XI

Cuando llegaron a la casita de Castilla, al otro lado del río, donde vivía Mabel, el sargento Lituma y el capitán Silva sudaban la gota gorda. El sol golpeaba fuerte desde un cielo sin nubes en el que trazaban círculos algunos gallinazos y no había siquiera una leve brisa que atenuara el calor. A lo largo de todo el recorrido desde la comisaría, Lituma estuvo haciéndose preguntas. ¿En qué estado encontrarían a la linda morochita? ¿Habrían maltratado esos cabrones a la amante de Felícito Yanaqué? ¿Se la habrían paleteado? ¿La habrían violado? Muy posible, considerando lo buena moza que era, cómo no iban a aprovecharse teniéndola día y noche a su merced.

Les abrió la puerta de la casita de Mabel el mismo Felícito. Estaba eufórico, aliviado, feliz. Le había cambiado la cara adusta que Lituma le vio siempre, desaparecido la expresión tragicómica de los últimos días. Ahora sonreía de oreja a oreja y los ojitos le brillaban de contento. Parecía rejuvenecido. Estaba sin saco y con el chaleco desabotonado. Qué enclenque era, su pecho y su espalda casi se tocaban, y qué renacuajo, a Lituma le pareció casi un enano. Apenas vio a los dos policías, hizo algo insólito en un hombre tan poco dado a manifestaciones emotivas: abrió los brazos y estrechó al capitán Silva.

—Ocurrió como usted dijo, capitán —lo palmeaba, efusivo—. La soltaron, la soltaron. Tenía razón, señor comisario. Me faltan las palabras para agradecerle. Estoy viviendo de nuevo gracias a usted. Y también a usted, sargento. Muchas gracias, muchas gracias a los dos.

Tenía los ojitos húmedos de la emoción. Mabel estaba duchándose, ahorita vendría. Los hizo sentar en la salita, debajo de la imagen del Corazón de Jesús, frente a la pequeña mesa donde había una llamita de cartón y una bandera peruana. El ventilador encendido chirriaba de manera sincrónica y la corriente de aire hamacaba las flores de plástico. A las preguntas del oficial, el transportista asentía, expansivo y alegre: sí, sí, ella estaba bien, había sido un gran susto, por supuesto, pero felizmente no le habían pegado, ni vejado, gracias a Dios. La tuvieron con los ojos vendados y las manos amarradas todos estos días, qué gente tan desalmada, tan cruel. La misma Mabel les daría todos los detalles ahorita que saliera. Y, de tanto en tanto, Felícito elevaba las manos al cielo: «Si le hubiera pasado algo, nunca me lo perdonaría. ¡Pobrecita! Todo este vía crucis por mi culpa. Nunca he sido muy devoto, pero le prometí a Dios que a partir de ahora iré a misa sin falta todos los domingos». «Está templado de ella hasta los tuétanos», pensaba Lituma. Seguro que se la cacharía riquisisísimo. Esta idea le recordó su soledad, el largo tiempo que llevaba sin mujer. Envidió a don Felícito y sintió cólera contra sí mismo.

Mabel salió a saludarlos en una bata floreada, en sandalias y una toalla a modo de turbante en la cabeza. Así, sin maquillaje, paliducha, los ojitos todavía asustados, le pareció a Lituma menos agraciada que el día que fue a la comisaría a prestar su declaración. Pero le gustó cómo aleteaban las ventanillas de su naricita respingada, sus tobillos delicados, la curva de sus empeines. La piel de sus piernas era más clara que la de sus manos y sus brazos.

—Siento no poder ofrecerles nada —dijo, indicándoles que se sentaran. Y todavía intentó hacerles un chiste—: Como se imaginarán, estos días no pude hacer las compras y en la nevera no me queda ni una Coca-Cola.

—Sentimos mucho lo que le ha ocurrido, señora —le hizo una reverencia el capitán Silva, muy ceremonioso—. El señor Yanaqué nos decía que no la maltrataron. ¿Cierto?

Mabel hizo una extraña mueca, medio sonrisa medio puchero.

