XIV

Aquel martes del invierno limeño que don Rigoberto y doña Lucrecia considerarían el peor día de su vida, paradójicamente amaneció con el cielo despejado y un anuncio de sol. Después de dos semanas de neblina pertinaz, humedad y una lluviecita intermitente que apenas mojaba pero se infiltraba hasta los huesos, semejante despertar parecía de buen agüero.

La cita en la oficina del juez instructor era a las diez de la mañana. El doctor Claudio Arnillas, con sus infaltables tirantes de colorines y sus andares patulecos, pasó a recoger a Rigoberto a las nueve como habían quedado. Este creía que la nueva diligencia ante el magistrado sería, como las anteriores, pura pérdida de tiempo, preguntas tontas sobre sus funciones y competencias como gerente de la compañía de seguros a las que él respondería con las consiguientes razones obvias y equivalentes tonterías. Pero esta vez se encontró con que los mellizos habían escalado el acoso judicial; además de paralizar el trámite de jubilación con el pretexto de examinar sus responsabilidades e ingresos en sus años de servicio en la empresa, le habían abierto una nueva investigación judicial sobre una supuesta acción dolosa en perjuicio de la compañía de seguros de la que él sería encubridor, beneficiario y cómplice.

Don Rigoberto apenas recordaba el episodio, ocurrido tres años atrás. El cliente, un mexicano avecindado en Lima, dueño de una chacra y una fábrica de productos lácteos en el valle de Chillón, había sido víctima de un incendio que arrasó su propiedad. Luego del peritaje policial y el fallo del juez, se le indemnizó por las pérdidas sufridas de acuerdo al seguro que tenía. Cuando, por denuncias de un socio, fue acusado de haber fraguado él mismo el incendio para cobrar fraudulentamente la póliza, el personaje había salido del país sin dejar rastro de su nuevo paradero y la compañía no pudo resarcirse del embauco. Ahora, los mellizos decían tener pruebas de que Rigoberto, gerente de la empresa, había procedido de manera negligente y sospechosa en todo el asunto. Las pruebas consistían en el testimonio de un exempleado de la compañía, despedido por incompetente, quien aseguraba poder demostrar que el gerente había actuado en connivencia con el estafador. Todo era un embrollo descabellado y el doctor Arnillas, que ya había entablado una contrarréplica judicial por libelo y calumnia contra los mellizos y su falso testigo, le aseguró que aquella denuncia se vendría abajo como un castillo de arena; Miki y Escobita tendrían que pagar reparaciones por ofensas a su honor, falso testimonio e intento de sorprender a la justicia.

El trámite los ocupó toda la mañana. La oficinita estrecha y asfixiante hervía de calor y de moscas y tenía las paredes averiadas con inscripciones y tachuelas. Sentado en una silla pequeña y raquítica, en la que apenas le cabían la mitad de las nalgas y que para colmo se balanceaba, Rigoberto estuvo todo el tiempo haciendo equilibrio para evitar caerse al suelo, mientras respondía a las preguntas del juez, tan arbitrarias y absurdas que, se decía, no tenían otro objeto que hacerle perder el humor, el tiempo y la paciencia. ¿Había sido también untado por los hijos de Ismael? Ese par de crápulas le añadían cada día más contratiempos para forzarlo a testimoniar que su padre no estaba en su sano juicio cuando se casó con su sirvienta. Además de paralizar su jubilación, ahora esto. Los mellizos sabían muy bien que esta acusación podría resultarles contraproducente. ¿Por qué la hacían? ¿Nada más que por un odio ciego, un deseo de venganza cerril por haber sido cómplice de aquel matrimonio? Una transferencia freudiana, tal vez. Estaban fuera de sus casillas y se encarnizaban contra él porque no podían hacerles nada a Ismael y Armida, que gozaban de lo lindo allá en Europa. Se equivocaban. No lo harían ceder. Veríamos quién reía último en la guerrita que le habían declarado.

El juez era un hombrecillo menudo y escurrido, vestido pobremente; hablaba sin mirar los ojos de su interlocutor, con una voz tan baja e indecisa que el disgusto de don Rigoberto aumentaba por minutos. ¿Alguien grababa el interrogatorio? Aparentemente, no. Había un amanuense acurrucado entre el juez y la pared, con la cabeza sumergida en un enorme legajo, pero no se veía ninguna grabadora. El magistrado, por su parte, contaba apenas con una libretita en la que, a ratos, hacía un apunte tan veloz que no podía ser ni siquiera una apretada síntesis de su declaración. De modo que todo este interrogatorio era una farsa que sólo servía para amargarlo. Estaba tan irritado que tuvo que hacer grandes esfuerzos para prestarse a la ridícula pantomima y no estallar en un ataque de cólera. Al salir, el doctor Arnillas le dijo que debía más bien alegrarse: al mostrar tanto desgano en el interrogatorio era evidente que el juez instructor no tomaba en serio la acusación de las hienas. La declararía nula y no avenida, segurísimo.

Rigoberto llegó a su casa cansado, malhumorado y sin ganas de almorzar. Le bastó ver la cara desencajada de doña Lucrecia para advertir que lo esperaba alguna nueva mala noticia.

—¿Qué pasa? —preguntó, mientras se quitaba el saco y lo colgaba en el vestidor del dormitorio. Como su mujer se demoraba en contestar se volvió a mirarla.

—¿Cuál es la mala noticia, amor mío?

