XII

—¿Lo encontraste al pobre Narciso? —preguntó la señora Lucrecia—. ¿Qué ha sido de él?

Don Rigoberto asintió y se desplomó en el asiento de la sala de su casa, extenuado.

—Una verdadera odisea —suspiró—. Vaya flaco favor nos hizo Ismael metiéndonos en sus líos de cama y de hijos, amor.

Los parientes de Narciso, el chofer de Ismael Carrera, le habían dado cita en el primer grifo a la entrada de Chincha y Rigoberto manejó hasta allí las dos horas de carretera, pero al llegar no había nadie esperándolo en la gasolinera señalada. Después de asolearse un buen rato viendo pasar camiones y ómnibus y de tragar el polvo que un vientecito caliente bajado de la sierra le aventaba contra la cara, cuando harto y cansado estaba a punto de emprender el regreso a Lima se apareció un chiquillo que le dijo ser sobrino de Narciso. Era un negrito chillo y descalzo, de grandes ojos locuaces y conspiratorios. Le hablaba tomando tantas precauciones que don Rigoberto apenas entendía lo que intentaba decirle. Por fin quedó claro que había habido cambio de planes; su tío Narciso lo esperaba más bien en Grocio Prado, en la puerta de la misma casa donde vivió, hizo milagros y murió la Beata Melchorita (el chiquillo se persignó al nombrarla). Otra media hora de auto por una carretera llena de polvo y huecos, entre viñedos y chacras de frutas para la exportación. En la puerta de la casa-museo-santuario de la Beatita, en la Plaza de Grocio Prado, apareció finalmente el chofer de Ismael.

—Medio disfrazado, con una especie de poncho y una capucha de penitente para que nadie lo reconociera y, por supuesto, muerto de miedo —recordó don Rigoberto, sonriendo—. El negro estaba blanco del pánico, Lucrecia. No es para menos, la verdad. Las hienas lo acosan día y noche, más de lo que yo suponía.

Le habían mandado primero un abogado, un tinterillo palabrero más bien, a tratar de sobornarlo. Si se presentaba donde el juez a decir que había sido coaccionado para hacer de testigo en el matrimonio de su patrón y que, a su juicio, el señor Ismael Carrera no estaba en sus cabales el día que se casó, le entregarían una gratificación de veinte mil soles. Cuando el negro le respondió que iba a pensarlo, pero que, en principio, prefería no tener tratos con el Poder Judicial ni nadie del Gobierno, se apareció la policía en la casa de su familia, en Chincha, a citarlo a la comisaría. Los mellizos habían sentado una denuncia contra él por complicidad con varios delitos, entre ellos ¡conspiración y secuestro de su jefe!

—No le quedó más remedio que esconderse de nuevo —añadió Rigoberto—. Felizmente, Narciso tiene amigos y parientes por todo Chincha. Y suerte para Ismael que ese negro sea el tipo más íntegro y más leal del mundo. Pese al susto que tiene, dudo que ese par de zamarros lo vayan a quebrar. Le pagué su sueldo y le dejé algo más de dinero, por si acaso, para algún imprevisto. Este asunto se va enredando cada día más, amor mío.

Don Rigoberto se estiró y bostezó en el sillón de la salita y, mientras doña Lucrecia le preparaba una limonada, contempló largamente el mar de Barranco. Era una tarde sin viento y había en el aire varios voladores haciendo parapente. Uno pasó a tan poca distancia que pudo verle clarito la cabeza sumida en un casco. Maldito asunto. Que justo cayera ahora, cuando empezaba una jubilación que él creyó sería de descanso, arte y viajes, es decir, de puro placer. Las cosas nunca salían como se planeaban: era una regla sin excepciones. «Nunca imaginé que la amistad con Ismael me resultara tan onerosa», pensó. «Ni mucho menos que tuviera que sacrificar por ella mi pequeño espacio de civilización». Si hubiera habido sol, esta sería la hora mágica de Lima. Unos minutos de belleza absoluta. La bola de fuego se hundiría en el mar allá en el horizonte detrás de las islas de San Lorenzo y El Frontón, incendiando el cielo, sonrosando las nubes y representando, por unos minutos, ese espectáculo entre sereno y apocalíptico que anunciaba el comienzo de la noche.

—¿Qué le dijiste? —le preguntó doña Lucrecia, sentándose a su lado—. Pobre Narciso, en la que se ha metido por ser tan buena gente con su patrón.

