no es mi hijo. Que nunca lo fue. Gertrudis y su madre me hicieron casar a la fuerza, con el cuento del embarazo. Claro que ella estaba preñada. Pero no por mí, sino por otro. Fui su cholito, pues. Me clavaron un entenado haciéndolo pasar por mi hijo y, así, Gertrudis se salvó de la vergüenza de ser madre soltera. ¿Cómo iba a ser mi hijo ese blanquito de ojos azules, me quieres decir? Siempre sospeché que ahí había gato encerrado. Ahora, por fin, aunque un poco tarde, tengo la evidencia. No lo es, no corre mi sangre por sus venas. Un hijo mío, un hijo de mi sangre, no hubiera hecho jamás lo que él me hizo. ¿Ves, te das cuenta, Adelaida?

—Veo, papacito, me doy —asintió la santera—. Dame tu vaso, te lo llenaré de nuevo en la piedra destiladora, con agua fresquita. Me da no sé qué verte tomando agua de un vaso vacío, che guá.

—¿Y Mabel? —musitó el transportista con la vista baja—. ¿Estuvo enredada en la conspiración de la arañita desde el principio? ¿Ella sí?

—A regañadientes, pero sí —matizó el capitán Silva, como a su pesar—. Lo estuvo. Nunca le gustó el asunto y, según dice, al principio trató de disuadir a Miguel, lo que es posible. Pero su hijo tiene su carácter y…

—Él no es mi hijo —lo interrumpió Felícito Yanaqué, mirándolo a los ojos—. Perdone, yo sé lo que le digo. Siga, qué más, capitán.

—Estaba ya harta de Miguel y quería romper, pero él no la dejaba, la tenía asustada con contarle a usted el romance de los dos —intervino de nuevo Lituma—. Y, por haberla complicado en este enredo, ella comenzó a odiarlo.

—¿Quiere decir que ustedes han hablado con Mabel? —preguntó el transportista, desconcertado—. ¿Que ha confesado?

—Está colaborando con nosotros, señor Yanaqué —asintió el capitán Silva—. Su testimonio ha sido definitivo para conocer toda la trama de la arañita. Lo que le ha dicho el sargento es correcto. Al principio, cuando se metió con Miguel, no sabía que era su hijo. Cuando se enteró, trató de sacárselo de encima, pero ya era tarde. No pudo porque Miguel la tenía chantajeada.

—Amenazándola con contarle a usted toda la vaina, señor Yanaqué, para que usted la matara o le diera una paliza, al menos —volvió a intervenir el sargento Lituma.

—Y la dejara en la calle sin un centavo, que es lo principal —enlazó el capitán—. Lo que le dije antes, don. Miguel le tiene odio, un rencor enorme. Dice que porque usted lo obligó a hacer el servicio militar y no a su hermano Tiburcio. Pero a mí me huele que hay algo más. Tal vez ese odio venga de antes, desde niño. Usted sabrá.

—Debe haber sospechado también que no era mi hijo, Adelaida —añadió el transportista. Bebía a sorbitos el nuevo vaso de agua que acababa de traerle la santera—. Se vería la cara en el espejo, comprendería que no tenía ni podía tener mi sangre. Y fue así que empezaría a odiarme, qué le quedaba. Lo raro es que lo disimuló siempre, que nunca me lo demostró. ¿Ves?

—Qué quieres que vea, Felícito —exclamó la santera—. Todo está clarísimo, hasta un ciego lo vería. Ella es una muchacha y tú un viejo. ¿Creías que Mabel te iba a ser fiel hasta la muerte? Más todavía teniendo tú mujer y familia, sabiendo muy bien que ella nunca sería otra cosa que tu querida. La vida es la vida, Felícito, ya tendrías que saberlo. Tú vienes de abajo y sabes lo que es el sufrimiento, como yo y como tanto piurano pobretón.

—Claro que sí, el secuestro nunca fue un secuestro sino una payasada —dijo el capitán—. Para presionarlo en sus sentimientos, don.

—Lo sabía, Adelaida. Nunca me hice ilusiones. ¿Por qué crees que preferí siempre mirar a otro lado, no enterarme de lo que hacía Mabel? ¡Pero nunca imaginé que pudiera meterse con mi propio hijo!