—Bueno, hasta por ahí, nomás. No me pegaron ni me violaron, por suerte. Pero no diría que no me maltrataron. Nunca he tenido tanto terror en mi vida, señor. Nunca había dormido tantas noches en el suelo, sin colchón y sin almohada. Con los ojos vendados y las manos amarradas como un equeco, además. Creo que los huesos me dolerán el resto de la vida. ¿No son maltratos esos? En fin, por lo menos estoy viva, eso sí.

Le temblaba la voz y por instantes asomaba en el fondo de sus ojos negros un miedo profundo, que ella hacía esfuerzos por dominar. «Malditos conchas de su madre», pensó Lituma. Sentía pena y cólera por lo que había pasado Mabel. «Tendrán que pagarlo, carajo».

—No sabe cuánto lamentamos venir a molestarla en estos momentos, usted querrá descansar —se disculpó el capitán Silva, jugando con su quepis—. Pero, espero que nos comprenda. Es que no podemos perder tiempo, señora. ¿Le importaría que le hiciéramos algunas preguntitas? Es indispensable, antes que esos sujetos se hagan humo.

—Claro, claro, lo entiendo muy bien —asintió Mabel, poniendo buena cara, pero sin ocultar del todo su contrariedad—. Pregúnteme nomás, señor.

Lituma estaba impresionado con las demostraciones de cariño que le hacía Felícito Yanaqué a su hembrita. Le pasaba la mano por la cara con dulzura, como si fuera su perrita engreída, le apartaba los cabellos sueltos de la frente y los deslizaba bajo la toalla que hacía de turbante, espantaba los moscardones que se le acercaban. La miraba con ternura y no le quitaba la vista. Le había cogido una mano y la retenía entre las suyas.

—¿Les llegó a ver la cara? —preguntó el capitán—. ¿Los reconocería si los viera de nuevo?

—Creo que no —Mabel negaba con la cabeza, pero no parecía muy segura de lo que decía—. Sólo vi a uno de ellos, y apenitas. El que estaba junto al árbol, esa ponciana que da flores rojas, cuando llegué a la casa esa noche. Apenas si me fijé en él. Estaba medio de lado, me parece, y en la oscuridad. Justo cuando se volteó a decirme algo y lo pude mirar, me echaron una frazada encima de la cabeza. Me ahogaba. Y ya no volví a ver nada más hasta esta mañana, en que…

Se interrumpió, con la cara descompuesta y Lituma comprendió que hacía grandes esfuerzos para no romper a llorar. Trataba de seguir hablando pero no le salía la voz. Felícito les imploraba con los ojos que tuvieran compasión de Mabel.

—Cálmese, cálmese —la consoló el capitán Silva—. Es usted muy valiente, señora. Ha tenido una experiencia terrible y no la han quebrado. Sólo le pido un último esfuercito, por favor. Por supuesto que preferiríamos no tener que hablar de esto, ayudarla a enterrar esos malos recuerdos. Pero, los zamarros que la secuestraron tienen que estar entre rejas, ser castigados por lo que le han hecho. Usted es la única que puede ayudarnos a llegar hasta ellos.

Mabel asintió, con una sonrisa afligida. Sobreponiéndose, continuó. Su relato le pareció a Lituma coherente y fluido, aunque a ratos la sacudían esos ramalazos de miedo que la hacían quedarse callada unos segundos, temblando. Palidecía, le chocaban los dientes. ¿Revivía los instantes de pesadilla, el miedo cerval que debió sentir día y noche a lo largo de la semana que estuvo en poder de la mafia? Pero, luego, volvía a retomar su historia, interrumpida de tanto en tanto por el capitán Silva, que («con qué modales tan educados», pensaba Lituma, sorprendido) le pedía alguna precisión sobre lo que contaba.