—Traté de tranquilizarlo —contó don Rigoberto, paladeando la limonada con fruición—. Que no se asustara, ni a él ni a mí nos iba a pasar nada por haber sido testigos de la boda. Que no había delito alguno en lo que hicimos. Que, además, Ismael saldrá victorioso en esta pelea con las hienas. Que la campaña y la alharaca de Escobita y Miki no tienen la menor base jurídica. Que, si quería estar más tranquilo, consultara su caso con un abogado de Chincha de su confianza y me mandara la factura. En fin, hice todo lo que pude. Es un hombre muy entero y te repito que esos zamarros no podrán con él. Pero le están haciendo pasar muy malos ratos, eso sí.

—¿Y a nosotros, no? —se quejó doña Lucrecia—. Te digo que, desde que empezó esta broma, hasta me da miedo salir a la calle. Todo el mundo me pregunta por la parejita, como si nada más importara a los limeños. Veo a toda la gente con cara de periodista. No sabes cómo los odio cuando oigo y leo todas esas estupideces y falsedades que escriben.

«También está asustada», pensó don Rigoberto. Su mujer le sonreía pero él podía advertir esa lucecita huidiza que asomaba en sus ojos y la manera inquieta como se frotaba las manos todo el tiempo. Pobre Lucrecia. No sólo se le había frustrado el viaje a Europa que le hacía tanta ilusión. Encima, este escándalo. Y el vejete de Ismael seguía en su luna de miel por Europa sin dar señales de vida, mientras en Lima sus hijitos les hacían la vida imposible a Narciso, a él y a Lucrecia, y tenían en efervescencia a la misma compañía de seguros.

—Qué te pasa, Rigoberto —se sorprendió Lucrecia—. Quien a solas se ríe, de sus maldades se acuerda.

—Me río de Ismael —explicó Rigoberto—. Va a cumplir un mes de luna de miel. ¡Con más de ochenta cumplidos! Ya lo confirmé, no es septuagenario sino octogenario. ¡Chapeau! ¿Te das cuenta, Lucrecia? Con tanto Viagra, se le va a desaguar el cerebro y la denuncia de las hienas de que está reblandecido resultará cierta. Armida debe ser una fierecilla. ¡Lo estará secando!

—No seas vulgar, Rigoberto —simuló censurarlo su mujer, riéndose.

«Sabe poner buena cara al mal tiempo», pensó Rigoberto, enternecido. Lucrecia no había mostrado en estos días, mientras la campaña intimidatoria de los mellizos les llenaba la casa de citaciones judiciales y policiales y de malas noticias —la peor: habían conseguido trabar el trámite de jubilación en la compañía de seguros mediante una triquiñuela legal—, el menor síntoma de debilidad. Lo había apoyado en cuerpo y alma en su decisión de no ceder al chantaje de las hienas y mantenerse leal a su jefe y amigo.

—Lo único que me molesta —dijo Lucrecia, leyéndole el pensamiento—, es que Ismael ni siquiera telefonee o nos ponga unas líneas. ¿No te llama la atención? ¿Estará realmente enterado de los dolores de cabeza que nos da? ¿Sabrá las que pasa el pobre Narciso?

—Lo sabe todo —aseguró Rigoberto—. Arnillas está en contacto con él y lo tiene al corriente. Hablan cada día, me ha dicho.

El doctor Claudio Arnillas, abogado de Ismael Carrera desde hacía muchos años, era ahora el intermediario de Rigoberto con su exjefe. Según él, Ismael y Armida viajaban por Europa y muy pronto regresarían a Lima. Aseguraba que toda la estrategia de los hijos de Ismael Carrera para anular el matrimonio y conseguir un interdicto en la compañía de seguros por incapacidad y demencia senil estaba condenada al más estrepitoso fracaso. Bastaría que Ismael se presentara, se sometiera a los exámenes médicos y psicológicos correspondientes y la denuncia caería por su propio peso.

—Pero, entonces, no entiendo por qué no lo hace de una vez, doctor Arnillas —exclamó don Rigoberto—. Para Ismael este escándalo tiene que ser todavía más penoso que para nosotros.

—¿Sabe usted por qué? —explicó el doctor Arnillas, adoptando una expresión maquiavélica y con los dedos pulgares metidos en los tirantes de aparatoso color psicodélico que le sujetaban el pantalón—. Porque quiere que los mellizos sigan gastando lo que no tienen. La plata que deben estar prestándose de aquí y de allá para pagar a ese ejército de tinterillos y las coimas que andan aflojando en la policía y el juzgado. Los estarán despellejando vivos, es lo más probable y él quiere que se arruinen del todo. Es algo que el señor Carrera ha planeado con toda minucia. ¿Se da usted cuenta?