—¿Acaso es tu hijo? —lo rectificó la santera, burlándose—. Qué más da con quién se metió, Felícito. Qué puede hacerte eso, ahora. No pienses más en eso, compadrito. Pasa la página, olvídate, eso ya fue. Es lo mejor, hazme caso.

—¿Sabes en qué pienso ahora con verdadera angustia, Adelaida? —otra vez se le había quedado el vaso vacío. Felícito sentía escalofríos—. En el escándalo. Te parecerá una tontería, pero es lo que más me atormenta. Saldrá mañana en los periódicos, en las radios, en la televisión. Vendrá la cacería periodística entonces. Mi vida será otra vez un circo. La persecución de los periodistas, la curiosidad de la gente en la calle, en la oficina. Ya no tengo paciencia ni ánimo para soportar todo eso de nuevo, Adelaida. Ya no.

—El señor se ha quedado dormido, mi capitán —susurró Lituma, señalando al transportista que había cerrado los ojos e inclinado la cabeza.

—Creo que sí —admitió el oficial—. Lo ha demolido la noticia. El hijo, la querida. Tras cuernos, palos. No es para menos, carajo.

Felícito los oía pero sin oírlos. No quería abrir los ojos, aunque fuera por un momento. Dormitaba, oyendo el bullicio y el trajín de la avenida Sánchez Cerro. Si no hubiera ocurrido todo esto, estaría en Transportes Narihualá pasando revista al movimiento de ómnibus, camionetas y autos de la mañana, estudiando el pasaje de hoy y cotejándolo con el de ayer, dictando cartas a la señora Josefita, cancelando o cobrando letras en el banco, preparándose para volver a su casa a almorzar. Sintió tanta tristeza que le dio una tembladera de terciana, de pies a cabeza. Nunca más su vida volvería a tener ese ritmo tranquilo de antaño ni a ser un transeúnte anónimo. En el futuro siempre sería reconocido por las calles, al verlo entrar a un cine o a un restaurante se levantarían murmuraciones, miradas impertinentes, cuchicheos, manos apuntándolo. Esta misma noche o a más tardar mañana, la noticia sería pública, todo Piura la conocería. Y resucitaría aquel infierno.

—¿Se siente mejor con esa cabeceadita, don? —le preguntó el capitán Silva, dándole una palmada afectuosa en el brazo.

—Me adormecí un poco, lo siento —dijo él, abriendo los ojos—. Discúlpenme ustedes. Tantas emociones al mismo tiempo.

—Claro, claro —lo tranquilizó el oficial—. ¿Quiere que continuemos o lo dejamos para más tarde, don Felícito?

Asintió, murmurando: «Sigamos». En los minutos que permaneció con los ojos cerrados, el barcito se había llenado de gente, sobre todo hombres. Fumaban, pedían sándwiches, gaseosas o cervezas, tacitas de café. El capitán bajó la voz para que los de la mesa vecina no lo oyeran.

—Miguel y Mabel están detenidos desde anoche y el juez instructor está al tanto de todo el asunto. Hemos citado a la prensa en la comisaría a las seis de la tarde. No creo que usted quiera asistir a esa comparecencia, ¿no, don Felícito?

—De ninguna manera —exclamó el transportista, horrorizado—. ¡Claro que no!

—No es necesario que usted venga —lo tranquilizó el capitán—. Eso sí, prepárese. Los periodistas lo van a volver loco.

—¿Miguel ha reconocido todos los cargos? —preguntó Felícito.

—Al principio los negó, pero cuando supo que Mabel lo había traicionado y sería testigo de la acusación, tuvo que aceptar la realidad. Ya se lo dije, el testimonio de ella es demoledor.

—Gracias a la señora Mabel, terminó confesándolo todo —añadió el sargento Lituma—. Ella nos ha facilitado el trabajo. Estamos redactando el parte. Mañana, a más tardar, estará en manos del juez instructor.

—¿Tendré que verlo a él? —Felícito hablaba tan bajito que los policías tuvieron que acercarle las cabezas para poder oírlo—. A Miguel, quiero decir.

