XIII

—Aunque estamos de uniforme, esta no es una visita oficial —dijo el capitán Silva, haciendo una venia cortesana que hinchó su barriga y arrugó la camisa caqui de su uniforme—. Es una visita de amigos, señora.

—Claro, muy bien —dijo Mabel, abriéndoles la puerta. Miraba a los policías sorprendida y asustada, pestañeando—. Pasen, pasen, por favor.

El capitán y el sargento llegaron de improviso cuando ella, pensativa, reconocía una vez más que estaba conmovida con las demostraciones sentimentales del viejito. Siempre había tenido cariño a Felícito Yanaqué, o, por lo menos, pese a estar ya ocho años de amante suya, nunca había llegado a sentir hacia él la fobia, el desagrado físico y moral que, en el pasado, la llevaron a romper bruscamente con amantes y protectores transeúntes que le daban muchos dolores de cabeza por sus celos, exigencias y caprichos, o por su resentimiento y despecho. Algunas rupturas le significaron un grave quebranto económico. Pero era más fuerte que ella. Cuando llegaba a estar harta de un hombre, no podía seguir acostándose con él. Le venía alergia, dolores de cabeza, escalofríos, empezaba a acordarse de su padrastro, apenas aguantaba las ganas de vomitar cada vez que tenía que desnudarse para él y prestarse a sus deseos en la cama. Por eso, se decía, aunque se hubiera acostado con muchos hombres desde que era churre —había huido de su casa a los trece años donde unos tíos, cuando ocurrió aquella historia con su padrastro—, no era ni sería nunca lo que llaman una puta. Porque las putas sabían fingir a la hora de encamarse con sus clientes y ella no. Mabel, para acostarse, tenía que sentir al menos alguna simpatía por el hombre, y, además, rodear el cache, como decían los piuranos en vulgar, de ciertas formas: invitaciones, salidas, regalitos, gestos y maneras que adecentaran la acostada, dándole la apariencia de una relación sentimental.

—Gracias, señora —dijo el capitán Silva, llevándose la mano a la visera en un simulacro de saludo militar—. Procuraremos no quitarle mucho tiempo.

El sargento Lituma le hizo eco: «Gracias, señora».

Mabel los hizo sentar en la sala y les trajo dos botellitas frescas de Inca Kola. Para disimular sus nervios, procuraba no hablar; se limitaba a sonreírles, esperando. Los policías se quitaron los quepis, se acomodaron en los sillones y Mabel advirtió que los dos tenían las frentes y los pelos empapados de sudor. Pensó que debería prender el ventilador pero no lo hizo; temía que si se levantaba del sillón el capitán y el sargento notarían el temblor que había empezado a sacudirle las piernas y las manos. ¿Qué explicación les daría si también los dientes le empezaban a chocar? «Estoy medio enferma y con un poco de fiebre, a consecuencia de, en fin, de eso que tenemos las mujeres, ustedes ya sabrán a qué me refiero». ¿Le creerían?

—Lo que queremos, señora —el capitán Silva acarameló un poco la voz—, no es interrogarla, sino tener una conversación amistosa. Son cosas muy distintas, usted me entiende. He dicho amistosa y lo repito.

En esos ocho años nunca había llegado a sentir alergia por Felícito. Sin duda porque el viejo era tan buena gente. Si, el día de su visita, ella se sentía algo indispuesta, con la regla o simplemente sin ganas de tener que abrirle las piernas al señor, el dueño de Transportes Narihualá no le insistía. Todo lo contrario; se preocupaba, quería llevarla al médico, ir a la botica a comprarle remedios, le alcanzaba el termómetro. ¿Estaba muy enamorado de ella? Mabel había pensado mil veces que sí. En todo caso, el viejito no le pagaba las mensualidades de esta casa y le daba unos cuantos miles de soles al mes sólo para acostarse con ella una o dos veces por semana. Además de cumplir con sus obligaciones, todo el tiempo le hacía regalitos, en su cumpleaños y en las Navidades, y también en fechas en que nadie regalaba nada como las Fiestas Patrias, o en octubre, durante la Semana de Piura. Hasta en su manera de acostarse con ella le demostraba cada vez que no era sólo el sexo lo que le importaba. Le decía al oído cosas de enamorados, la besaba con ternura, se quedaba mirándola arrobado, con gratitud, como si fuera un jovencito imberbe. ¿No era eso amor? Mabel pensó muchas veces que, si ella se empeñaba, podía conseguir que Felícito dejara a su mujer, esa chola rechoncha que parecía más un cuco que un ser humano, y se casara con ella. Hubiera sido facilísimo. Bastaba hacerse embarazar, por ejemplo, soltar el llanto y ponerlo en el disparadero: «Supongo que no querrás que tu hijo sea un bastardo, ¿no, viejito?». Pero nunca lo intentó ni lo intentaría porque Mabel valoraba mucho su libertad, su independencia. No iba a sacrificarlas a cambio de una relativa seguridad; además, tampoco le hacía gracia convertirse dentro de pocos años en enfermera y cuidante de un anciano al que habría que limpiarle las babas y las sábanas en las que se haría el pipí dormido.

—Mi palabra que no le quitaremos mucho rato, señora —repitió el capitán Silva, dando rodeos, sin animarse a explicarle claramente la razón de esa intempestiva visita. La miraba de una manera, pensó Mabel, que desmentía sus buenos modales—. Además, en el momento que se canse de nosotros, nos lo dice con toda franqueza y nos largamos con la música a otra parte.