Don Rigoberto se daba muy bien cuenta ahora de que el rencor de Ismael Carrera hacia las hienas desde el día en que descubrió que esperaban impacientes su muerte, ansiosos de heredarlo, era enfermizo e irreversible. Nunca hubiera imaginado al apacible Ismael capaz de un odio vengativo de esa magnitud y menos con sus propios hijos. ¿Llegaría alguna vez Fonchito a desear su muerte? A propósito, dónde andaba el chiquillo.

—Ha salido con su amigo Pezzuolo, creo que al cine —le informó Lucrecia—. ¿No has notado que desde hace algunos días parece mejor? Como si se hubiera olvidado de Edilberto Torres.

Sí, hacía por lo menos una semana que no había vuelto a ver al misterioso personaje. En todo caso, era lo que les había dicho y, hasta ahora, don Rigoberto nunca le había pescado a su hijo una mentira.

—Todo este embrollo nos reventó el viaje tan planeado —suspiró doña Lucrecia, entristeciéndose de pronto—. España, Italia, Francia. Qué pena, Rigoberto. Soñaba con hacerlo. ¿Y sabes por qué? Tú tienes la culpa. Por la manera tan detallada, tan maniática, como me lo fuiste contando. Las visitas a los museos, los conciertos, los teatros, los restaurantes. En fin, qué le vamos a hacer, paciencia.

Rigoberto asintió:

—Es sólo un aplazamiento, amor mío —la consoló, besándola en los cabellos—. Ya que no podemos ir en primavera, iremos en otoño. Una época muy linda también, con los árboles dorados y las hojas alfombrando las calles. Para óperas y conciertos, es la mejor del año.

—¿Crees que para octubre el lío de las hienas habrá terminado?

—Ellos no tienen dinero y se están gastando lo poco que les queda tratando de anular ese matrimonio y hacer declarar interdicto a su padre —afirmó Rigoberto—. No lo van a conseguir y se arruinarán. ¿Sabes una cosa? Nunca me imaginé que Ismael fuera capaz de hacer lo que está haciendo. Primero, casarse con Armida. Y, segundo, planear una venganza tan implacable con Miki y Escobita. Es verdad que es imposible conocer a fondo a las personas, todas son insondables.

Estuvieron conversando un buen rato, mientras oscurecía y se encendían las luces de la ciudad. Dejaron de ver el mar, el cielo y la noche se llenó de lucecitas que parecían luciérnagas. Lucrecia le contó a Rigoberto que había leído una composición de Fonchito para el colegio que la tenía impresionada. No podía quitársela de la cabeza.

—¿Te la mostró él mismo? —la provocó Rigoberto—. ¿O estuviste rebuscando en su escritorio?

—Bueno, estaba ahí, a la vista, y me dio curiosidad. Por eso la leí.

—Mal hecho que leas sus cosas sin su permiso y a sus espaldas —aparentó reñirla Rigoberto.

—Me dejó pensando —prosiguió ella, sin hacerle caso—. Es un texto medio filosófico, medio religioso. Sobre la libertad y el mal.

—¿Lo tienes a la mano? —se interesó Rigoberto—. Me gustaría echarle una ojeada yo también.

—Le saqué una copia, señor chismoso —dijo Lucrecia—. Te la dejé en el escritorio.

Don Rigoberto se encerró entre sus libros, discos y grabados a leer la composición de Fonchito. «La libertad y el mal» era muy corta. Sostenía que probablemente Dios, al crear al hombre, había decidido que no fuera un autómata, con una vida programada desde el nacimiento hasta la muerte, como la de las plantas y los animales, sino un ser dotado de libre albedrío, capaz de decidir sus acciones por cuenta propia. De este modo había nacido la libertad. Pero esa facultad con que el hombre fue dotado le permitió al ser humano elegir el mal, y, acaso, crearlo, haciendo cosas que contradecían todo aquello que emanaba de Dios y que, más bien, representaban la razón de ser del diablo, el fundamento de su existencia. Así, pues, el mal era un hijo de la libertad, una creación humana. Lo cual no significaba que la libertad fuera mala en sí misma; no, era un don que había permitido grandes descubrimientos científicos y técnicos, el progreso social, la desaparición de la esclavitud y del colonialismo, los derechos humanos, etcétera. Pero también era el origen de crueldades y sufrimientos terribles que nunca cesaban y más bien acompañaban al progreso como su sombra.

Don Rigoberto se quedó preocupado. Se le ocurrió que todas las ideas de este trabajo se asociaban de alguna manera con las apariciones de Edilberto Torres y sus lloraderas. ¿O ese ensayo era consecuencia de la conversación de Fonchito con el padre O’Donovan? ¿Habría vuelto a ver su hijo a Pepín? En eso, Justiniana irrumpió en el escritorio muy excitada. Venía a decirle que el «recién casado» lo llamaba por teléfono.