Demudada y temblándole la voz, doña Lucrecia murmuró:

—Edilberto Torres, figúrate —se le escapó medio quejido y añadió—: Se le apareció en un colectivo. Otra vez, Rigoberto. ¡Dios mío, otra vez!

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—En el colectivo Lima-Chorrillos, madrastra —contó Fonchito, muy tranquilo, rogándole con los ojos que no diera importancia al asunto—. Me subí en el Paseo de la República, cerca de la Plaza Grau. En el paradero siguiente, ya en el Zanjón, se subió él.

—¿Él? ¿El mismo? ¿Él? —exclamó ella, acercándole la cara, inspeccionándolo—. ¿Estás seguro de lo que me dices, Fonchito?

—Salud, joven amigo —lo saludó el señor Edilberto Torres, haciéndole una de sus venias habituales—. Qué casualidad, mira dónde venimos a encontrarnos. Gusto de verte, Fonchito.

—Vestido de gris, con saco y corbata y su chompita color granate —explicó el chiquillo—. Muy bien peinado y afeitado, amabilísimo. Claro que era él, madrastra. Y esta vez, por suerte, no lloró.

—Desde la última vez que nos vimos, me parece que has crecido un poco —afirmó Edilberto Torres, examinándolo de arriba abajo—. No sólo físicamente. Ahora tienes una mirada más serena, más segura. Una mirada casi de adulto, Fonchito.

—Mi papá me ha prohibido que hable con usted, señor. Lo siento, pero tengo que hacerle caso.

—¿Te ha dicho por qué esa prohibición? —preguntó el señor Torres, sin alterarse lo más mínimo. Lo observaba con curiosidad, sonriendo levemente.

—Mi papá y mi madrastra creen que usted es el diablo, señor.

Edilberto Torres no pareció sorprenderse mucho, pero el chofer del colectivo sí. Dio un pequeño frenazo y se volvió a echar un vistazo a los dos pasajeros del asiento trasero. Al verles las caras, se tranquilizó. El señor Torres sonrió todavía más, pero no soltó una carcajada. Asintió, tomando el asunto a la broma.

—En los tiempos en que vivimos, todo es posible —comentó, con su perfecta dicción de locutor, encogiendo los hombros—. Hasta que el diablo ande suelto por las calles de Lima y se movilice en colectivos. A propósito del diablo, he sabido que has hecho buenas migas con el padre O’Donovan, Fonchito. Sí, el que tiene una parroquia Bajo el Puente, quién va a ser si no. ¿Te llevas bien con él?

—Te estaba tomando el pelo, ¿no te diste cuenta, Lucrecia? —afirmó don Rigoberto—. Por lo pronto, es una broma que se le apareciera de nuevo en ese colectivo. Y todavía más que imposible que mencionara a Pepín. Se burlaba de ti, simplemente. Se ha estado burlando de nosotros desde el principio de la historia, esa es la verdad.

—No dirías eso si hubieras visto la cara que tenía, Rigoberto. Creo que lo conozco bastante para saber cuándo miente y cuándo no.

—¿Usted conoce al padre O’Donovan, señor?

—Algunos domingos voy a oír su misa, pese a que su parroquia queda bastante lejos de donde vivo —le respondió Edilberto Torres—. Me doy el trote porque me gustan sus sermones. Son los de un hombre culto, inteligente, que habla para todo el mundo, no sólo para los creyentes. ¿No te dio esa impresión cuando conversaste con él?

—Nunca he oído sus sermones —aclaró Fonchito—. Pero, sí, me pareció muy inteligente. Con experiencia de la vida y sobre todo de la religión.

—Deberías escucharlo cuando habla desde el púlpito —le aconsejó Edilberto Torres—. Sobre todo ahora, que te interesas por asuntos espirituales. Es elocuente, elegante y sus palabras están llenas de sabiduría. Debe ser uno de los últimos buenos oradores que tiene la Iglesia. Porque la oratoria sagrada, tan importante en el pasado, entró en decadencia hace ya mucho tiempo.

—Pero él no lo conoce a usted, señor —se atrevió a decir Fonchito—. Yo le he hablado de usted al padre O’Donovan y él ni siquiera sabía quién era.

—Yo para él no soy otra cosa que una cara más entre los feligreses de la iglesia —repuso Edilberto Torres, sin inmutarse—. Una cara perdida entre muchas otras. Qué bien que te intereses ahora en la religión, Fonchito. He oído que formas parte de un grupo que se reúne una vez por semana a leer la Biblia. ¿Te divierte hacerlo?

—Me estás mintiendo, corazón —lo reprendió la señora Lucrecia con cariño, tratando de disimular su sorpresa—. No pudo decirte eso. No es posible que el señor Torres supiera lo del grupo de estudio.

—Sabía incluso que la semana pasada terminamos la lectura del Génesis y comenzamos con el Éxodo —ahora, el chiquillo había puesto una cara de gran preocupación. Él también parecía consternado—. Sabía hasta ese detalle, te lo juro. Me dejó tan sorprendido que se lo dije, madrastra.

—No tiene por qué sorprenderte, Fonchito —le sonrió Edilberto Torres—. Te he tomado mucho aprecio y me interesa saber cómo te va, en el colegio, en tu familia y en la vida. Por eso, procuro averiguar qué haces y con quién te juntas. Es una manifestación de cariño hacia ti, nada más. No hay que buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro: ¿conocías ese refrán?