¿Por qué el policía exageraba la cortesía hasta esos extremos ridículos? ¿Qué se traía entre manos? Quería tranquilizarla, por supuesto, pero sus dengues y moditos almibarados y sus sonrisitas fingidas aumentaron la desconfianza de Mabel. ¿Qué se proponía este par? A diferencia del oficial, su adjunto, el sargento, no podía disimular que estaba un poco saltón. La observaba de manera rara, intranquila y con trastienda, como si tuviera algo de susto por lo que pudiera pasar y se sobaba la papada sin parar, con un movimiento de los dedos casi frenético.

—Como usted puede ver con sus propios ojos, no traemos grabadora —añadió el capitán Silva, abriendo las manos y palmeándose los bolsillos de manera teatral—. Ni siquiera papel y lápiz. De modo que puede estar tranquila: no quedará la menor huella de lo que digamos aquí. Será confidencial. Entre usted y nosotros. Y nadie más.

Los días que siguieron a la semana del secuestro, Felícito se mostró tan increíblemente cariñoso y solícito que Mabel se sentía abrumada. Recibió un gran ramo de rosas rojas envueltas en papel celofán con una tarjeta de su puño y letra que decía: «Con todo mi amor y mi pena por la dura prueba que te he hecho pasar, Mabelita querida, te envía estas flores el hombre que te adora: tu Felícito». Era el ramo de flores más grande que había visto en su vida. Al leer la tarjeta se le humedecieron los ojos y se le mojaron las manos, algo que le ocurría sólo cuando tenía pesadillas. ¿Aceptaría la oferta del viejito de irse de Piura hasta que pasara todo este lío? Tenía dudas. Más que una oferta, era una exigencia. Felícito estaba asustado, creía que le podían hacer daño y le rogaba que partiera a Trujillo, a Chiclayo, a Lima, a conocer el Cusco si prefería, a donde quisiera con tal de ponerse lejos de los malditos chantajistas de la arañita. Le prometía el oro y el moro: no le faltaría nada, gozaría de todas las comodidades mientras durase su viaje. Pero no se decidía. No es que no tuviera miedo, nada de eso. Miedo era algo que, a diferencia de tanta gente miedosa que conocía, Mabel había sentido sólo una vez antes de ahora, de churre, cuando, aprovechando que su madre había ido al mercado, su padrastro se metió a su cuarto, la empujó a la cama y trató de desnudarla. Ella se defendió, lo rasguñó y, medio desnuda, salió corriendo a la calle dando gritos. Esa vez sí conoció lo que era de verdad el susto. Después, nunca volvió a experimentar algo así. Hasta ahora. Porque, en estos días, el miedo, un pánico cerval, profundo, constante, se instaló de nuevo en su vida. Las veinticuatro horas. De día y de noche, de tarde y de mañana, dormida y despierta. Mabel pensaba que nunca más se lo sacaría de encima, hasta su muerte. Cuando salía a la calle sentía la desagradable sensación de estar vigilada; incluso en casa, encerrada bajo cuatro llaves, le venían sobresaltos que helaban su cuerpo y le cortaban la respiración. Tenía entonces la idea de que su sangre había dejado de circular por sus venas. Pese a saber que estaba protegida y acaso por eso. ¿Lo estaba? Se lo había asegurado Felícito, después de hablar con el capitán Silva. Cierto, frente a su casa había un guardia y, cuando salía a la calle, dos policías de civil, un hombre y una mujer, la seguían a cierta distancia, sin hacerse notar. Pero era precisamente esa vigilancia de veinticuatro horas al día lo que aumentaba su nerviosismo, así como la seguridad del capitán Silva de que los secuestradores no serían tan imprudentes ni tan estúpidos de intentar otro ataque contra ella sabiendo que la policía la rondaba día y noche. Pese a ello, el viejito no la creía a salvo de peligro. Según él, cuando los secuestradores comprendieran que les había mentido, que el aviso en El Tiempo agradeciendo el milagro al Señor Cautivo de Ayabaca lo había puesto sólo para que la liberaran y que no pensaba pagarles el cupo, se pondrían furiosos y tratarían de vengarse en alguno de sus seres queridos. Y, como sabían tantas cosas de él, sabrían también que el ser más querido en el mundo para Felícito era Mabel. Debía salir de Piura, desaparecer por un tiempito, él nunca se perdonaría si esos miserables le hacían una nueva maldad.

Sintiendo que el corazón se le salía, Mabel permanecía callada. Por sobre las cabezas de los dos policías y al pie del Corazón de Jesús vio su cara reflejada en el espejo y se sorprendió de su palidez. Estaba tan blanca como uno de esos fantasmas de las películas de terror.

—Le voy a rogar que me escuche sin ponerse nerviosa ni asustarse —añadió el capitán Silva, después de una larga pausa. Hablaba suavemente, bajando mucho la voz como si fuera a confiarle un secreto—. Porque, aunque no lo parezca, esta gestión privada que venimos a hacer, privada, le repito, es por su bien.

—Dígame de una vez qué pasa, qué quiere —alcanzó a decir Mabel, ahogándose. La irritaban los rodeos y miramientos hipócritas del capitán—. Dígame lo que ha venido a decirme. Yo no soy ninguna tonta. No perdamos tanto tiempo, señor.

—Al grano, pues, Mabel —dijo el comisario, transformándose. De golpe, desaparecieron sus buenas maneras y su talante respetuoso. Había levantado la voz y la miraba ahora muy serio, con aire impertinente y superior. Para colmo, la tuteó—: Lo siento mucho por ti, pero lo sabemos todo. Como lo oyes, Mabelita. Todo, todito, toditito. Por ejemplo, sabemos que desde hace un buen tiempo no sólo tienes a don Felícito Yanaqué de amante, sino a otra personita. Más buen mozo y más joven que el viejito del sombrero y el chaleco que te paga esta casita.