—Así dijo que lo anunciara, don Rigoberto —explicó la muchacha—. «Dígale que lo llama el recién casado, Justiniana».

—¡Ismael! —saltó de su escritorio don Rigoberto—. ¿Aló? ¿Aló? ¿Eres tú? ¿Ya estás en Lima? ¿Cuándo volviste?

—Todavía no volví, Rigoberto —dijo una voz juguetona, que reconoció como la de su jefe—. Te llamo desde un sitio que por supuesto no te voy a decir cuál es, porque un pajarito me ha dicho que tienes el teléfono interceptado por quienes ya sabemos. Un lugar bellísimo, así que muérete de envidia.

Soltó una risa de gran felicidad y Rigoberto, alarmado, tuvo de pronto la sospecha de que, de repente, sí, su exjefe y amigo estaba gagá, rematadamente chocho. ¿Serían capaces las hienas de haber encargado a una de esas agencias de espionaje que le intervinieran el teléfono? Imposible, la materia gris no les daba para tanto. ¿O tal vez sí?

—Bueno, bueno, qué más quieres —le repuso—. Mejor para ti, Ismael. Veo que la luna de miel va viento en popa y que todavía te queda algo de fuelle. O sea que, por lo menos, sigues vivo. Me alegro, viejo.

—Estoy en plena forma, Rigoberto. Déjame que te diga una cosa. Nunca me he sentido mejor ni más feliz que en estos días. Como lo oyes.

—Formidable, entonces —repitió Rigoberto—. Bueno, no quisiera darte malas noticias y menos por teléfono. Pero, supongo que estarás enterado de la que has armado aquí. De lo que está lloviendo sobre nosotros.

—Claudio Arnillas me tiene al tanto con lujo de detalles y me manda los recortes de la prensa. Me divierto mucho leyendo que he sido secuestrado y que padezco demencia senil. Parece que tú y Narciso han sido cómplices de mi secuestro, ¿no?

Lanzó otra carcajada, larga, sonora, muy sarcástica.

—Qué bien que lo tomes con tanto buen humor —rezongó Rigoberto—. Narciso y yo no nos divertimos tanto, como te imaginarás. Los hermanitos tienen a tu chofer medio loco con sus intrigas y amenazas. Y a nosotros otro tanto.

—Siento mucho las molestias que les estoy causando, hermano —trató de arreglarlas Ismael, poniéndose muy serio—. Que te hayan trabado la jubilación, que hayas cancelado el viaje a Europa. Lo sé todo, Rigoberto. Mil perdones a ti y a Lucrecia por estos problemitas. No será por mucho tiempo más, te lo juro.

—Qué importan una jubilación y un viaje a Europa comparados con la amistad de un tipazo como tú —ironizó don Rigoberto—. Y mejor no te cuento las citaciones al juzgado para declarar como presunto cómplice de encubrimiento y secuestro, para no estropearte esa linda luna de miel. En fin, espero que todo esto quede pronto sólo para reírnos y contar anécdotas.

Ismael soltó otra carcajada, como si todo aquello no tuviera que ver mucho con él.

—Eres un amigo de esos que ya no existen, Rigoberto. Siempre lo supe.

—Arnillas te habrá dicho que tu chofer ha tenido que esconderse. Los mellizos le han mandado la policía y no me extrañaría que, con lo desquiciados que están, le manden también un par de sicarios a cortarle lo que ya sabes.

—Son muy capaces —reconoció Ismael—. Ese negro vale su peso en oro. Tranquilízalo, que no se preocupe. Dile que su lealtad tendrá su recompensa, Rigoberto.

—¿Volverás pronto o vas a seguir en luna de miel hasta que te reviente el corazón y estires la pata?

—Estoy terminando un asuntito que te dejará maravillado, Rigoberto. Apenas lo liquide, regresaré a Lima a poner las cosas en orden. Verás que este lío se desinfla en un dos por tres. Siento de veras los dolores de cabeza que te doy. Para eso te llamaba, nada más. Nos veremos prontito. Besos a Lucrecia y un gran abrazo para ti.

—Otro para ti y besos a Armida —se despidió don Rigoberto.

Cuando colgó, se quedó contemplando el aparato. ¿Venecia? ¿La Costa Azul? ¿Capri? ¿Dónde estarían los tortolitos? ¿En algún lugar exótico como Indonesia o Tailandia? ¿Sería Ismael tan feliz como decía? Sí, sin duda, a juzgar por sus juveniles carcajadas. A los ochenta había descubierto que la vida podía ser no sólo trabajar, también hacer locuras. Desbocarse, saborear los placeres del sexo y la venganza. Mejor para él. En eso entró Lucrecia a su escritorio, impaciente:

—¿Qué pasó? ¿Qué te dijo Ismael? Cuenta, cuenta.