—Me va a oír cuando vuelva del colegio —dijo don Rigoberto, encolerizándose de pronto—. Foncho no puede seguir jugando de ese modo con nosotros. Ya me cansé de que quiera hacernos tragar tantos embustes.

Malhumorado, fue al baño y se lavó la cara con agua fría. Sentía algo inquietante, adivinaba nuevos disgustos. Nunca había creído que el destino de los hombres estuviera escrito, que la vida fuera un guión que los seres humanos interpretaban sin saberlo, pero, desde el malhadado matrimonio de Ismael y las supuestas apariciones de Edilberto Torres en la vida de Fonchito, tenía la sensación de haber detectado un asomo de predestinación en su vida. ¿Podían ser sus días una secuencia preestablecida por un poder sobrenatural como creían los calvinistas? Y, lo peor, en ese aciago martes los dolores de cabeza de la familia sólo acababan de comenzar.

Se habían sentado a la mesa. Rigoberto y Lucrecia permanecían mudos y con caras de velorio, escarbando con desgano el plato de ensalada, totalmente inapetentes. En eso Justiniana irrumpió en el comedor sin pedir permiso:

—Lo llaman por teléfono, señor —estaba muy excitada, los ojos echando chispas, como en las grandes ocasiones—. ¡El señor Ismael Carrera, nada menos!

Rigoberto se levantó de un salto. Medio tropezando, fue a recibir la llamada en su escritorio.

—¿Ismael? —preguntó, ansioso—. ¿Eres tú, Ismael? ¿De dónde me llamas?

—De aquí, de Lima, de dónde va a ser —le repuso su exjefe y amigo en el mismo tono despreocupado y jovial de su última llamada—. Llegamos anoche y estamos impacientes por verlos, Rigoberto. Pero, como tú y yo tenemos tanto de que hablar, por qué no nos reunimos los dos solos de inmediato. ¿Has almorzado? Bueno, ven a tomar el café conmigo, entonces. Sí, ahora mismo, te espero aquí en mi casa.

—Voy volando —se despidió Rigoberto, como un autómata. «Vaya día, vaya día».

No quiso probar un bocado más y salió como una tromba, prometiendo a Lucrecia que volvería de inmediato a contarle su conversación con Ismael. La llegada de su amigo, fuente de todos los conflictos en que se veía envuelto con los mellizos, hizo que se olvidara de la entrevista con el juez instructor y de la reaparición de Edilberto Torres en un colectivo Lima-Chorrillos.

O sea que el vejete y su flamante esposa habían vuelto por fin de su luna de miel. ¿De veras estaría al tanto, informado diariamente por Claudio Arnillas de todos los problemas que les estaba dando la persecución de las hienas? Hablaría con él de manera franca; le diría que ya estaba bien, desde que aceptó ser su testigo su vida se había vuelto una pesadilla judicial y policial, debía hacer algo de inmediato para que Miki y Escobita pararan el acoso.

Pero, al llegar al caserón neocolonial de San Isidro medio aplastado por los edificios del entorno, Ismael y Armida lo recibieron con tantas demostraciones de amistad que las intenciones que traía de hablar claro y fuerte se le derrumbaron. Quedó maravillado de lo tranquila, contenta y elegante que estaba la pareja. Ismael vestía de sport, con un pañuelo de seda en el cuello y unas sandalias que debían ser un guante para sus pies; su chaqueta de cuero hacía juego con la camisa de cuello evanescente del que emergía su cara risueña, recién rasurada y perfumada con una delicada fragancia de anís. Aún más extraordinaria era la transformación de Armida. Parecía recién salida de manos de peinadoras, maquilladoras y manicuristas expertas. Su antiguo pelo negro era ahora castaño y una ondulación graciosa había reemplazado los cabellos lacios. Vestía un ligero conjunto de flores estampadas, con un chal color lila sobre los hombros y unos zapatitos del mismo color, de medio taco. Todo en ella, las manos cuidadas, las uñas pintadas de un rojo pálido, los aretes, la cadenilla de oro, el prendedor en el pecho y hasta sus maneras desenvueltas —había saludado a Rigoberto acercándole la mejilla para que la besara— eran las de una dama que se habría pasado la vida entre gentes bien educadas, ricas y mundanas, dedicada a cuidar su cuerpo y su atuendo. A simple vista no quedaba traza en ella de la antigua empleada doméstica. ¿Habría dedicado estos meses de luna de miel en Europa a recibir lecciones de buenos modales?

Apenas terminaron los saludos lo hicieron pasar a la salita contigua al comedor. Por el amplio ventanal se divisaba el jardín lleno de crotos, buganvillas, geranios y floripondios. Rigoberto notó que, junto a la mesita donde estaban dispuestas las tazas, la cafetera y una fuente con galletas y pastelitos, había varios paquetes, cajas y cajitas primorosamente envueltos con papeles y lazos de fantasía. ¿Eran regalos? Sí. Ismael y Armida se los habían traído a Rigoberto, Lucrecia, Fonchito y hasta Justiniana en agradecimiento por el cariño que habían demostrado con los novios: camisas y un pijama de seda para Rigoberto, blusas y chales para Lucrecia, ropa y zapatillas de deporte para Fonchito, guardapolvos y sandalias para Justiniana, además de cinturones, correas, gemelos, agendas, libretas hechas a mano, grabados, chocolates, libros de arte y un dibujo galante para colgar en el baño o en la intimidad del hogar.