—¡Cómo se atreve usted! —protestó Mabel, enrojeciendo violentamente—. ¡No se lo permito! ¡Semejante calumnia!

—Mejor me dejas terminar, sin ponerte tan respondona —la cortaron en seco la enérgica voz y el ademán amenazador del capitán Silva—. Después, dirás todo lo que se te antoje y podrás llorar a tu gusto y patalear, si te provoca. Por el momento, chitón. Soy yo quien tiene la palabra y tú cierras el pico. ¿Entendido, Mabelita?

Tendría que irse de Piura, tal vez. Pero la idea de vivir sola, en una ciudad desconocida —sólo había salido de esta ciudad para ir a Sullana, a Lobitos, a Paita y Yacila, nunca cruzó los límites del departamento ni hacia el norte ni hacia el sur ni trepó a la sierra—, la desmoralizaba. ¿Qué iba a hacer sola su alma en un lugar sin parientes ni amigas? Allá tendría menos protección que acá. ¿Se pasaría el tiempo esperando que Felícito viniera a visitarla? Viviría en un hotel, se aburriría mañana y tarde, su única ocupación sería ver la televisión, si es que había televisión, y esperar, esperar. Tampoco le gustaba la idea de sentir que día y noche un policía, hombre o mujer, controlaba sus pasos, anotaba con quién conversaba, a quién saludaba, quién se le acercaba. Más que protegida, se sentía espiada y esa sensación, en vez de tranquilizarla, la ponía tensa e insegura.

El capitán Silva calló un momento para encender calmosamente un cigarrillo. Sin prisa, echó una larga bocanada de humo que vagabundeó por el aire e impregnó la salita de olor a tabaco picante.

—Tú dirás, Mabel, que a la policía no le interesa tu vida privada y con mucha razón —prosiguió el comisario, echando la ceniza al suelo y adoptando un aire entre filosófico y matón—. Pero, no es que tengas dos o diez amantes lo que nos preocupa. Sino que hayas cometido la locura de aconchabarte con uno de ellos para chantajear a don Felícito Yanaqué, el pobre viejo que, además, te quiere tanto. ¡Qué malagradecida resultaste ser, Mabelita!

—¡Qué dice! ¡Qué dice! —ella se puso de pie y ahora, vibrante, indignada, también alzó la voz, un puño—. No diré una palabra más sin tener a mi lado a un abogado. Sepa que yo conozco mis derechos. Yo…

¡Qué testarudez la de Felícito! Mabel nunca se hubiera imaginado que el viejito estuviera dispuesto a morir antes que darles el cupo a los chantajistas. Parecía tan blando, tan comprensivo y, de pronto, demostró ante todo Piura una voluntad de fierro. Al día siguiente de quedar libre, ella y Felícito tuvieron una larga conversación. En un momento, Mabel, de improviso, le preguntó a boca de jarro:

—¿Si los secuestradores te decían que me mataban si no les dabas los cupos, hubieras dejado que me maten?

—Ya ves que no fue así, amor —balbuceó el transportista, incomodísimo.

—Respóndeme con franqueza, Felícito —insistió ella—. ¿Hubieras dejado que me maten?

—Y después me hubiera matado yo —concedió él, con la voz desgarrada y poniendo una expresión tan patética que ella se apiadó de él—. Perdóname, Mabel. Pero yo nunca pagaré un cupo a un chantajista. Ni aunque me mataran o maten a lo que más quiero en este mundo, que eres tú.

—Pero tú mismo me has dicho que todos tus colegas lo hacen en Piura —replicó Mabel.

—Y muchos comerciantes y empresarios también, así parece —reconoció Felícito—. Cierto, me he enterado de eso ahora por Vignolo. Allá ellos. No los critico. Cada cual sabe lo que hace y cómo defiende sus intereses. Pero yo no soy como ellos, Mabel. No puedo hacer eso. Yo no puedo traicionar la memoria de mi padre.

Y, entonces, el transportista, con lágrimas en los ojos, se puso a hablar de su padre ante una Mabel sobrecogida. Nunca, en los años que llevaban juntos, lo había oído referirse de esa manera tan sentida a su progenitor. Con emoción, con delicadeza, tal como en la intimidad le decía a ella cosas tiernas mientras le hacía cariños. Había sido un hombre muy humilde, un yanacón, un chulucano de campo, y después, aquí en Piura, un cargador, un basurero municipal. Nunca aprendió a leer ni a escribir, la mayor parte de su vida anduvo sin zapatos, algo que se notaba cuando dejaron Chulucanas y se vinieron a la ciudad para que Felícito pudiera ir al colegio. Entonces tuvo que ponérselos y se notaba lo raro que se sentía al caminar y que los pies le dolían por tenerlos enzapatados. No era un hombre que manifestara su afecto dando abrazos y besos a su hijo, ni diciéndole esas cosas afectuosas que dicen los padres a sus churres. Era severo, duro y hasta mano larga cuando se enfurecía. Pero le había demostrado que lo quería haciéndolo estudiar, vistiéndolo, alimentándolo, aunque él no tuviera qué ponerse o qué llevarse a la boca, metiéndolo a una academia de choferes para que Felícito aprendiera a manejar y sacara su brevete. Gracias a ese yanacón analfabeto existía Transportes Narihualá. Su padre sería pobre pero era grande por su rectitud de alma, porque nunca hizo daño a nadie, ni faltó a las leyes, ni guardó rencor a la mujer que lo abandonó dejándole a un niñito recién nacido para que lo criara. Si era cierto aquello del pecado y la maldad y la otra vida, debería estar ahora en el cielo. No tuvo siquiera tiempo para hacer el mal, su vida fue trabajar como un animal en los trabajos peor pagados. Felícito recordaba haberlo visto caer muerto de fatiga en las noches. Eso sí, nunca dejó que nadie lo pisoteara. Era, según él, lo que hacía que un hombre valiera algo o fuera un trapo. Ese había sido el consejo que le dio antes de morir en una cama sin colchón del Hospital Obrero: «Nunca te dejes pisotear, hijito». Felícito había seguido el consejo de ese padre al que, por falta de dinero, ni siquiera pudo enterrar en un nicho ni impedir que lo echaran a la fosa común.