—Parece contentísimo. Toma todo esto a risa, qué te parece —le resumió. Y, en eso, volvió a asaltarlo la sospecha—: ¿Sabes una cosa, Lucrecia? ¿Y si verdaderamente se hubiera vuelto chocho? ¿Si ni siquiera se diera cuenta de las locuras que está haciendo?

—¿Hablas en serio o bromeas, Rigoberto?

—Hasta ahora me parecía absolutamente lúcido y dueño de sí mismo —dudó él—. Pero, mientras oía sus carcajadas en el teléfono, me puse a pensar. Porque se divertía a mares con todo lo que pasa aquí, como si le importara un pito el escándalo y el lío en que nos ha metido. En fin, no sé, será que estoy un poco susceptible. ¿Te das cuenta en qué situación quedaríamos si resulta que a Ismael le cayó la demencia senil de la noche a la mañana?

—En mala hora me metes esa idea en la cabeza, Rigoberto. Ya no se me quitará toda la noche. Peor para ti si me desvelo, te lo advierto.

—Son tonterías, no me hagas caso, son conjuros para que no ocurra lo que digo que puede ocurrir —la tranquilizó Rigoberto—. Pero, la verdad, no me esperaba verlo tan despreocupado. Como si todo esto no fuera con él. Perdona, perdona. Ya sé lo que le pasa. Está feliz. Esa es la clave de todo. Por primera vez en su vida Ismael sabe lo que es tirarse un polvo de verdad, Lucrecia. Los que tenía con Clotilde eran pasatiempos conyugales. Con Armida hay pecado de por medio y la cosa funciona mejor.

—Otra vez con tus cochinadas —protestó su mujer—. Además, no sé qué tienes contra los pasatiempos conyugales. Yo creo que los nuestros funcionan de lo más bien.

—Por supuesto, amor mío, funcionan de maravilla —dijo él, besando a Lucrecia en la mano y en la oreja—. Lo mejor es hacer como él, no darle importancia al asunto. Cargarse de paciencia y esperar que pase el ventarrón.

—¿No quieres que salgamos, Rigoberto? Vayamos al cine y a comer algo a la calle.

—Veamos una película aquí, más bien —le respondió su marido—. La sola idea de que aparezca uno de esos con su grabadorcita a tomarme fotos y preguntarme por Ismael y los mellizos me suelta el estómago.

Porque, desde que el periodismo se había apoderado de la noticia de la boda de Ismael con Armida, y de las acciones policiales y judiciales de sus hijos para anular el matrimonio y declararlo interdicto, no se hablaba de otra cosa en periódicos, radios y programas televisivos, así como en las redes sociales y los blogs. Los hechos desaparecían bajo un chisporroteo frenético de exageraciones, invenciones, chismografías, calumnias y vilezas, donde parecía salir a flote toda la maldad, la incultura, las perversiones, resentimientos, rencores y complejos de la gente. Si no se hubiera visto él mismo arrastrado a formar parte de ese maremagno periodístico, a ser constantemente requerido por gacetilleros que compensaban su ignorancia con su morbo y su insolencia, don Rigoberto se decía que este espectáculo en que Ismael Carrera y Armida habían pasado a ser el gran entretenimiento de la ciudad, en que eran bañados en mugre impresa, radial y televisiva y chamuscados sin tregua en la hoguera que Miki y Escobita habían encendido y atizaban a diario con declaraciones, entrevistas, sueltos, fantasías y delirios, habría sido algo entretenido para él, además de instructivo y aleccionador. Sobre este país, esta ciudad y sobre el alma humana en general. Y sobre ese mismo mal que ahora preocupaba a Fonchito a juzgar por su composición. «Instructivo y aleccionador, sí», pensó de nuevo. Sobre muchas cosas. La función del periodismo en este tiempo, o, por lo menos, en esta sociedad, no era informar, sino hacer desaparecer toda forma de discernimiento entre la mentira y la verdad, sustituir la realidad por una ficción en la que se manifestaba la oceánica masa de complejos, frustraciones, odios y traumas de un público roído por el resentimiento y la envidia. Otra prueba de que los pequeños espacios de civilización nunca prevalecerían sobre la inconmensurable barbarie.