Se los veía rejuvenecidos, seguros de sí mismos, felices y tan soberanamente serenos que Rigoberto se sintió contagiado por el sosiego y buen humor de los recién casados. Ismael debía sentirse muy seguro de lo que hacía, perfectamente a salvo de las maquinaciones de sus hijos. Tal como le predijo en aquel almuerzo en La Rosa Náutica, estaría gastando más que ellos en deshacer sus conspiraciones. Lo tendría todo controlado. Menos mal. ¿Por qué se preocupaba él, entonces? Con Ismael en Lima, el lío armado por las hienas se resolvería. Acaso con una reconciliación si su exjefe se resignaba a soltarles algo más de dinero al par de tarambanas. Todas las trampas que lo tenían abrumado se desharían en pocos días y él recobraría su vida secreta, su espacio civilizado. «Mi soberanía y libertad», pensó.

Después de tomar café, Rigoberto escuchó algunas anécdotas del viaje de los novios por Italia. Armida, a la que apenas recordaba haberle escuchado antes la voz, había recuperado el don de la palabra. Se expresaba con desenvoltura, con menos faltas de sintaxis y excelente humor. Luego de un rato, se retiró «para que los dos caballeros hablen de sus asuntos importantes». Explicó que nunca en su vida había dormido siesta, pero que, ahora, Ismael le había enseñado a tenderse unos quince minutos con los ojos cerrados después del almuerzo y que, en efecto, por la tarde se sentía muy bien gracias a ese pequeño descanso.

—No te preocupes de nada, querido Rigoberto —le dijo Ismael, palmeándolo, apenas se quedaron solos—. ¿Otra taza de café? ¿Una copita de coñac?

—Me encanta verte tan contento y rozagante, Ismael —negó con la cabeza Rigoberto—. Me encanta verlos tan bien a los dos. La verdad, tú y Armida están radiantes. Prueba flagrante de que el matrimonio va viento en popa. Me alegro mucho, por supuesto. Pero, pero…

—Pero ese par de demonios te están sacando canas verdes, lo sé muy bien —terminó la frase Ismael Carrera, palmeándolo de nuevo y sin dejar de sonreírles a él y a la vida—. No te preocupes, Rigoberto, hazme caso. Ahora estoy aquí y yo me ocuparé de todo. Sé cómo enfrentarme a estos problemas y solucionarlos. Te pido mil perdones por tantas molestias que te ha traído tu generosidad conmigo. Mañana voy a trabajar todo el día con Claudio Arnillas y los otros abogados de su estudio en este asunto. Te sacaré de encima los juicios y problemitas, te lo prometo. Ahora, siéntate y escucha. Tengo noticias que darte y que te conciernen. ¿Nos tomamos ese coñaccito, mi viejo?

Él mismo se apresuró a servir las dos copas. Hizo salud. Brindaron y se mojaron los labios y la lengua con la bebida que brillaba con reflejos bermejos en el fondo del cristal y tenía un aroma con reminiscencias del roble del tonel. Rigoberto advirtió que Ismael lo observaba con picardía. Una sonrisita traviesa, burlona, animaba sus ojitos arrugados. ¿Se habría hecho arreglar la dentadura postiza en su luna de miel? Antes se le movía y ahora parecía muy firme en sus encías.

—He vendido todas mis acciones de la compañía a Assicurazioni Generali, la mejor y la más grande aseguradora de Italia, Rigoberto —exclamó, abriendo los brazos y soltando una carcajada—. La conoces de sobra, ¿no es cierto? Hemos trabajado con ellos muchas veces. Tiene su sede central en Trieste pero está por todo el mundo. Hace tiempo que quería entrar al Perú y he aprovechado la ocasión. Un excelente negocio. Ya ves, mi luna de miel no fue sólo un viaje de placer. También de trabajo.

Se festejaba, divertido y feliz como un niño que abre los regalos de Papá Noel. Don Rigoberto no acababa de asimilar la noticia. Vagamente recordó haber leído, hacía algunas semanas, en The Economist, que la Assicurazioni Generali tenía planes expansionistas en América del Sur.

—¿Has vendido la compañía que fundó tu padre, en la que has trabajado toda tu vida? —preguntó, por fin, desconcertado—. ¿A una transnacional italiana? ¿Desde cuándo negociabas con ella este asunto, Ismael?

—Desde hace unos seis meses, apenas —explicó su amigo, meciendo despacito su copa de coñac—. Ha sido una negociación rápida, sin complicaciones. Y muy buena, te repito. He hecho un buen negocio. Ponte cómodo y escucha. Por razones obvias, antes de que llegara a buen puerto, este asunto tenía que ser confidencial. Esa fue la razón de la auditoría que autoricé a esa firma italiana y que te llamó tanto la atención el año pasado. Ahora, ya sabes qué había detrás de eso: querían examinar con lupa el estado de la empresa. No la encargué ni la pagué yo sino la Assicurazioni Generali. Como el traspaso es un hecho, ya te puedo contar todo.