—¿Ves, Mabel? No son los quinientos dólares que me piden los mafiosos. No se trata de eso. Si se los doy, ellos me estarían pisoteando, convirtiéndome en un trapo. Dime que lo entiendes, amorcito.

Mabel no lo acababa de entender, pero, oyéndole decir esas cosas, se impresionaba. Sólo ahora, después de estar tanto tiempo con él, se daba cuenta de que bajo su apariencia de hombrecito poca cosa, tan flaquito, tan chiquito, había en Felícito un carácter recio y una voluntad a prueba de balas. Era cierto, dejaría que lo mataran antes de dar su brazo a torcer.

—Cállate y siéntate —ordenó el oficial y Mabel se calló y se dejó caer de nuevo en el asiento, derrotada—. No necesitas ningún abogado todavía. No estás detenida todavía. No te estamos interrogando todavía. Esta es una conversación amistosa y confidencial, ya te previne. Y mejor que se te meta en la mollera de una vez por todas. Así que déjame hablar, Mabelita, y asimila muy bien lo que te voy a decir.

Pero, antes de proseguir, dio otra larga chupada a su cigarro y volvió a expulsar el humo despacio, haciendo argollas. «Quiere martirizarme, a eso vino», pensó Mabel. Se sentía extenuada y con sueño, como si en cualquier momento pudiera quedarse dormida. En el sillón, algo inclinado hacia adelante como para no perder una sílaba de lo que decía su jefe, el sargento Lituma no hablaba ni se movía. Tampoco le quitaba la vista un solo segundo.

—Los cargos son varios y de bulto —prosiguió el capitán, mirándola a los ojos como si quisiera hipnotizarla—. Pretendiste hacernos creer que habías sido secuestrada y todo fue una farsa, urdida por ti y tu compinche para coaccionar a don Felícito, el caballero que se muere por ti. No les resultó, porque no contaban con la determinación de este señor de no dejarse chantajear. Entonces, ustedes, para ablandarlo le quemaron el local de Transportes Narihualá en la avenida Sánchez Cerro. Pero tampoco les resultó.

—¿Yo se lo quemé? ¿De eso me acusa? ¿De incendiaria también? —protestó Mabel, intentando en vano ponerse de nuevo de pie, pero la debilidad o la mirada beligerante y el gesto agresivo del capitán se lo impidieron. Se dejó caer de nuevo en el sillón y se encogió, cruzando los brazos. Ahora, además de sueño, tenía calor y se había puesto a transpirar. Sentía las manos chorreando de miedo y de sudor—. ¿Así que fui yo la que quemé el local de Transportes Narihualá?

—Tenemos otros detalles, pero estos son los más graves en lo que a ti te concierne —dijo el capitán, volviéndose tranquilamente a su subordinado—. A ver, sargento, infórmale a la señora por qué delitos podría ser juzgada y qué pena podría recibir.

Lituma se animó, se movió en el asiento, se humedeció los labios con la lengua, sacó un papelito del bolsillo de su camisa, lo desdobló, carraspeó. Y leyó como un escolar recitando una lección ante un maestro:

—Asociación ilícita para delinquir en un plan de secuestro con envío de anónimos y amenazas de extorsión. Asociación ilícita para destruir mediante explosivos un local comercial, con agravante de riesgo para casas, locales y personas del vecindario. Participación activa en un falso secuestro para amedrentar y coaccionar a un empresario a fin de que pague los cupos requeridos. Disimulo, falsía y engaño ante la autoridad durante la investigación del falso secuestro —se guardó el papelito en el bolsillo y añadió—: Esos serían los principales cargos contra la señora, mi capitán. La fiscalía podría añadir otros, menos graves, como la práctica clandestina de la prostitución.

—¿Y a cuánto podría ascender la pena si la señora es condenada, Lituma? —preguntó el capitán, sus ojos burlones clavados en Mabel.

—Entre ocho y diez años de cárcel —respondió el sargento—. Dependería de los agravantes y atenuantes, por supuesto.

—Ustedes están tratando de meterme miedo, pero se equivocan —murmuró Mabel, haciendo un enorme esfuerzo para que esa lengua seca y áspera como la de una iguana se dignara hablar—. No responderé a ninguna de esas mentiras mientras no esté presente un abogado.

—Nadie te está haciendo preguntas todavía —ironizó el capitán Silva—. Por ahora, lo único que se te pide es escuchar. ¿Entendido, Mabelita?

Se quedó observándola con una mirada viciosa que la obligó a bajar los ojos. Abatida, vencida, asintió.