La conversación por teléfono con su exjefe y amigo lo dejó deprimido. No lamentaba haberle echado una mano sirviéndole de testigo en su matrimonio. Pero comenzaban a abrumarlo las consecuencias de esa firma. No era tanto el enredo judicial y policial, ni la demora en el trámite de jubilación porque pensaba (tocando madera, todo podía pasar) que esto, mal que mal, se arreglaría. Y Lucrecia y él podrían hacer el viaje a Europa. Lo peor era ese escándalo en el que se veía arrastrado, apareciendo ahora casi a diario en esas hojas de un periodismo de cloaca, enfangado en un amarillismo pestilencial. Con amargura, se preguntó: «¿De qué te ha servido este pequeño refugio de libros, grabados, discos, todas estas cosas bellas, refinadas, sutiles, inteligentes, coleccionadas con tanto afán creyendo que en este minúsculo espacio de civilización estarías defendido contra la incultura, la frivolidad, la estupidez y el vacío?». Su vieja idea de que había que erigir esas islas o fortines de cultura en medio de la tormenta, invulnerables a la barbarie del entorno, no funcionaba. El escándalo que habían provocado su amigo Ismael y las hienas había infiltrado sus ácidos, su pus, sus venenos, en su mismo escritorio, este territorio donde, desde hacía ya tantos años —¿veinte, veinticinco, treinta?—, se retiraba para vivir la verdadera vida. La vida que lo desagraviaba de las pólizas y los contratos de la compañía, de las intrigas y menudencias de la política local, de la mendacidad y el cretinismo de la gente con la que estaba obligado a tratar a diario. Ahora, con el escándalo, de nada le valía buscar la soledad del escritorio. La víspera lo había hecho. Puso en el tocadiscos una hermosa grabación, el oratorio de Arthur Honegger, El rey David, hecha en la misma catedral de Notre Dame de París, que siempre lo había emocionado. Esta vez, no había podido concentrarse en la música ni un solo momento. Se distraía, su memoria le devolvía las imágenes y preocupaciones de los últimos días, el sobresalto, el desagrado bilioso cada vez que descubría su nombre en las informaciones que, aunque él no comprara esos periódicos, le hacían llegar las amistades o se las comentaban de manera inflexible, envenenándoles la vida a él y a Lucrecia. Tuvo que apagar el aparato y permanecer quieto, con los ojos cerrados, escuchando los latidos de su corazón, con un sabor salobre en la boca. «En este país no se puede construir un espacio de civilización ni siquiera minúsculo», concluyó. «La barbarie termina por arrasarlo todo». Y una vez más se dijo, como siempre que se sentía deprimido, qué equivocado estuvo en su juventud cuando decidió no emigrar y quedarse aquí, en Lima la Horrible, convencido de que podría organizar su vida de manera que, aunque por razones de trabajo alimenticio tuviera que pasar muchas horas del día sumido en el mundanal ruido de los peruanos de clase alta, viviría de verdad en ese enclave puro, bello, elevado, hecho de cosas sublimes, que él se fabricaría como alternativa a la coyunda cotidiana. Fue entonces cuando tuvo la idea de los espacios salvadores, la idea de que la civilización no era, no había sido nunca un movimiento, un estado de cosas general, un ambiente que abrazara al conjunto de la sociedad, sino diminutas ciudadelas levantadas a lo largo del tiempo y el espacio que resistían el asalto permanente de esa fuerza instintiva, violenta, obtusa, fea, destructora y bestial que dominaba el mundo y que ahora se había metido en su propio hogar.

Esa noche, después de la comida, preguntó a Fonchito si estaba cansado.

—No —repuso su hijo—. ¿Por qué, papá?

—Me gustaría conversar contigo un momento, si no te importa.

—Siempre que no sea de Edilberto Torres, encantado —dijo Fonchito, con picardía—. No lo he vuelto a ver, así que tranquilízate.

—Te prometo que no hablaremos de él —respondió don Rigoberto. Y, como solía hacer de niño, puso dos dedos en cruz y juró, besándolos—: Por Dios.

—No uses el nombre de Dios en vano que yo sí soy creyente —lo amonestó doña Lucrecia—. Váyanse al escritorio. Le diré a Justiniana que les lleve los helados allá.

En el escritorio, mientras saboreaban el helado de lúcuma, don Rigoberto, entre bocado y bocado, espiaba a Fonchito. Sentado frente a él con las piernas cruzadas, tomaba su helado a cucharadas lentas y parecía absorbido en algún pensamiento remoto. Ya no era un niño. ¿Hacía cuánto tiempo que se afeitaba? Llevaba la tez rasurada y los cabellos revueltos; no hacía mucho deporte pero parecía que sí, porque tenía un cuerpo delgado y atlético. Era un chico muy buen mozo, por el que debían morirse las chicas. Todos lo decían. Pero su hijo no parecía interesarse en esas cosas y más bien andaba metido en alucinaciones y preocupaciones religiosas. ¿Era bueno o malo eso? ¿Hubiera preferido que Fonchito fuera un chico normal? «Normal», pensó, imaginándose a su hijo hablando en la jerga sincopada y simiesca de los jóvenes de su generación, emborrachándose los fines de semana, fumando pitos de marihuana, jalando coca o tragando pastillas de éxtasis en las discotecas del balneario de Asia, en el kilómetro cien de la Panamericana, como tantos niñitos bien de Lima. Un escalofrío le corrió por el cuerpo. Mil veces preferible que viera fantasmas o al mismísimo diablo y escribiera ensayos sobre la maldad.