Ismael Carrera habló cerca de una hora sin que Rigoberto lo interrumpiera, salvo unas pocas veces, para pedirle algunas explicaciones. Escuchaba a su amigo admirado de su memoria, pues iba desenvolviendo ante él, sin la menor vacilación, como las capas de un palimpsesto, las incidencias de esos meses de ofertas y contraofertas. Estaba estupefacto. Le parecía increíble que una negociación tan delicada hubiera podido llevarse a cabo con tanto sigilo que ni siquiera él, gerente general de la compañía, se hubiera enterado. Los encuentros de los negociadores habían tenido lugar en Lima, Trieste, New York y Milán; participaron los abogados, accionistas principales, apoderados, asesores y banqueros de varios países, pero fueron excluidos prácticamente todos los empleados peruanos de Ismael Carreras, y, por supuesto, Miki y Escobita. Estos, que habían recibido por adelantado su herencia cuando don Ismael los echó de la empresa, habían vendido ya buena parte de sus acciones y sólo ahora Rigoberto se enteraba de que quien se las había comprado, a través de testaferros, era el propio Ismael. Las hienas todavía conservaban un pequeño paquete accionario y ahora se convertirían en socios minoritarios (en realidad, ínfimos) de la filial peruana de la Assicurazioni Generali. ¿Cómo reaccionarían? Desdeñoso, Ismael se encogió de hombros: «Mal, por supuesto. ¿Y qué?». Que chillaran. La venta se había hecho guardando todas las formalidades nacionales y extranjeras. Los organismos administrativos de Italia, Perú y Estados Unidos habían dado el visto bueno a la transacción. Se habían sufragado al centavo los impuestos correspondientes. Todo estaba oleado y sacramentado.

—¿Qué te parece, Rigoberto? —concluyó Ismael Carrera su exposición. Volvió a abrir los brazos como un comediante que saluda al público y espera aplausos—. ¿Sigo o no vivo y ejerciendo como hombre de negocios?

Rigoberto asintió. Estaba desorientado, no sabía qué opinar. Su amigo lo miraba risueño y satisfecho de sí mismo.

—Lo cierto es que no dejas de maravillarme, Ismael —dijo, por fin—. Estás viviendo una segunda juventud, ya lo veo. ¿Es Armida la que te ha resucitado? Todavía no me cabe en la cabeza que te hayas desprendido con tanta facilidad de la empresa que creó tu padre y que tú levantaste invirtiendo sangre, sudor y lágrimas en ella a lo largo de medio siglo. Te parecerá absurdo pero, siento pena, como si hubiera perdido algo mío. ¡Y tú estás alegre como un cuete!

—No fue tan fácil —lo corrigió Ismael, poniéndose serio—. Tuve muchas dudas, al principio. Me apenaba, también. Pero, tal como se presentan las cosas, era la única solución. Si hubiera tenido otros herederos, en fin, para qué hablar de cosas tristes. Tú y yo sabemos muy bien qué pasaría si mis hijos se quedaran con la compañía. La hundirían en menos de lo que canta un gallo. Y, en el mejor de los casos, la malvenderían. En manos de los italianos seguirá existiendo y prosperando. Podrás cobrar tu jubilación sin recorte alguno y además con premio, mi viejo. Está arreglado.

A Rigoberto le pareció que la sonrisa de su amigo se había vuelto melancólica. Ismael suspiró y una sombra cruzó sus ojos.

—¿Qué vas a hacer con tanto dinero, Ismael?

—Pasar mis últimos años tranquilo y feliz —replicó, en el acto—. Espero que con salud, también. Gozando un poco de la vida, al lado de mi mujer. Más vale tarde que nunca, Rigoberto. Tú sabes mejor que nadie que, hasta ahora, sólo he vivido para trabajar.

—Una buena filosofía, el hedonismo, Ismael —asintió Rigoberto—. Es la mía, por lo demás. Sólo he podido aplicarla a medias hasta ahora en mi vida. Pero espero imitarte, cuando los mellizos me dejen en paz y Lucrecia y yo podamos hacer el viaje a Europa que teníamos organizado. Ella se quedó muy decepcionada cuando tuvimos que cancelar los planes por las demandas de tus hijitos.

—Mañana me ocupo de eso, ya te he dicho. Es el primer punto de mi agenda, Rigoberto —dijo Ismael, poniéndose de pie—. Te llamaré después de la reunión en el estudio de Arnillas. Y a ver si fijamos un día para almorzar o comer juntos, con Armida y Lucrecia.

Mientras regresaba a su casa, apoyado en el volante de su auto, toda clase de ideas revoloteaban como las aguas de un surtidor en la cabeza de don Rigoberto. ¿Cuánto dinero habría sacado Ismael con aquella venta de sus acciones? Muchos millones. Una fortuna, en todo caso. Por más que la compañía hubiera estado funcionando mediocremente en los últimos tiempos, era una institución sólida, con una magnífica cartera y una reputación de primer orden en el Perú y en el extranjero. Cierto, un octogenario como Ismael ya no estaba para responsabilidades empresariales. Habría puesto su capital en inversiones seguras, bonos del tesoro, fondos de pensiones, fundaciones en los paraísos fiscales más acreditados, Liechtenstein, Guernsey o Jersey. O, acaso, Singapur o Dubai. Sólo los intereses les permitirían a él y a Armida vivir como reyes en cualquier lugar del mundo. ¿Qué harían los mellizos? ¿Lidiar con los nuevos propietarios? Eran tan imbéciles que no se podía descartar. Serían aplastados como cucarachas. En buena hora. No, probablemente tratarían de mordisquear algo del dinero de la venta. Ismael lo tendría ya a buen recaudo. Sin duda, se resignarían si su padre se ablandaba y les echaba algunas migajas, para que dejaran de joder. Todo se arreglaría, entonces. Ojalá que cuanto antes. Así podría materializar por fin sus planes de una jubilación gozosa, rica en placeres materiales, intelectuales y artísticos.