Con los nervios, el susto, la idea de que en cada paso que diera tendría como coleta a la invisible pareja de policías, estuvo cinco días prácticamente sin salir de la casa. Pisaba la calle sólo para correr donde el chino de la esquina a hacer las compras, a la lavandería y al banco. Regresaba a la carrera a encerrarse en su zozobra y sus pensamientos angustiosos. Al sexto día, no aguantó más. Vivir así era como estar en la cárcel y Mabel no estaba hecha para los encierros. Necesitaba la calle, ver el cielo, oler, oír y pisar la ciudad, sentir el trajín de hombres y mujeres, oír rebuznar a los piajenos y ladrar a los perros. No era ni sería nunca una monjita de clausura. Llamó por teléfono a su amiga Zoila y le propuso que fueran al cine, a la función de vermouth.

—A ver qué cosa, cholita —preguntó Zoila.

—Lo que sea, lo que den —le respondió Mabel—. Necesito ver gente, conversar un poco. Me asfixio aquí.

Se encontraron frente a Los Portales, en la Plaza de Armas. Tomaron lonche en El Chalán y se metieron al multicines del Centro Comercial Open Plaza, vecino a la Universidad de Piura. Vieron una película un poco fuerte, con calatas. Zoila, que se las daba de cucufata, cuando había escenas de cama se persignaba. Era una fresca, porque en su vida personal se tomaba muchas libertades, cambiaba de pareja cada dos por tres y hasta se jactaba de esos cambios: «Mientras el cuerpo aguante, hay que aprovecharlo, hijita». No era muy agraciada pero lucía un buen cuerpo y se arreglaba con gusto. Por eso y por sus maneras desinhibidas tenía éxito con los hombres. Al salir del cine, propuso a Mabel que se viniera a comer algo a su casa, pero ella no aceptó, no quería regresar sola a Castilla muy tarde.

Tomó un taxi y, mientras la vieja carcocha se sumergía en el barrio ya medio a oscuras, Mabel se dijo que, después de todo, era una suerte que la policía hubiera ocultado el episodio del secuestro a la prensa. Pensaban que de este modo desconcertarían a los chantajistas y les sería más fácil pescarlos. Pero ella vivía convencida de que en cualquier momento la noticia llegaría a los periódicos, a la radio y a la televisión. ¿En qué se convertiría su vida si estallaba el escándalo? Quizás lo mejor sería hacerle caso a Felícito y salir de Piura por una temporada. ¿Por qué no a Trujillo? Decían que era grande, moderna, pujante, con una linda playa y casas y parques coloniales. Y que el Concurso de la Marinera que se celebraba allí todos los años en el verano valía la pena de verse. ¿La estaría siguiendo la parejita de policías de civil en un auto o una moto? Miró por la ventanilla de atrás y a los costados y no vio vehículo alguno. A lo mejor lo de la protección era un cuento. Había que ser tonta de capirote para creerse las promesas de los cachacos.

Bajó del taxi, pagó y caminó la veintena de pasos entre la esquina y su casa por el centro de una calle vacía, aunque en casi todas las puertas y ventanas vecinas titilaban las lucecitas macilentas del barrio. Divisaba siluetas de gente en los interiores. Tenía lista la llave de la puerta. Abrió, entró y, cuando extendía la mano hacia el interruptor de la luz, sintió que otra mano se le interponía, la atajaba y le tapaba la boca, ahogando su grito, al mismo tiempo que un cuerpo varonil se pegaba al suyo y una voz conocida le susurraba en el oído: «Soy yo, no te asustes».

—¿Qué haces aquí? —protestó Mabel, temblando. Sentía que si él no estuviera sujetándola se desplomaría al suelo—. ¿Te has vuelto loco, pedazo de? ¿Te has vuelto loco?

—Necesitaba cacharte —dijo Miguel y Mabel sintió sus labios afiebrados en la oreja, en el cuello, afanosos, ávidos, sus brazos fuertes apretándola y sus manos tocándola por todas partes.

—Estúpido, imbécil, grosero de porquería —protestó, se defendió, furiosa. Sentía mareos de la indignación y del susto que acababa de pasar—. ¿No sabes que hay un guardia cuidando la casa? ¿No sabes lo que nos puede ocurrir por tu culpa, cretino de porquería?

—Nadie me vio entrar, el policía está en la chinganita de la esquina tomándose un café, no había nadie en la calle —Miguel seguía abrazándola, besándola y pegándole su cuerpo, frotándose contra ella—. Ven, vamos a la cama, te cacho y me voy. Ven, cholita.

—Malparido, desgraciado, canalla, cómo te atreves a venir, estás loco —estaban en la oscuridad y ella trataba de resistir y apartarlo, furiosa y asustada, sintiendo al mismo tiempo que, pese a la cólera, su cuerpo comenzaba a ceder—. ¿No te das cuenta que me arruinas la vida, maldito? Y te la arruinas tú también, desgraciado.

—Te juro que nadie me vio entrar, tomé todas las precauciones —repetía él, tironeando su ropa para desnudarla—. Ven, ven. Tengo deseo, tengo hambre de ti, quiero que chilles, te amo.

Dejó de defenderse, al fin. Siempre en la oscuridad, harta, agotada, permitió que la desnudara, la tumbara en la cama, y, por unos minutos, se abandonó al placer. ¿Podía llamarse eso placer? Era algo muy distinto del de otras veces en todo caso. Tenso, crispado, doloroso. Ni en el apogeo de la excitación, cuando estaba a punto de terminar, consiguió apartar de su cabeza las imágenes de Felícito, de los policías que la habían interrogado en la comisaría, del escándalo que estallaría si la noticia llegaba a la prensa.