—Leí lo que escribiste sobre la libertad y el mal —le dijo—. Estaba ahí, en tu mesa de trabajo y me dio curiosidad. Espero que no te importe. Me impresionó mucho, la verdad. Está muy bien escrito y lleno de ideas muy personales. ¿Para qué curso es?

—El de Lenguaje —dijo Fonchito, sin darle importancia al asunto—. El profesor Iturriaga nos pidió una composición libre. Se me ocurrió ese tema. Pero es sólo un borrador. Tengo que corregirlo todavía.

—Me sorprendió, porque no sabía que te interesara tanto la religión.

—¿Te pareció un texto religioso? —se extrañó Fonchito—. Yo creo que es más bien filosófico. Bueno, no sé, filosofía y religión se mezclan, cierto. ¿A ti no te interesó nunca la religión, papá?

—Estudié en La Recoleta, un colegio de curas —dijo don Rigoberto—. Después, en la Universidad Católica. Y hasta fui dirigente de Acción Católica, con Pepín O’Donovan, por un tiempo. Claro que me interesó mucho, de joven. Pero un día perdí la fe y nunca más la he recobrado. Creo que la perdí apenas empecé a pensar. Para ser creyente no conviene pensar mucho.

—O sea, eres ateo. Crees que no hay nada antes ni después de esta vida. ¿Eso es ser ateo, no?

—Nos estamos metiendo en honduras —exclamó don Rigoberto—. No soy un ateo, un ateo es también un creyente. Cree que Dios no existe, ¿no es cierto? Soy un agnóstico, más bien, si es que soy algo. Alguien que se declara perplejo, incapaz de creer que Dios exista o que Dios no exista.

—Ni chicha ni limonada —se rio Fonchito—. Es una manera muy cómoda de sacarle el bulto al problema, papá.

Tenía una risa fresca, sana, y don Rigoberto pensó que era un buen chico. Estaba pasando una crisis de adolescencia, sufriendo con dudas e incertidumbres sobre el más allá y el más acá, lo que hablaba bien de él. Cuánto hubiera querido ayudarlo. Pero cómo, cómo hacerlo.

—Algo así, aunque la burla está de más —asintió—. ¿Quieres que te diga una cosa, Fonchito? Yo envidio a los creyentes. No a los fanáticos, desde luego, que me producen horror. A los verdaderos creyentes. A quienes tienen una fe y tratan de organizar su vida de acuerdo a sus creencias. Con sobriedad, sin alharacas ni payasadas. No conozco muchos, pero algunos sí. Y ellos me parecen envidiables. A propósito, ¿tú eres creyente?

Fonchito se puso serio y reflexionó un momento antes de contestar.

—Me gustaría saber algo más de religión, pues nunca me enseñaron —evadió la respuesta, con un tonito de reproche—. Por eso nos hemos metido, con el Chato Pezzuolo, en un grupo de lectura de la Biblia. Nos reunimos los viernes, después de las clases.

—Excelente idea —se alegró don Rigoberto—. La Biblia es un libro maravilloso, que debería leer todo el mundo, creyentes y no creyentes. Por cultura general, ante todo. Pero, también, para entender mejor el mundo en que vivimos. Muchas cosas que ocurren a nuestro alrededor vienen directa o indirectamente de la Biblia.

—¿De eso querías que habláramos, papá?

—En realidad, no —dijo don Rigoberto—. Quería hablarte de Ismael y del escándalo en que andamos. También a tu colegio habrá llegado este asunto.

Fonchito volvió a reírse.

—Me han preguntado mil veces si era verdad que tú lo ayudaste a casarse con su cocinera, como dicen los periódicos. En los blogs apareces todo el tiempo mezclado en ese enredo.

—Armida nunca fue su cocinera —aclaró don Rigoberto—. Su ama de llaves, más bien. Se ocupaba de la limpieza y el manejo de la casa, sobre todo desde que Ismael enviudó.

—Yo he estado dos o tres veces en su casa y no me acuerdo para nada de ella —dijo Fonchito—. ¿Es bonita, por lo menos?