—En el juicio, de todas maneras —asintió el capitán—. Usted será el testigo estrella. Es la víctima, recuerde.

—¿Y antes del juicio? —insistió el transportista.

—Puede ser que el juez instructor, o el fiscal, pidan un careo —explicó el capitán—. En ese caso, sí. A nosotros no nos hace falta porque, como le dijo Lituma, Miguel ha reconocido todos los cargos. Pudiera ser que su abogado le fije otra estrategia y desmienta todo, alegando que su confesión es nula porque fue arrancada por medios ilícitos. En fin, lo de siempre. Pero no creo que tenga escapatoria. Mientras Mabel colabore con la justicia, él está perdido.

—¿Cuánto tiempo le darán? —preguntó el transportista.

—Dependerá del abogado que lo defienda y de lo que pueda gastar en su defensa —dijo el comisario, haciendo una mueca algo escéptica—. No será mucho. No ha habido más violencia que el pequeño incendio en su empresa. El chantaje, el falso secuestro y la asociación para delinquir no son delitos tan graves, en esta circunstancia. Porque no se concretaron en nada, fueron simulacros. Dos o tres añitos, en el mejor de los casos, dudo que más. Y, considerando que es delincuente primario, sin antecedentes, hasta puede que se libre de la cárcel.

—¿Y a ella? —preguntó el transportista, pasándose la lengua por los labios.

—Como colabora con la justicia, la pena será muy leve, don Felícito. Tal vez quede libre de polvo y paja. Después de todo, ha sido también una víctima del blanquiñoso. Eso podría alegar su abogado, con cierta razón.

—¿Te das cuenta, Adelaida? —suspiró Felícito Yanaqué—. Me hicieron pasar unas semanas de angustia, me quemaron el local de la avenida Sánchez Cerro, las pérdidas han sido grandes porque, con el miedo de que los chantajistas tiraran una bomba a mis ómnibus, se nos fueron muchos clientes. Y es probable que los dos zamarros se vayan a sus casas libres, a vivir la buena vida. ¿Te das cuenta lo que es la justicia en este país?

Se calló porque advirtió que algo había cambiado en los ojos de la santera. Lo miraba fijo, con las pupilas agrandadas, muy seria y concentrada, como si estuviera viendo algo inquietante dentro o a través de él. Le cogió una mano entre sus manos grandes y callosas, de uñas sucias. Se la apretaba con mucha fuerza. Felícito se estremeció, muerto de miedo.

—¿Una inspiración, Adelaida? —tartamudeó, tratando de zafar su mano—. ¿Qué ves, qué te está ocurriendo? Por favor, amiguita.

—Algo te está por pasar, Felícito —dijo ella, apretándole más la mano, mirándolo siempre fijo con sus ojos profundos, ahora afiebrados—. No sé qué, tal vez lo que te pasó esta mañana con los cachacos, tal vez otra cosa. Peor o mejor, no lo sé. Algo tremendo, muy fuerte, un sacudón que cambiará toda tu vida.

—¿Quieres decir, algo distinto a todo lo que ya me está pasando? ¿Todavía peores cosas, Adelaida? ¿No es bastante con la cruz que ya arrastro?

Ella movía la cabeza como una enloquecida y no parecía oírlo. Levantó mucho la voz:

—No sé si mejores o peores, Felícito —gritó, despavorida—. Pero, eso sí, más importantes que todo lo que te ha pasado hasta hoy. Una revolución en tu vida, eso es lo que presiento.

—¿Todavía más? —repetía él—. ¿No me puedes decir nada concreto, Adelaida?

—No, no puedo —la santera le soltó la mano y fue recuperando poco a poco su semblante y sus maneras de costumbre. La vio suspirar, pasarse la mano por la cara como espantando a un insecto—. Sólo te digo lo que siento, lo que me hace sentir la inspiración. Ya sé que es enredado. Para mí también, Felícito. Qué culpa tengo, eso es lo que Dios quiere que sienta. Él es el que manda. Eso es todo lo que puedo decirte. Estate preparado, algo te va a pasar. Algo que te sorprenderá. Ojalá no sea para peor, papacito.