—Ahora anda vete y no vuelvas a pisar esta casa hasta que todo esto pase —le ordenó, cuando sintió que Miguel la soltaba y se echaba de espaldas en la cama—. Si por esta locura tuya tu padre se entera, me vengaré. Te juro que te pesará. Te juro que te arrepentirás toda tu vida, Miguel.

—Te he dicho que no me vio nadie. Te juro que no. Dime al menos si te ha gustado.

—No me gustó nada y te estoy odiando con toda mi alma, para que lo sepas —dijo Mabel, desprendiéndose de las manos de Miguel y levantándose—. Anda vete de una vez y que nadie te vea salir. No vuelvas aquí, pedazo de estúpido. Nos vas a mandar a la cárcel, desgraciado, cómo no te das cuenta.

—Está bien, me voy, no te pongas así —dijo Miguel, incorporándose—. Te aguanto los insultos porque estás muy nerviosa. Si no, te los haría tragar, mamacita.

Ella sintió en la semioscuridad que Miguel se vestía. Por fin se inclinó a besarla a la vez que le decía, con la vulgaridad que le brotaba siempre por todos los poros del cuerpo en estas ocasiones íntimas:

—Mientras me sigas gustando, vendré a cacharte todas las veces que el pincho me lo pida, cholita.

—Ocho a diez años en la cárcel son muchos años, Mabelita —dijo el capitán Silva, cambiando una vez más de voz; ahora se mostraba triste y compasivo—. Sobre todo, si los pasas en la cárcel de mujeres de Sullana. Un infierno. Yo te lo puedo decir, la conozco como la palma de mi mano. No hay agua ni electricidad la mayor parte del tiempo. Las internas duermen hacinadas, dos o tres en cada camastro y con sus hijos, muchas en el suelo, oliendo a caca y a orines porque, como los baños están casi siempre malogrados, hacen sus necesidades en baldes o bolsas de plástico que se botan sólo una vez al día. No hay cuerpo que aguante ese régimen mucho tiempo. Menos una mujercita como tú, acostumbrada a otro género de vida.

A pesar de que tenía ganas de gritar y de insultarlo, Mabel permanecía callada. No había entrado nunca a la cárcel de mujeres de Sullana, pero la había visto desde afuera, al pasar. Intuía que el capitán no exageraba un ápice en su descripción.

—Al año o año y medio de una vida semejante, entre prostitutas, asesinas, ladronas, narcotraficantes, muchas de las cuales se han vuelto locas en la cárcel, una mujer joven y bella como tú se pone vieja, fea y neurótica. No te lo deseo, Mabelita.

El capitán suspiró, apiadado de ese destino posible para la dueña de la casa.

—Tú dirás que es una maldad decirte estas cosas y pintarte semejante panorama —prosiguió, implacable, el comisario—. Te equivocas. Ni el sargento ni yo somos sádicos. No queremos asustarte. Tú qué dices, Lituma.

—Claro que no, todo lo contrario —afirmó el sargento, removiéndose una vez más en el sillón—. Hemos venido con buenas intenciones, señora.

—Queremos ahorrarte esos horrores —el capitán Silva hizo una mueca que le deformó la cara, como si tuviera una alucinación atroz, y alzó las manos, espantado—: El escándalo, el juicio, los interrogatorios, las rejas. ¿Te das cuenta, Mabel? Queremos que, en vez de pagar la pena por complicidad con esos forajidos, quedes libre de polvo y paja y sigas llevando la buena vida que llevas desde hace años. ¿Entiendes por qué te decía que nuestra visita es por tu bien? Lo es, Mabelita, convéncete.

Ella presentía ya de qué se trataba. Del pánico había pasado a la cólera y de la cólera a un profundo abatimiento. Sentía los párpados pesados y de nuevo un sueño que por momentos le hacía cerrar los ojos. Qué maravilloso dormir, perder la conciencia y la memoria, dormir aquí mismo, encogida en el sillón. Olvidarse, sentir que nada de esto había pasado, que la vida seguía igual que antes.

Mabel acercó la cara al vidrio de la ventana y vio, al ratito, salir a Miguel y lo vio desaparecer, tragado por las sombras, a los pocos metros. Observó con cuidado el rededor. No se veía a nadie. Pero esto no la tranquilizó. El guardia podía estar apostado en el zaguán de una casa vecina y, desde allí, haberlo divisado. Daría parte a sus jefes y la policía informaría a don Felícito Yanaqué: «Su hijo y empleado, Miguel Yanaqué, visita de noche la casa de su querida». Estallaría el escándalo. ¿Qué le pasaría a ella? Mientras se lavaba en el baño, cambiaba las sábanas de la cama, y, luego, tumbada, con la lamparita del velador encendida, trataba de pescar el sueño, se preguntó una vez más, como tantas veces en estos dos últimos años y medio en que se veía a escondidas con Miguel, cómo reaccionaría Felícito si se enteraba. No era de esos que sacan un cuchillo o un revólver para lavar su honor, de los que creen que las afrentas de cama se limpian con sangre. Pero la abandonaría. Ella se quedaría en la calle. Los ahorros le alcanzarían apenas para sobrevivir unos meses, cortando mucho los gastos. No le sería tan fácil, a estas alturas, volver a conseguir una relación tan cómoda como la que tenía con el dueño de Transportes Narihualá. Había sido una estúpida. Una imbécil. Era su culpa. Siempre supo que tarde o temprano lo pagaría caro. Estaba tan desmoralizada que se le fue el sueño. Esta sería otra noche de desvelo y pesadillas.