El secuestro había tenido lugar hacía siete días, luego del concierto de un coro marista en la iglesia de San Francisco, en la calle Lima, al que Mabel asistió con su amiga Flora Díaz, esa que tenía una tienda de ropa en la calle Junín llamada Creaciones Florita. Eran amigas hacía tiempo y a veces salían juntas al cine, a tomar lonche y hacer compras. Los viernes por la tarde solían ir a la iglesia de San Francisco, donde se proclamó la Independencia de Piura, pues había funciones de música, conciertos, coros, bailes y presentación de conjuntos profesionales. Ese viernes el Coro de los Maristas cantaba himnos religiosos, muchos en latín, o así parecía. Como Flora y Mabel se aburrían, se salieron antes de que terminara la función. Se despidieron al comenzar el Puente Colgante y Mabel regresó a su casa caminando ya que estaba tan cerquita. No notó nada extraño durante su caminata, ni que un peatón o algún auto la siguieran. Nada de nada. Sólo los perros callejeros, las nubes de churres metiendo vicio, la gente tomando el fresco y platicando en sillas y mecedoras que habían sacado a las puertas de las casas, las cantinas, tiendas y restaurantes ya con clientes y sus radiolas a todo volumen con sus músicas que se mezclaban llenando el ambiente de un ruido ensordecedor. («¿Había luna?», preguntó el capitán Silva y, por un instante, Mabel se desconcertó: «¿Había? Disculpe, no me acuerdo»).

La callecita de su casa estaba desierta, creía recordar. Apenas notó esa silueta masculina medio recostada en la ponciana. Tenía la llave en la mano y, si el tipo hubiera hecho el intento de acercársele, se hubiera alarmado, pedido socorro, echado a correr. Pero no notó que hiciera el menor movimiento. Metió la llave en la cerradura y tuvo que forcejear algo —«Felícito les habrá contado que siempre se atraca algo»— cuando sintió unas siluetas que se le acercaban. No tuvo tiempo de reaccionar. Sintió que le echaban una manta por la cabeza y que varios brazos la cogían, todo al mismo tiempo. («¿Cuántos brazos?», «Cuatro, seis, quién sabe»). La cargaron en peso, le taparon la boca sofocando sus chillidos. Le pareció que todo ocurría en un segundo, había un terremoto y ella estaba en el centro del sismo. Pese al pánico tan grande trató de dar patadas y de mover los brazos, hasta que sintió que la tumbaban en una camioneta, un auto o un camión y que los tipos la inmovilizaban, sujetándola de los pies, las manos y la cabeza. Entonces, oyó esa frase que todavía le resonaba en los oídos: «Quieta y calladita si quieres seguir viva». Sintió que le pasaban algo frío por la cara, quizás un cuchillo, quizás la cacha o el cañón de un revólver. El vehículo arrancó; con el zangoloteo se iba golpeando contra el suelo. Entonces se encogió y se quedó muda, pensando: «Voy a morir». Ni siquiera tenía ánimos para rezar. Sin quejarse ni resistir, dejó que le vendaran los ojos, le pusieran encima una capucha y le amarraran las manos. No les vio las caras porque todo eso lo hicieron a oscuras, mientras circulaban probablemente por la carretera. No había luces eléctricas y alrededor todo era noche cerrada. Estaría nublado, no habría luna, pues. Dieron vueltas y vueltas durante un tiempo que le parecieron horas, siglos y acaso fueran sólo unos minutos. Con la cara vendada, las manos atadas y el miedo perdió la noción del tiempo. Desde entonces, nunca llegó a saber en qué día estaba, si era de noche, si había gente vigilándola o la habían dejado sola en el cuarto. El suelo donde la tendieron era muy duro. A veces sentía insectos que le caminaban por las piernas, tal vez esas horribles cucarachas que ella detestaba más que a las arañas y a los ratones. La hicieron bajar de la camioneta cogiéndola de los brazos y caminar a tientas, tropezando, entrar a una casa donde una radio tocaba música criolla, bajar escaleras. Después de tenderla en el suelo sobre una estera, se largaron. Se quedó allí, en la oscuridad, temblando. Ahora sí pudo rezar. Les rogaba a la Virgen y a todos los santos que recordaba, a Santa Rosa de Lima y al Señor Cautivo de Ayabaca por supuesto, que la ampararan. Que no la dejaran morir así, que cesara ese suplicio.