—¿Para peor? —exclamó el transportista—. Lo peor que me podría pasar ya sólo sería morirme, aplastado por un carro, mordido por un perro con rabia. Tal vez sea eso lo que me convenga. Morirme, Adelaida.

—No te vas a morir todavía, te lo puedo asegurar. Tu muerte no es algo que me haya dicho la inspiración.

La santera parecía extenuada. Seguía en el suelo, sentada sobre sus talones y se frotaba las manos y los brazos, despacio, como sacudiéndoles el polvo. Felícito decidió partir. Se le había pasado ya media tarde. No había probado ni un bocado a mediodía pero no tenía hambre. La sola idea de sentarse a comer le daba asco. Se levantó de la mecedora con esfuerzo y sacó su billetera.

—No es necesario que me des nada —dijo la santera, desde el suelo—. Hoy no, Felícito.

—Sí, lo es —dijo el transportista, dejando cincuenta soles en el mostrador más cercano—. No por esa inspiración tan confusa, sino por haberme consolado y aconsejado con tanto cariño. Eres mi mejor amiga, Adelaida. Yo siempre he confiado en ti, por eso.

Salió a la calle, abrochándose el chaleco, acomodándose la corbata, el sombrero. Volvió a sentir mucho calor. Lo agobiaba la presencia de la multitud que atestaba las calles del centro de Piura. Algunas personas lo reconocían y lo saludaban con venias o se secreteaban, señalándolo. Otras le tomaban fotos con sus celulares. Decidió pasar por Transportes Narihualá por si había novedades de última hora. Miró su reloj: las cinco de la tarde. La conferencia de prensa en la comisaría era a las seis. Una horita para que las noticias corrieran como la pólvora. Estallarían en las radios, en Internet, la difundirían los blogs, las ediciones digitales de los diarios, los boletines de la televisión. Volvería a ser el hombre más popular de Piura. «Engañado por su hijo y su amante», «Quisieron chantajearlo el hijo y su amante», «Las arañitas eran su hijo y su querida ¡que encima eran amantes!». Sintió náuseas imaginando los titulares, las caricaturas que lo mostrarían en actitudes ridículas, con unos cuernos que rasgaban las nubes. ¡Qué canallas! ¡Ingratos, malagradecidos! Lo de Miguel lo encolerizaba menos. Porque, gracias al chantaje de la arañita había confirmado sus sospechas: no era su hijo. ¿Quién sería su verdadero padre? ¿Lo sabría Gertrudis? En ese tiempo, cualquier cliente de la fonda se la tiraba, había muchos candidatos a esa paternidad. ¿Se separaría de ella? ¿Se divorciaría? Nunca la había querido, pero, ahora, después de tanto tiempo, ni siquiera podía guardarle rencor. No había sido una mala mujer; en todos estos años había tenido una conducta intachable, viviendo exclusivamente para su hogar y para la religión. La noticia la sacudiría, por supuesto. Una foto de Miguel, esposado, entre rejas, por haber querido chantajear a su padre además de meterle cuernos con su querida, no era algo que una madre encajara con facilidad. Lloraría y correría a la catedral a que la consolaran los curas.

Lo de Mabel era más duro. Pensaba en ella y se le abría un vacío en el estómago. Era la única mujer que había querido de verdad en la vida. Le había dado todo. Casa, pensión, regalos. Una libertad que ningún otro hombre hubiera concedido a la mujer que mantenía. ¡Para que se metiera a la cama con su hijo! ¡Para que, conchabada con ese miserable, lo chantajeara! No la iba a matar, ni siquiera le pegaría un buen sopapo en su jeta de mentirosa. No volvería a verla. Que se ganara la vida puteando. A ver si conseguía un amante tan considerado como él.

En vez de bajar por la calle Lima, a la altura del Puente Colgante se desvió hacia el malecón Eguiguren. Allí había menos gente y podía caminar más tranquilo, sin el sobresalto de saber que lo miraban y señalaban. Recordó las antiguas casonas que bordeaban este malecón cuando era churre. Se habían ido desmoronando una tras otra con los estragos que causó El Niño, las lluvias y las crecientes del río que se desbordó y anegó el barrio. En lugar de reconstruirlas, los blanquitos se habían hecho sus casas nuevas en El Chipe, lejos del centro.