Durmió a ratitos, intercalados con arrebatos de pánico. Era una mujercita práctica, nunca había perdido tiempo compadeciéndose a sí misma o lamentando sus errores. De lo que más se arrepentía en la vida era de haber cedido a la insistencia con que la siguió, buscó y enamoró ese hombre joven al que le hizo caso sin sospechar que fuera un hijo de Felícito. Había comenzado dos años y medio atrás, cuando, en las calles, tiendas, restaurantes y cafeterías del centro de Piura, se dio cuenta de que se cruzaba a menudo en su camino ese muchacho blancón, atlético, bien parecido y bien vestido, que le lanzaba miraditas insinuantes y sonrisas coquetas. Sólo supo quién era cuando, después de hacerse mucho de rogar, de aceptarle jugos de frutas en alguna pastelería, de salir a comer con él, de ir a bailar un par de veces en una discoteca junto al río, consintió en irse a la cama con él en una posada de la Atarjea. Nunca estuvo enamorada de Miguel. Bueno, Mabel no se enamoraba de nadie desde que era churre, tal vez porque así era su carácter o tal vez por aquello que le ocurrió con su padrastro a los trece años. Se había llevado tantos desengaños de chiquilla con sus primeros enamorados que, desde entonces, había tenido aventuras, algunas más largas que otras, algunas cortisisísimas, pero en las que su corazón nunca participaba, sólo su cuerpo y su razón. Creyó que así sería la aventura con Miguel, que después de dos o tres encuentros se disolvería cuando ella lo decidiera. Pero esta vez no fue así. El muchacho se había enamorado. Se le prendió como una lapa. Mabel se dio cuenta que esta relación se había convertido en un problema y quiso cortarla. No pudo. La única vez que no había podido desprenderse de un amante. ¿Un amante? No del todo, pues, porque era pobretón o un amarrete, rara vez le hacía regalos, no la sacaba a buenos sitios y hasta le había advertido que no tendrían nunca una relación formal porque él no era de esos hombres a los que les gusta reproducirse y tener familia. O sea, ella sólo le interesaba para la cama.

Cuando quiso forzar la ruptura, la amenazó con contárselo todo a su padre. Desde ese mismo instante supo que esta historia terminaría mal y que ella sería la más fregada de los tres.

—Colaboración eficaz con la justicia —explicó el capitán Silva, sonriendo entusiasmado—. Así se llama en la jerga jurídica, Mabelita. La palabra clave no es colaboración sino eficaz. Quiere decir que la colaboración debe ser útil y dar frutos. Si tú colaboras de manera leal y tu ayuda nos permite meter en chirona a los delincuentes que te enredaron en este merengue, quedas libre de la cárcel y hasta de ser enjuiciada. Y con mucha razón, porque tú también eres víctima de estos bandidos. ¡Limpia de polvo y paja, Mabelita! ¡Figúrate lo que quiere decir eso!

El capitán dio un par de chupadas a su cigarrillo y ella vio cómo las nubecillas de humo espesaban la atmósfera ya enrarecida de la salita y se dispersaban poco a poco.

—Te estarás preguntando qué clase de colaboración queremos de ti. Por qué no se lo explicas, Lituma.

El sargento asintió.

—Por ahora, queremos que siga usted disimulando, señora —dijo, muy respetuoso—. Así como todo este tiempo ha disimulado con el señor Yanaqué y con nosotros. Igualito. Miguel no sabe que nosotros ya sabemos todo, y usted, en lugar de decírselo, seguirá actuando como si esta conversación nunca hubiera ocurrido.

—Eso es exactamente lo que queremos de ti —encadenó el capitán Silva—. Te voy a ser franco, dándote una prueba más de confianza. Tu colaboración puede sernos muy útil. No para pescar a Miguel Yanaqué. Él ya está requetejodido y no puede dar un paso sin que lo sepamos. En cambio, no tenemos claro ni conocemos a los cómplices. Con tu ayuda, les tenderemos una trampa y los mandaremos a donde deben estar los mafiosos, en la cárcel y no en la calle, haciéndole la vida difícil a la gente decente. Nos prestarías un gran servicio. Te lo devolveremos, retribuyéndote con otro gran servicio. Por mi boca no habla sólo la Policía Nacional. También la justicia. Mi propuesta tiene la aprobación del fiscal. Como lo oyes, Mabelita. ¡Del señor fiscal, doctor Hernando Símula! Tú te has sacado la lotería conmigo, muchacha.

Desde entonces, sólo seguía con Miguel para que este no cumpliera su amenaza de delatar sus amores a Felícito «aunque el viejo despechado te pegue un balazo y me pegue otro a mí, cholita». Ella sabía los disparates que puede hacer un hombre celoso. En el fondo de su corazón, esperaba que ocurriera algo, un accidente, una enfermedad, cualquier cosa que la sacara de este lío. Procuraba mantener a Miguel a distancia, inventaba pretextos para no salir con él ni darle gusto. Pero, de tanto en tanto, no tenía más remedio y, aunque sin ganas y con susto, salían a comer a chinganitas pobretonas, a bailar a discotecas de mala muerte, a acostarse en hotelitos que se alquilaban por horas en el rumbo de Catacaos. Muy pocas veces lo había dejado visitarla en la casita de Castilla. Una tarde, con su amiga Zoila entraron a El Chalán a tomar té y Mabel se encontró cara a cara con Miguel. Estaba con una chica jovencita y fachosa, muy acarameladitos y cogidos de la mano. Vio cómo el muchacho se confundía, enrojecía y volteaba la cara para no saludarla. En vez de celos, sintió alivio. Ahora sería más fácil la ruptura. Pero, la próxima vez que se vieron, Miguel lloriqueó, le pidió perdón, le juró que se arrepentía, Mabel era el amor de su vida, etcétera. Y ella, estúpida, estúpida, lo perdonó.