—Presentable, digamos —concedió don Rigoberto, de manera salomónica—. Mucho más joven que Ismael, por cierto. No vayas a creer todas las estupideces que dice la prensa. Que fue secuestrado, que está chocho, que no supo lo que hacía. Ismael está en sus cabales y por eso acepté ser su testigo. Claro que sin sospechar que el lío sería tan mayúsculo. En fin, ya pasará. Quería contarte que me han trancado la jubilación en la compañía. Los mellizos me han denunciado por supuesta complicidad en un secuestro que nunca existió. Así que por ahora estoy amarrado aquí, en Lima, con citaciones y abogados. De eso se trata. Pasamos un período difícil y, hasta que esto se resuelva, tendremos que ajustarnos un poco el cinturón. Porque tampoco conviene liquidar todos los ahorros de los que depende el futuro de nosotros tres. Y sobre todo el tuyo. Quería tenerte al corriente.

—Claro que sí, papá —dijo Fonchito, animándolo—. No te preocupes. Si es necesario me puedes suspender las propinas hasta que esto pase.

—No es para tanto —sonrió don Rigoberto—. Para tus propinas, alcanza y sobra. En tu colegio, entre profesores y alumnos, qué se dice de este asunto.

—La inmensa mayoría está con los mellizos, por supuesto.

—¿Con las hienas? Se nota que no los conocen.

—Lo que pasa es que son racistas —afirmó Fonchito—. No le perdonan al señor Ismael que se casara con una chola. Creen que nadie en su sano juicio haría eso y que lo único que quiere Armida es quedarse con su plata. No sabes con cuántos me he peleado defendiendo el matrimonio de tu amigo, papá. Sólo Pezzuolo me apoya, pero más por amistad que porque crea que tengo la razón.

—Defiendes una buena causa, hijito —lo palmeó don Rigoberto en la rodilla—. Porque, aunque nadie se lo crea, el de Ismael ha sido un matrimonio por amor.

—¿Podría hacerte una pregunta, papá? —dijo de pronto el chiquillo, cuando parecía que se disponía a salir del escritorio.

—Claro que sí, hijo. La que quieras.

—Es que hay algo que no entiendo —aventuró Fonchito, incómodo—. Sobre ti, papá. Siempre te gustó el arte, la pintura, la música, los libros. Es de lo único que hablas con tanta pasión. ¿Y, entonces, por qué te hiciste abogado? ¿Por qué has dedicado toda tu vida a trabajar en una compañía de seguros? Debiste hacerte un pintor, un músico, en fin, no sé. ¿Por qué no seguiste tu vocación?

Don Rigoberto asintió y reflexionó un momento antes de responder.

—Por cobarde, hijito —murmuró al fin—. Por falta de fe en mí mismo. Nunca creí que tuviera talento para ser un artista de verdad. Pero tal vez eso era un pretexto para no intentarlo. Decidí no ser un creador, sólo un mero consumidor de arte, un diletante de la cultura. Fue por cobarde, es la triste verdad. Así que, ya lo sabes. No vayas a seguir mi ejemplo. Cualquiera que sea tu vocación, síguela a fondo y no hagas como yo, no la traiciones.

—Espero que no te hayas molestado, papá. Era una pregunta que quería hacerte hace tiempo.

—Es una pregunta que yo también me hago hace muchos años, Fonchito. Me has obligado a responderla y te lo agradezco. Anda, nomás, buenas noches.

Se fue a acostar de mejor ánimo luego de la conversación con Fonchito. Contó a doña Lucrecia lo bien que le había hecho oír a su hijo, tan juicioso, después del mal humor y la pesadumbre en que había estado sumido toda la tarde. Pero omitió contarle la última parte de la charla con su hijo.

—Me ha dado gusto verlo tan sereno, tan maduro, Lucrecia. Metido en un grupo para leer la Biblia, imagínate. ¿Cuántos chicos de su edad harían una cosa así? Poquísimos. ¿Tú has leído la Biblia? Te confieso que yo sólo partes y hace de eso bastantes años. ¿No quieres que, como jugando, nos pongamos también a leerla y a comentarla? Es un libro muy hermoso.

—Yo encantada, tal vez así te reconviertas y vuelvas a la Iglesia —dijo Lucrecia, añadiendo, tras unos segundos de reflexión—: Espero que leer la Biblia no sea incompatible con hacer el amor, Orejitas.

Sintió la risa maliciosa de su marido y, casi al mismo tiempo, sus manos ávidas, recorriéndole el cuerpo.

—La Biblia es el libro más erótico del mundo —lo oyó decir, afanoso—. Ya verás, cuando leamos el Cantar de los Cantares y las barbaridades que hace Sansón con Dalila y Dalila con Sansón, ya verás.