Durante los siete días que estuvo secuestrada no tuvo una sola conversación con los secuestradores. Nunca la sacaron de esa habitación. Nunca volvió a ver la luz, porque nunca le quitaron la venda de los ojos. Había un recipiente o balde donde podía hacer sus necesidades, a tientas, dos veces al día. Alguien se lo llevaba y lo volvía a traer limpio, sin dirigirle la palabra. Dos veces al día, la misma u otra persona, siempre muda, le traía un plato de arroz con menestras y una sopa, una gaseosa medio caliente o una botellita de agua mineral. Para que pudiera comer le quitaban la capucha y le soltaban las manos, pero nunca le retiraron la venda de los ojos. Cada vez que Mabel les rogaba, les imploraba que le dijeran qué iban a hacer con ella, por qué la habían secuestrado, le respondía siempre la misma voz fuerte y mandona: «¡Chitón! Te juegas la vida preguntando». Nunca pudo bañarse, ni siquiera lavarse. Por eso, cuando recobró la libertad lo primero que hizo fue meterse a la ducha un largo rato y jabonarse con la esponja hasta sacarse ronchas. Y, lo segundo, botar toda la ropa, hasta los zapatos, que había tenido puesta estos horribles siete días. Haría un paquete con todo eso y lo regalaría a los pobres de San Juan de Dios.

Esta mañana, de pronto, habían entrado a su habitación-cárcel, varios, a juzgar por las pisadas. Siempre sin decirle nada, la levantaron en peso, la hicieron caminar, subir unas gradas y volvieron a tenderla en un vehículo que debía ser la misma camioneta, auto o camión en que la secuestraron. Estuvo dando vueltas y más vueltas un montón de tiempo, machucándose todos los huesos del cuerpo con el zangoloteo, hasta que el carro frenó. Le desamarraron las manos y le ordenaron: «Cuenta hasta cien antes de quitarte la venda. Si te la quitas antes, te tumbará un balazo». Ella obedeció. Cuando se quitó la venda descubrió que la habían dejado en pleno arenal, cerca de La Legua. Caminó más de una hora hasta alcanzar las primeras casitas de Castilla. Allí consiguió el taxi que la trajo hasta aquí.

Mientras Mabel contaba su odisea, Lituma seguía muy atento su relato, pero sin descuidar las demostraciones de cariño que le hacía don Felícito a su amante. Había algo infantil, adolescente, angélico, en la manera como el transportista le pasaba la mano por la frente, mirándola con devoción religiosa, murmurando «pobrecita, pobrecita, mi amor». A Lituma a ratos lo incomodaban esas manifestaciones, le parecían exageradas y algo ridículas, a su edad. «Le debe llevar hasta treinta años», pensaba. «Esta chica podría ser su hijita». Estaba templado hasta las cachas el vejete. ¿Sería la Mabelita de las fogosas o de las frías? De las fogosas, por supuesto.

—Le he propuesto que se vaya de aquí, por un tiempo —dijo a los policías Felícito Yanaqué—. A Chiclayo, a Trujillo, a Lima. A cualquier parte. Hasta que este asunto se termine. No quiero que vuelva a pasarle nada. ¿No le parece una buena idea, capitán?

El oficial encogió los hombros.

—No creo que le pase nada quedándose aquí —dijo, cavilando—. Los bandidos saben que ahora estará protegida y no serían tan locos de acercarse a ella sabiendo a lo que se exponen. Mucho le agradezco su testimonio, señora. Nos va a servir bastante, le aseguro. ¿Le importaría que le haga algunas preguntitas más?

—Ella está muy cansada —protestó don Felícito—. ¿Por qué no la deja tranquila por ahora, capitán? Interróguela mañana, o pasado mañana. Quiero llevarla al médico, internarla todo un día en el hospital para que le hagan un chequeo completo.

—No te preocupes, viejito, ya descansaré más tarde —intervino Mabel—. Pregúnteme nomás lo que quiera, señor.

Diez minutos después, Lituma se dijo que su superior exageraba. El transportista tenía razón; la pobre mujer había sufrido una experiencia terrible, había creído morir, esos siete días habían sido para ella un calvario. ¿Cómo quería el capitán que Mabel recordara esos detalles insignificantes, tan estúpidos, sobre los que la acosaba a preguntas? No entendía. ¿Para qué quería saber su jefe si ella había oído en su encierro cacarear a los gallos o gallinas, maullar gatos, ladrar a los perros? ¿Y cómo iba a calcular Mabel por las voces cuántos eran sus secuestradores y si eran todos piuranos o si alguno hablaba como limeño, como serrano o como charapa? Mabel hacía lo que podía, se frotaba las manos, dudaba, normal que a veces se confundiera y pusiera cara de asombro. De eso no se acordaba, señor, en eso no se había fijado, ay qué lástima. Y se disculpaba, encogiendo los hombros, frotándose las manos: «Qué tonta fui, debí pensar en esas cosas, tratar de darme cuenta y de recordar. Pero, es que estaba tan atolondrada, señor».