Pero, en su fuero íntimo, no podía convencerse de que todo fuera a salirle tan bien a Ismael. Lo rondaba la sospecha de que, en vez de arreglarse, las cosas se complicarían aún más y que en lugar de escapar de la madeja policial y judicial en la que Miki y Escobita lo tenían preso, se vería aún más atrapado, hasta el fin de sus días. ¿O ese pesimismo se debía a la brusca reaparición de Edilberto Torres en la vida de Fonchito?

Apenas llegó a su casa de Barranco, dio cuenta detallada a su mujer de los últimos acontecimientos. No debía preocuparse por la venta de la compañía de seguros a una aseguradora italiana, porque, en lo que a ellos concernía, esta transferencia probablemente ayudaría a solucionar las cosas, si Ismael, de acuerdo con los nuevos propietarios, aplacaba con algún dinero a los mellizos para que los dejaran en paz. Lo que más impresionó a Lucrecia fue que Armida hubiera regresado del viaje de bodas convertida en una dama elegante, sociable y mundana. «Voy a llamarla para darle la bienvenida y organizar ese almuerzo o comidita cuanto antes, amor. Me muero de ganas de verla convertida en una señora decente».

Rigoberto se encerró en su escritorio y consultó en su computadora todo lo que había sobre la Assicurazioni Generali S. p. A. En efecto, la más grande de Italia. Él mismo había estado en contacto con ella y sus filiales en varias ocasiones. Se había extendido mucho en los últimos años por Europa del Este, el Medio y el Extremo Oriente, y, de manera más limitada, en América Latina, donde tenía centralizadas sus operaciones en Panamá. Para ella era una buena oportunidad entrar en Sudamérica utilizando al Perú como trampolín. El país andaba bien, con leyes estables y las inversiones crecían.

Estaba sumergido en esta investigación cuando oyó llegar a Fonchito del colegio. Cerró la computadora y esperó con impaciencia que su hijo viniera a darle las buenas tardes. Cuando el chiquillo entró al escritorio y se acercó a besarlo, todavía con la mochila del Colegio Markham sobre los hombros, Rigoberto decidió abordar el tema de inmediato.

—O sea que Edilberto Torres volvió a aparecer —le dijo, apesadumbrado—. Creí que nos habíamos librado de él para siempre, Fonchito.

—Yo también, papá —respondió su hijo con desarmante sinceridad. Se quitó la mochila, la colocó en el suelo y se sentó frente al escritorio de su padre—. Tuvimos una conversación cortísima. ¿No te contó mi madrastra? Lo que le demoró el colectivo en llegar a Miraflores. Él se bajó en la Diagonal, junto al parque. ¿No te contó?

—Claro que me contó, pero me gustaría que me lo cuentes tú también —notó que Fonchito tenía manchas de tinta en los dedos y llevaba la corbata desanudada—. ¿Qué te dijo? ¿De qué hablaron?

—Del diablo —se rio Fonchito—. Sí, sí, no te rías. Es verdad, papá. Y esta vez no lloró, felizmente. Le dije que tú y mi madrastra creían que él era el diablo en persona.

Hablaba con una naturalidad tan evidente, había en él algo tan fresco y auténtico, que, pensaba Rigoberto, cómo no creerle.

—¿Ellos creen en el diablo todavía? —se sorprendió Edilberto Torres. Se dirigía a él a media voz—. Ya no hay mucha gente que crea en este caballero en nuestros días, me parece. ¿Te han dicho por qué tienen tan pobre opinión de mí tus papás?

—Por lo que usted se aparece y se desaparece con tanto misterio, señor —explicó Fonchito, bajando también la voz, porque el tema parecía interesar a los otros pasajeros del colectivo que se habían puesto a espiarlos con el rabillo del ojo—. Yo no debería estar hablando con usted. Ya le dije que me lo han prohibido.

—Diles de mi parte que se quiten esos temores, que pueden dormir muy tranquilos —aseguró Edilberto Torres en voz casi apenas audible—. No soy el diablo ni nada que se le parezca, sino una persona normal y corriente, como tú y como ellos. Y como todas las personas de este colectivo. Además, te equivocas, no me aparezco y desaparezco de manera milagrosa. Nuestros encuentros son obra del azar. De la pura casualidad.

—Te voy a hablar con franqueza, Fonchito —Rigoberto se quedó mirando largo rato a los ojos al chiquillo, que resistió su mirada sin pestañear—. Yo quiero creerte. Yo sé que no eres un mentiroso, que nunca lo has sido. Sé muy bien que siempre me has dicho la verdad, aunque te perjudicara. Pero, en este caso, quiero decir, en el maldito caso de Edilberto Torres…

—¿Por qué maldito, papá? —lo interrumpió Fonchito—. ¿Qué te ha hecho ese señor para que le digas esa palabra tan terrible?

—¿Qué me ha hecho? —exclamó don Rigoberto—. Ha conseguido que por primera vez en mi vida dude de mi hijo, que no sea capaz de creer que me sigues diciendo la verdad. ¿Me entiendes, Fonchito? Es así. Cada vez que te escucho contarme tus encuentros con Edilberto Torres, por más esfuerzos que hago, no puedo creer que sea cierto lo que me cuentas. No es un reproche, trata de comprenderme. Esto que me pasa ahora contigo, me apena, me deprime mucho. Espera, espera, deja que termine. No estoy diciendo que quieras mentirme, engañarme. Sé que eso no lo harías nunca. No, por lo menos, de una manera deliberada, intencional. Pero, te ruego que pienses un momento en lo que te voy a decir con todo el cariño que te tengo. Reflexiona sobre ello. ¿No es posible que eso que nos cuentas a mí y a Lucrecia de Edilberto Torres sea sólo una fantasía, una especie de sueño despierto, Fonchito? Esas cosas les ocurren a veces a las personas.