¿Qué haría ahora? ¿Seguir con su trabajo en Transportes Narihualá como si nada? Pobre Tiburcio. Él sí que se llevaría un terrible disgusto. Su hermano Miguel, al que había sido siempre tan pegado, convertido en un delincuente que quiso atracar a su padre con la complicidad de la querida. Tiburcio era muy buena gente. Quizás no muy inteligente, pero correcto, cumplidor, incapaz de una vileza como la de su hermano. Se quedaría destrozado con la noticia.

El río Piura estaba muy cargado y arrastraba ramas, pequeños arbustos, papeles, botellas, plásticos. Tenía un color barroso como si hubiera habido desprendimientos de tierras en la cordillera. No había nadie bañándose en sus aguas.

Cuando subió del malecón a la avenida Sánchez Cerro decidió no ir a la oficina. Faltaba sólo un cuarto de hora para las seis y los periodistas caerían como moscas a Transportes Narihualá apenas supieran la noticia. Mejor encerrarse en su casa, tener la puerta de calle con llave y no salir en unos cuantos días, hasta que amainara la tormenta. Pensar en el escándalo le hacía correr culebritas por la espalda.

Remontó la calle Arequipa hacia su casa, sintiendo que la angustia se empozaba de nuevo en su pecho y le dificultaba la respiración. Así que Miguelito le tenía inquina, que lo odiaba incluso desde antes de que lo obligara a hacer el servicio militar. Era un sentimiento recíproco. No, falso, él nunca había odiado a ese hijo espurio. Otra cosa era que nunca lo hubiera querido, porque adivinaba que no tenía su misma sangre. Pero no recordaba haber tenido preferencias con Tiburcio. Había sido un padre justo, cuidadoso de dar a los dos un trato idéntico. Es verdad que obligó a Miguel a pasar un año en el cuartel. Fue por su bien. Para que lo pusieran en vereda. Era pésimo alumno, sólo le gustaba divertirse, patear pelota y echarse tragos en las chicherías. Lo había sorprendido chupando en bares y fondas de mala muerte con amigotes de mala pinta y gastándose las propinas en el burdel. Por ese camino, le iba a ir muy mal. «Si sigues así, te meto al Ejército», le advirtió. Siguió y lo metió. Felícito se rio. Bueno, tampoco se había enmendado mucho que digamos, para terminar haciendo lo que había hecho. Que fuera a la cárcel, que supiera lo que era eso. A ver quién le daba trabajo después, con tal prontuario. Saldría de allí más forajido de lo que entró, como todos los que pasaban por esas universidades del crimen que eran las cárceles.

Estaba frente a su casa. Antes de abrir el gran portón con clavos, dio unos pasos hasta la esquina y echó unas monedas en el tarrito del ciego:

—Buenas tardes, Lucindo.

—Buenas tardes, don Felícito. Dios se lo pague.

Regresó, sintiendo el pecho contraído y respirando con dificultad. Abrió la puerta y la cerró a sus espaldas. Desde el vestíbulo, oyó voces en la sala. Lo que faltaba. ¡Visitas! Era raro, Gertrudis no tenía amigas que vinieran sin anunciarse, no daba nunca tecitos. Estaba parado en el vestíbulo, indeciso, cuando vio aparecer en el dintel de la sala la difusa silueta de su mujer. Embutida en uno de esos vestidos que parecían hábitos, la vio venir hacia él apresurando mucho ese andar dificultoso que tenía. ¿Por qué traía esa cara? Ya sabría las noticias, pues.

—O sea que ya te has enterado de todo —murmuró.

Pero ella no lo dejó terminar. Señalaba hacia la sala, hablaba atropellándose:

—Lo siento, lo siento muchísimo, Felícito. He tenido que alojarla aquí en la casa. No podía hacer otra cosa. Sólo será por unos días. Viene huyendo. Podrían matarla, parece. Una historia increíble. Ven, que ella misma te la cuente.

El pecho de Felícito Yanaqué era un tambor. Miraba a Gertrudis, sin comprender bien lo que decía, pero, en vez de la cara de su mujer, veía la de Adelaida, transformada por las visiones de la inspiración.