—No se preocupe, es normal que no tuviera cabeza, imposible que lo guardara todo en la memoria —la alentaba el capitán Silva—. Pero, sin embargo, haga un último esfuercito. Todo lo que recuerde nos será utilísimo, señora. Algunas de mis preguntas le parecerán superfluas, pero, no crea, a veces de una de esas tonterías sin importancia arranca el hilo que nos lleva hasta el objetivo.

Lo que le pareció más raro a Lituma fue que el capitán Silva insistiera tanto en que Mabel recordara las circunstancias y detalles de la noche en que fue secuestrada. ¿Seguro que no había ninguno de sus vecinos tomando el fresco de la noche en plena calle? ¿Ni una sola vecinita con medio cuerpo afuera de una ventana oyendo una serenata o conversando con su enamorado? Mabel creía que no, pero tal vez sí, no, no, no había nadie en ese rincón de la calle cuando regresó del concierto de los maristas. En fin, tal vez había alguien, era posible, sólo que ella no se fijó, no se dio cuenta, qué tonta. Lituma y el capitán sabían de sobra que no había testigo alguno del secuestro pues habían interrogado a todo el vecindario. Nadie había visto nada, nadie había oído nada extraño aquella noche. Tal vez era cierto o, quizás, como el capitán había dicho, nadie quería comprometerse. «Todo el mundo tiembla ante la mafia. Por eso, prefieren no ver ni saber nada, así es esa gentuza de rosquetona».

Por fin, el comisario dio un respiro a la querida del transportista y pasó a una pregunta banal.

—¿Qué cree, señora, que los secuestradores hubieran hecho con usted si don Felícito no les hacía saber que pagaría el rescate?

Mabel abrió mucho los ojos y, en vez de responder al oficial, se volvió a su amante:

—¿Te pidieron un rescate por mí? No me contaste, viejito.

—No me pidieron un rescate por ti —aclaró él, besándole otra vez la mano—. Te secuestraron para obligarme a que les pague el cupo que piden por Transportes Narihualá. Te soltaron porque les hice creer que aceptaba su chantaje. Tuve que publicar un aviso en El Tiempo, agradeciéndole un milagro al Señor Cautivo de Ayabaca. Era la señal que esperaban. Por eso te han soltado.

Lituma vio que Mabel palidecía mucho de nuevo. Temblaba y le castañeteaban los dientes otra vez.

—¿Quiere decir que les vas a pagar esos cupos? —balbuceó.

—Ni muerto, amorcito —roncó don Felícito, negando con la cabeza y las manos, muy enérgico—. Eso, nunca.

—Me van a matar, entonces —susurró Mabel—. Y a ti también, viejito. ¿Qué nos va a pasar ahora, señor? ¿Nos matarán a los dos?

Soltó un sollozo, llevándose las manos a la cara.

—No se preocupe, señora. Usted tendrá protección las veinticuatro horas del día. No por mucho tiempo, no será necesario, ya lo verá. Estos forajidos tienen los días contados, le juro.

—No llores, no llores, amorcito —la consolaba don Felícito, acariñándola, abrazándola—. Te juro que no te volverá a pasar nada malo. Nunca más. Te lo juro, mi vida, tienes que creerme. Lo mejor será que salgas por un tiempito de esta ciudad como te he pedido, hazme caso.

El capitán Silva se puso de pie y Lituma lo imitó. «Le pondremos protección permanente», volvió a asegurarles el comisario a manera de despedida. «Quédese tranquila, señora». Ni Mabel ni don Felícito los acompañaron hasta la puerta; permanecieron en la salita, ella lloriqueando y él consolándola.