Se calló porque vio que su hijo había palidecido. Su cara se había llenado de una invencible tristeza. Rigoberto sintió remordimientos.

—O sea, me volví loco y veo visiones, cosas que no existen. ¿Eso es lo que me estás diciendo, papá?

—No te he dicho loco, claro que no —se excusó Rigoberto—. Ni lo he pensado. Pero, Fonchito, no es imposible que ese personaje sea una obsesión, una idea fija, una pesadilla que tienes despierto. No me mires de esa manera burlona. Podría ser, te aseguro. Te voy a decir por qué. En la vida real, en el mundo en que vivimos, no puede pasar que una persona se te aparezca así, de pronto, en los sitios más inverosímiles, en la cancha de fútbol de tu colegio, en el baño de una discoteca, en un colectivo Lima-Chorrillos. Y que esa persona sepa todo sobre ti, sobre tu familia, lo que haces y no haces. No es posible, ¿ves?

—Qué voy a hacer si no me crees, papá —dijo el chiquillo, cariacontecido—. Tampoco yo quiero apenarte. Pero ¿cómo voy a darte la razón de que estoy alucinando? Si yo tengo la seguridad de que el señor Torres es de carne y hueso y no un fantasma. Lo mejor será que no te hable más de él.

—No, no, Fonchito, quiero que me tengas siempre informado sobre esos encuentros —insistió Rigoberto—. Aunque me cueste aceptar lo que me cuentas de él, estoy seguro que tú crees que me dices la verdad. De eso puedes estar convencido. Si me mientes, lo haces sin querer ni darte cuenta. Bueno, tendrás tareas por hacer, ¿no? Anda nomás, si quieres. Ya seguiremos conversando.

Fonchito recogió su mochila del suelo y dio un par de pasos hacia la puerta del escritorio. Pero, antes de abrirla, como si acabara de recordar algo, se volvió hacia su padre:

—Tú tienes tan mala opinión de él y, en cambio, el señor Torres tiene una muy buena de ti, papá.

—¿Por qué dices eso, Fonchito?

—Porque creo saber que tu papá tiene problemas con la policía, con la justicia, en fin, estarás enterado —dijo Edilberto Torres, a manera de despedida, cuando había ya indicado al chofer que bajaría en el próximo paradero—. Me consta que Rigoberto es un hombre intachable y estoy seguro que es muy injusto lo que le ocurre. Si yo puedo hacer algo por él, me encantaría echarle una mano. Díselo de mi parte, Fonchito.

Don Rigoberto no supo qué responder. Contemplaba mudo al chiquillo, que seguía ahí, mirándolo tranquilo, esperando su reacción.

—¿Eso te dijo? —balbuceó al cabo de un momento—. O sea, me mandó un mensaje. Sabe de mis enredos judiciales y quiere ayudarme. ¿No es eso?

—Eso mismo, papá. Ya ves, él sí tiene muy buena opinión de ti.

—Dile que acepto, que con mucho gusto —Rigoberto recobró por fin el dominio de sí—. Por supuesto. La próxima vez que se te presente, agradécele y dile que encantado de que conversemos. Donde él quiera. Que me llame por teléfono. Tal vez tenga manera de echarme una mano, en buena hora. Si lo que más quiero en el mundo es ver en persona y hablar con Edilberto Torres, hijito.

—Okey, papá, se lo diré, si lo veo de nuevo. Te lo prometo. Verás que no es un espíritu sino de carne y hueso. Me voy a hacer mis tareas. Tengo muchísimas.

Cuando Fonchito salió del escritorio, Rigoberto intentó abrir de nuevo la computadora, pero la cerró casi de inmediato. Había perdido todo interés en Assicurazioni Generali S. p. A. y en las serpentinas operaciones financieras de Ismael. ¿Era posible que Edilberto Torres hubiera dicho eso a Fonchito? ¿Era posible que estuviera enterado de sus enredos judiciales? Por supuesto que no. Una vez más este chiquillo le había tendido una trampa y él había caído en ella como un bobo. ¿Y si Edilberto Torres le daba una cita? «Entonces», pensó, «volveré a la religión, me reconvertiré y me meteré a un monasterio de cartujos para el resto de mis días». Se rio, murmurando entre dientes: «Qué infinito aburrimiento. Cuántos océanos de estupidez hay en el mundo».

Se levantó y fue a echar un vistazo al estante más cercano, donde tenía los libros y catálogos de arte preferidos. A medida que los examinaba, iba recordando las exposiciones donde los había comprado. New York, París, Madrid, Milán, México. Qué penoso estar viendo abogados, jueces, pensando en esos analfabetos funcionales, los mellizos, en vez de sumergirse mañana y tarde en estos volúmenes, grabados, diseños y, oyendo buena música, fantasear con ellos, viajar en el tiempo, vivir aventuras extraordinarias, emocionarse, entristecerse, gozar, llorar, exaltarse y excitarse. Pensó: «Gracias a Delacroix asistí a la muerte de Sardanápalo rodeado de mujeres desnudas y gracias al Grosz joven las degollé en Berlín al mismo tiempo que, provisto de un falo descomunal, las sodomizaba. Gracias a Botticelli fui una madona renacentista y gracias a Goya un monstruo lascivo que devoraba a sus hijos empezando por las pantorrillas. Gracias a Aubrey Beardsley, un rosquete con una rosa en el culo y a Piet Mondrian un triángulo isósceles».