Esa mañana, casi sin haber pegado los ojos, como le ocurría últimamente, Mabel se sentía desmoralizada, la cabeza llena de acechanzas. También sentía pena por el viejito. No hubiera querido hacerle daño. Nunca se hubiera metido con Miguel si hubiera sabido que era su hijo. Qué raro que hubiera procreado un hijo tan blanco y tan pintón. No era el tipo de hombre del que se enamora una mujer, pero sí tenía las cualidades por las que una mujer se encariña con un hombre. Se había acostumbrado a él. No lo veía como amante, más como a un amigo de confianza. Le daba seguridad, le hacía pensar que, teniéndolo cerca, la sacaría de cualquier problema. Era una persona decente, de buenos sentimientos, uno de esos hombres en los que se puede confiar. Lamentaría mucho amargarlo, herirlo, ofenderlo. Porque sufriría tantísimo cuando supiera que se había acostado con Miguel.

A eso del mediodía, cuando tocaron la puerta, tuvo la sensación de que la amenaza que presentía desde la noche anterior se iba a materializar. Fue a abrir y se encontró con el capitán Silva y el sargento Lituma en el umbral. Dios mío, Dios mío, qué iba a pasar.

—Ya sabes cuál es el trato, Mabelita —dijo el capitán Silva. Como recordando algo, miró su reloj y se puso de pie—. No tienes que contestarme ahora, por supuesto. Te doy hasta mañana, a esta misma hora. Reflexiona. Si el loquito de Miguel viniera a hacerte otra visita, no se te ocurra contarle nuestra conversación. Porque eso querría decir que has tomado partido por los mafiosos, en contra de nosotros. Un agravante en tu prontuario, Mabelita. ¿No es cierto, Lituma?

Cuando el capitán y el sargento se dirigían hacia la puerta, les preguntó:

—¿Sabe Felícito que han venido a hacerme esta propuesta?

—El señor Yanaqué no sabe nada de eso y menos todavía que el chantajista de la arañita es su hijo Miguel y que tú eres su cómplice —respondió el capitán—. Cuando lo sepa, le dará un patatús. Pero, así es la vida, tú lo sabes mejor que nadie. Cuando se juega con fuego, alguien se quema. Piensa en nuestra propuesta, consúltala con la almohada y verás que te conviene. Hablamos mañana, Mabelita.

Cuando los policías partieron, ella cerró la puerta y apoyó la espalda en la pared. El corazón le latía con tanta fuerza. «Me jodí. Me jodí. Te jodiste, Mabel». Apoyándose en la pared se arrastró hasta la salita —le temblaban las piernas, el sueño seguía siendo irresistible— y se dejó caer en el sillón que tenía más cerca. Cerró los ojos y al instante se quedó dormida o desmayada. Tuvo una pesadilla que ya había tenido otras veces. Caía en unas arenas movedizas y se iba hundiendo en esa superficie terrosa dentro de la cual tenía ya las dos piernas en las que se le enredaban unos filamentos viscosos. Haciendo un gran esfuerzo podía ir avanzando hacia la orilla más próxima, pero no era la salvación ni mucho menos, pues, agazapada sobre sí misma, esperándola, había una fiera peluda, un dragón de película, con unos colmillos puntiagudos y unos ojos lancinantes que no dejaban de escrutarla, esperándola.

Cuando se despertó le dolía el pescuezo, la cabeza y la espalda y estaba empapada de sudor. Fue hasta la cocina y bebió a sorbitos un vaso de agua. «Debes calmarte. Tener la cabeza fría. Debes pensar con calma qué vas a hacer». Fue a tenderse a la cama, sacándose sólo los zapatos. No tenía ganas de pensar. Hubiera querido tomar un auto, un ómnibus, un avión, partir lo más lejos posible de Piura, a una ciudad donde nadie la conociera. Empezar una nueva vida desde cero. Pero era imposible, donde fuera la policía llegaría hasta ella y la fuga agravaría su culpa. ¿No era una víctima también? Lo había dicho el capitán y era la pura verdad. ¿Acaso fue de ella la idea? Nada de eso. Más bien había discutido con el imbécil de Miguel cuando supo lo que se traía entre manos. Sólo aceptó prestarse a la farsa del secuestro cuando la amenazó —una vez más— con hacerle saber al viejito sus amoríos: «Te botará como a una perra, cholita. ¿Y de qué vas a vivir tan bien como vives ahora?».

La había obligado y ella no tenía ninguna razón para ser leal con semejante hijo de puta. Tal vez lo único que le quedaba era colaborar con la policía y el fiscal. No tendría la vida fácil, por supuesto. Habría venganza, se convertiría en un blanco, le pegarían un balazo o una puñalada. ¿Qué era preferible? ¿Eso o la cárcel?

Todo el resto del día y de la noche estuvo sin salir de casa, devorada por las dudas. Su cabeza era un nido de grillos. Lo único claro era que estaba jodida y lo seguiría estando por el error que cometió metiéndose con Miguel y consintiendo en esta payasada.

No comió nada en la noche, aunque se preparó un sándwich de jamón y queso que ni siquiera probó. Se acostó pensando que en la mañana volverían los dos policías a preguntarle cuál era su respuesta. Pasó la noche entera cavilando, cambiando una y otra vez de planes. A ratos la vencía el sueño pero, apenas se dormía, se despertaba asustada. Cuando invadían la casita de Castilla las primeras luces del nuevo día, sintió que se serenaba. Comenzaba a ver claro. Poco después, había tomado ya una decisión.