Afuera los esperaba un sol tórrido y el espectáculo de costumbre; churres desarrapados pateando pelota, perros famélicos ladrando, altos de basura en las esquinas, vendedores ambulantes y una hilera de carros, camiones, motos y bicicletas disputándose la pista. No sólo en el cielo había gallinazos; dos de esos pajarracos habían aterrizado y escarbaban las basuras.

—¿Qué le pareció, mi capitán?

Su jefe sacó una cajetilla de cigarrillos negros, ofreció uno al sargento, tomó otro para él y encendió ambos con un viejo mechero verdinegro. Dio una larga chupada y arrojó el humo haciendo argollas. Tenía una expresión muy satisfecha.

—Se jodieron, Lituma —dijo, dándole un falso puñete a su adjunto—. Los huevones cometieron su primer error, lo que yo estaba esperando. ¡Y se jodieron! Vámonos a El Chalán, te invito un buen jugo de frutas con mucho hielo para festejarlo.

Sonreía de oreja a oreja y se frotaba las manos como cuando ganaba una mano en el póquer, en los dados o en una partida de damas.

—La confesión de esa hembrita es oro en polvo, Lituma —añadió, fumando y arrojando el humo con delectación—. Te darías cuenta, supongo.

—No me di cuenta de nada, mi capitán —confesó Lituma, desconcertado—. ¿Está usted hablando en serio o me quiere tomar el pelo? Si la pobre mujer ni siquiera les vio las caras, pues.

—Puta, qué mal policía eres, Lituma, y peor psicólogo todavía —se burló el capitán, mirándolo de arriba abajo y riéndose a sus anchas—. No sé cómo has podido llegar a sargento, carajo. Y menos a ser mi adjunto, lo que es mucho decir.

Murmuró de nuevo, para sí: «Oro en polvo, sí señor». Estaban cruzando el Puente Colgante y Lituma vio que un grupo de churres se bañaban, chapoteando y haciendo alharaca en las orillas arenosas del río. Esas mismas cosas habían hecho él con sus primos León, un chuchunal de años atrás.

—No me digas que no te diste cuenta que la sabida esa de la Mabelita no dijo una sola palabra que fuera verdad, Lituma —añadió el capitán, poniéndose muy serio. Chupaba el cigarro, botaba el humo como desafiando al cielo y había en su voz y en sus ojos una sensación de triunfo—. Que no hizo más que contradecirse y contarnos un cuento del carajo. Que quiso meternos el dedo a la boca. Y al trasero también. Como si tú y yo fuéramos un par de cojudos a la vela, Lituma.

El sargento se paró en seco, estupefacto.

—¿Eso que dice me lo está diciendo en serio, mi capitán, o me está haciendo su cholito?

—No me digas que no te diste cuenta de lo más obvio y evidente, Lituma —el sargento comprendió que su jefe hablaba muy en serio, con absoluta convicción. Lo hacía mirando al cielo, pestañeando sin tregua por la resolana, exaltado y feliz—. No me digas que no te diste cuenta que la Mabelita del potito triste nunca estuvo secuestrada. Que es cómplice de los chantajistas y se prestó a la farsa del secuestro para ablandar al pobre don Felícito, al que también ella querrá desplumar. No me digas que no te diste cuenta que, gracias a la metida de pata de esos conchas de su madre, el caso está prácticamente resuelto, Lituma. Rascachucha ya puede dormir tranquilo y dejar de jodernos la paciencia. La camita está tendida y ahora sólo nos falta caerles encima y empujársela hasta la garganta.

Echó el pucho al río y empezó a reírse a carcajadas, rascándose las axilas.

Lituma se había sacado el quepis y se alisaba los cabellos.

—O soy más bruto de lo que parezco o es usted un genio, mi capitán —afirmó, desmoralizado—. O está usted más loco que una cabra, dicho sea con perdón.

—Soy un genio, Lituma, convéncete, y además domino la psicología de la gente —aseguró el capitán, exultante—. Te hago un pronóstico, si quieres. El día que echemos el guante a esos zamarros, lo que será muy prontito, como que hay Dios que le rompo el culo a la señora Josefita de mi alma y la tengo chillando toda una noche. ¡Viva la vida, carajo!