Empezaba a divertirse, pero, sin que tuviera todavía conciencia cabal de ello, ya sus manos habían encontrado lo que estaba buscando desde que comenzó el examen del estante: el catálogo de la exposición retrospectiva que la Royal Academy dedicó a Tamara de Lempicka de mayo a agosto de 2004 y que él visitó en persona la última vez que estuvo en Inglaterra. Allí, en la entrepierna del pantalón, sintió el esbozo de un cosquilleo alentador en la intimidad de sus testículos, a la vez que se emocionaba e iba llenando de nostalgia y gratitud. Ahora, además de las cosquillas sintió un ligero ardor en la punta de la pinga. Con el libro en las manos fue a echarse en el sillón de lectura y encendió la lamparita cuya luz le permitiría disfrutar con todo detalle de las reproducciones. Tenía al alcance la lupa de aumento. ¿Sería verdad que las cenizas de la artista polaco-rusa Tamara de Lempicka fueron arrojadas desde un helicóptero, según sus últimos deseos, por su hija Kizette, al cráter de ese volcán mexicano, el Popocatépetl? Olímpica, cataclísmica, magnífica manera de despedirse de este mundo la de esta mujer que, como testimoniaban sus cuadros, no sólo sabía pintar sino también gozar, una artista cuyos dedos transmitían una lascivia exaltante y a la vez helada a esos desnudos cimbreantes, serpenteantes, bulbosos, opulentos, que desfilaban bajo sus ojos: Rhythm, La Belle Rafaëla, Myrto, The Model, The Slave. Sus cinco favoritos. ¿Quién decía que art déco y erotismo no congeniaban? En los años veinte y treinta la ruso-polaca de cejas depiladas, ojos ardientes y voraces, boca sensual y manos toscas, pobló sus lienzos de una intensa lujuria, congelada sólo en apariencia, porque en la imaginación y sensibilidad de un atento espectador la inmovilidad escultórica del lienzo desaparecía y las figuras se animaban, se entreveraban, se arremetían, se acariciaban, se anudaban, se amaban y gozaban con total impudor. Bello, maravilloso, excitante espectáculo el de esas mujeres retratadas o inventadas por Tamara de Lempicka en París, Milán, New York, Hollywood, y en su retiro final de Cuernavaca. Infladas, carnosas, exuberantes, elegantes, mostraban orgullosamente los ombligos triangulares por los que Tamara debía sentir una predilección particular, tanta como la que le inspiraban los muslos abundantes, suculentos, de las aristócratas impúdicas a las que desvestía para revestirlas de lujuria e insolencia carnal. «Ella dio dignidad y buena prensa al lesbianismo y al estilo garçon, los hizo aceptables y mundanos, paseándolos por los salones parisinos y neoyorquinos», pensó. «No me extraña nada que, inflamado por ella, el pinga loca de Gabriele d’Annunzio tratara de violarla en su casa de Vittoriale, en el lago de Garda, adonde la llevó con el pretexto de que le hiciera un retrato, pero, en el fondo, enloquecido por el deseo de poseerla. ¿Se escaparía ella por una ventana?». Pasaba las páginas del libro lentamente, deteniéndose apenas en los aristócratas amanerados de ojeras azules de tuberculosos, demorándose en las figuras femeninas espléndidas, de ojos saltones, lánguidas, cabelleras aplastadas como casquetes y uñas carmesí, pechos enhiestos y caderas majestuosas, que aparecían casi siempre retorciéndose como gatas en celo. Estuvo mucho rato sumido en la ilusión, sintiendo que volvía a colmarlo el deseo extinguido hacía tantos días y semanas, desde que habían comenzado esos pedestres problemas con las hienas. Estaba extasiado con esas bellas damiselas ataviadas con trajes escotados y transparentes, de joyas rutilantes, todas ellas poseídas por un deseo profundo que pugnaba por salir a la luz en sus ojos enormes. «Pasar del art déco a la abstracción, qué locura, Tamara», pensó. Aunque, hasta los cuadros abstractos de Tamara de Lempicka transpiraban una misteriosa sensualidad. Conmovido y feliz, advirtió, en el bajo vientre, un pequeño alboroto, el amanecer de una erección.

Y, en ese momento, volviendo a la realidad cotidiana, advirtió que doña Lucrecia había entrado al escritorio sin que él la hubiera sentido abrir la puerta. ¿Qué pasaba? Estaba de pie, junto a él, con las pupilas húmedas y dilatadas y los labios entreabiertos, temblándole. Pugnaba por hablar y la lengua no le obedecía, no le salían las palabras sino un tartamudeo incomprensible.

—¿Otra mala noticia, Lucrecia? —preguntó, aterrado, pensando en Edilberto Torres, en Fonchito—. ¿Otra más?

—Llamó Armida llorando como una loca —sollozó doña Lucrecia—. Apenas te despediste, Ismael tuvo un desmayo en el jardín. Lo llevaron a la Clínica Americana. ¡Y acaba de fallecer, Rigoberto! ¡Sí, sí, acaba de morir!